La nueva vida de la estafadora Anna Sorokin tras la cárcel: ‘influencer’ y activista por el sistema penitenciario
La joven alemana, que fingió ser una rica heredera y engañó a bancos e instituciones, acaba de terminar una condena de cuatro años de prisión por fraude, y aspira a quedarse en EE UU, donde lleva un tren de vida por encima de sus posibilidades
Tal vez lo único verdadero de la vida de Anna Sorokin sea, precisamente, la ficción de Netflix sobre la gran mentira que durante años le permitió ser una rica heredera europea entre las élites de Nueva York. El resto de su existencia puede ser cierto o no, incluidas las amables versiones de la historia que la mujer, de 31 años, desgrana hoy en entrevistas tras recuperar la libertad con una pulsera electrónica en el tobillo. ...
Tal vez lo único verdadero de la vida de Anna Sorokin sea, precisamente, la ficción de Netflix sobre la gran mentira que durante años le permitió ser una rica heredera europea entre las élites de Nueva York. El resto de su existencia puede ser cierto o no, incluidas las amables versiones de la historia que la mujer, de 31 años, desgrana hoy en entrevistas tras recuperar la libertad con una pulsera electrónica en el tobillo. Tras cuatro años en la cárcel por fraude, y 17 meses más en un centro de detención de inmigrantes, Anna Sorokin demuestra que la picaresca no muere, solo se transforma, como la materia de sus sueños.
Sorokin, en arresto domiciliario, está rentabilizando su descenso a los infiernos, que ella presenta como una contrariedad sin importancia, no como la asunción de un delito. “Cuando leía en los titulares ‘Estafadora, falsa heredera’, no me veía como tal, en absoluto. Nunca dije a nadie cuánto dinero tenía. Nunca fingí ser nada”, ha declarado a The New York Post. “Alguien asumió que tenía dinero solo porque estaba trabajando en este proyecto [la supuesta creación de un club privado y una fundación de arte, su coartada]. Siento que ese es su problema”. Una versión apenas maquillada de la tajante frase que pronunció en 2019, al día siguiente de conocer su sentencia: “La verdad es que no lo siento”, dijo a The New York Times.
La primera diferencia real entre la vida de Delvey, el apellido que adoptó “aleatoriamente, sin significar nada”, y la de Sorokin es el radical cambio de escenario: de las lujosas suites de hoteles de Manhattan donde la primera se alojaba mientras engañaba a bancos e instituciones financieras —con un intento frustrado de préstamo de 22 millones—, al quinto piso sin ascensor de un bloque de viviendas del East Village donde la segunda se aloja desde primeros de octubre. El apartamento tiene lo justo: un dormitorio, pocos muebles y los enseres básicos. Paga, según el Post, un alquiler de 4.250 dólares al mes, el precio medio de la renta en Nueva York tras la subida estratosférica que ha originado la inflación. En la azotea del edificio, Sorokin protagoniza también sesiones de fotos con ropa de marca: la moda siempre ha sido su pasión, aunque el estilo no le sea recíproco.
Su intención es evitar ser extraditada a Alemania y quedarse en EE UU, donde la vida no es precisamente barata. Tampoco sus hábitos: para presentarse ante el juez como estipula la condición de libertad de que disfruta, Sorokin, vestida como una influencer de pro, pero con un estilo un tanto tosco, tomó un Uber que le costó, ida y vuelta, 160 dólares (163 euros). Las tarifas de Uber son otro de los servicios que más se han incrementado por la inflación y muchos neoyorquinos se han resignado a usar el transporte público, pero, al preguntarle los periodistas por qué no había ido en metro, dado que la cita fue en la misma ciudad, respondió displicente: “Hmmm… No”.
Sorokin recibió de Netflix 320.000 dólares (327.000 euros) por los derechos de su historia para la serie Inventing Anna, protagonizada por la actriz Julia Garner. Pero la cantidad se le fue en pagar abogados y costas. “El dinero se me acabó antes de salir de la cárcel”, explicó al Post. “Nueva York es una ciudad tan cara que es una locura… ¡Me costó 160 dólares el Uber para ir y venir!”, repetía, indignada. El servicio no era precisamente el más básico y económico de la plataforma, a juzgar por las imágenes que la muestran bajando de un imponente SUV. “Me permiten usar cualquier medio de transporte. ¿Debería haber optado por el metro? Mmmm… no”, remachó.
Sorokin, nacida en Rusia, criada en Alemania y con pasaporte europeo, está convencida de que su vida está en Nueva York, esa luz que atrae a las polillas, el espejismo del éxito que la mayoría de las veces no es más que un trampantojo. Sin dinero, sobrevivir en la ciudad de los rascacielos es una tarea ímproba para cualquiera. No para Sorokin, que ha hallado una fuente de ingresos en los dibujos que realizó durante su estancia en la cárcel. Por 10.000 dólares la pieza —lo que le costó la fianza del alquiler del East Village—, hay ya lista de espera para comprar cualquiera de los apuntes a lápiz sobre su vida entre rejas, o la escena de su encuentro con Garner, cuando esta preparaba el personaje de la serie. Sorokin también se ofrece, dice, como coach de salud mental, para ayudar a otros a afrontar “la resolución de conflictos” en una experiencia tan estresante como la carcelaria. Otro de sus planes es lanzar un podcast. “¡No todas mis ideas son ilegales!”, bromeaba dudosamente. Sorokin quiere involucrarse también en la reforma del sistema penitenciario.
Tras expirar su visado, Sorokin prefirió pasar 17 meses en un centro de detención de inmigrantes para evitar la expulsión y quedarse en EE UU. Quiere obtener un visado que le permita trabajar en el país y está pendiente de la resolución de su caso, un proceso que puede demorarse durante meses. Sorokin teme que, de ser expulsada a Alemania, pueda acabar en Rusia, su país natal, que le recuerda demasiado a su infancia en un hogar modesto, padre camionero y madre tendera que luego emigraron a Alemania. “Quedarme aquí y luchar por arreglar esto [los papeles], dice mucho de mi carácter”, ha declarado acerca de su determinación de pobre niña rusa.
Tras un paso fugaz por la prestigiosa escuela de diseño londinense St Martin’s, la pícara Sorokin trabajó en una empresa de relaciones públicas germana. Luego se marchó a París y en 2013 desembarcó en Nueva York, ya con nombre falso y planes de abrir un club privado y una fundación de arte. Falsificó cuentas y engañó a los bancos, además de a varios hoteles de lujo de Manhattan, que le permitieron alojarse a crédito y de los que se marchó sin pagar. Fue detenida en 2017 en un lujoso centro de rehabilitación de Malibú, y siempre ha guardado silencio sobre su estancia en ese establecimiento. Luego vinieron el juicio, la condena y la estancia en una cárcel del norte del Estado de Nueva York, de donde salió por buena conducta, así como su paso por la de Rikers Island, un agujero negro del sistema penitenciario estadounidense donde, dice, siguió un curso intensivo de supervivencia.
Lo demás es la historia que ha contribuido a fijar la serie de Netflix. En el mejor de los casos, las peripecias de Sorokin se perderán en la espuma de los días neoyorquinos; en el peor, constituirán un intento mediático de hacer glamuroso un vulgar delito de fraude. Con qué versión se quede el espectador dependerá de su escepticismo o su credulidad: en manos de una manipuladora de manual como Sorokin, ningún relato logra salir impune.