Rubén, el asador de corderos a la estaca que es como el Equipo A: si lo encuentra, quizás pueda contratarlo
La demanda del asado al aire libre alcanza su pico en los meses de verano, con las agendas de los cocineros llenas de citas
La carne, al hacerse, suena.
Para llegar a ese instante harán falta algunas horas. Pero suena.
—¡Ya pensábamos que no venías!—, dicen con sorna los anfitriones.
—Mete el arroz con leche en la nevera—, responde el visitante, que empuja una carretilla anaranjada en la que viajan 30 kilos de leña y 17 estacas hechas con avellano.
Son las 10:20 de la mañana del sábado 23 de agosto. Rubén Martínez Miguel (50 años, Pola de Laviana) acaba de llegar a Posada de Llanes, a una casona asturiana con tres siglos de historia, dos plantas de unos 300 metros cuadrados y el tradicional corredor. La finca tiene unos 5.000 metros cuadrados, pero Rubén va directo a un punto concreto. En una esquina del jardín, escoltado por unas hortensias que ya han visto pasar sus mejores días, empieza a instalar su lugar de trabajo para hoy.
“Hay que buscar sitios resguardados del aire”, explica mientras coloca tres piezas de leña, selecciona algunas ramas caídas del jardín, prende fuego a un mantel de papel hecho una bola y lo pone encima de la pira. Se agacha y sopla; el fuego crece unos centímetros. Piensa durante unos segundos dónde pondrá la siguiente rama. Parece un juego de habilidad.
“Cuando empieza a restallar, es que ya está”, dice antes de añadir un par de piezas más de su leña. Ahora parece un altar en el que la llama asoma por arriba. “No quiero otra madera que no sea faya —haya—. La corto cuando la luna está en menguante de septiembre. Porque la sabia está bajando. Dejo la hoja hasta que seca, así sigue tirando de la savia, lo seca y luego quema mejor”, explica.
—¿Hora estimada?—, le pregunta uno de los anfitriones.
—No tengas prisa. Vete a desayunar por ahí—, contesta Rubén.
—Pero habrá una hebrina o un choricín…—
—Hay moras— dice señalando a las moreras.
Rubén instala su mesa, despliega su material —hasta ocho cuchillos o un hacha—, se pone un delantal de cuero y empieza a manipular 31 kilos de carne para un almuerzo con 43 adultos y 16 niños. Cordero y medio, dos costillares de cerdo ibérico —“para los niños”— y 20 chorizos criollos. “Para asar, no vale cualquier cordero. Tiene que tener mucha grasa. Si no, se reseca. Siempre pido hembra. Y que no pase por cebadero. Que venga directa del prao. De unos cinco o seis meses. Pesan unos 15 kilos”, cuenta mientras va ensartando las piezas de carne en las estacas, apoyando la base plana sobre su cuerpo y extendiendo los brazos para situarlas en la mitad del palo. Después, las va clavando una a una con la ayuda de un martillo. Junto con los utensilios metálicos donde se engarzan los chorizos, forman un círculo alrededor del fuego.
Rubén lleva haciendo cordero a la estaca “toda la vida. Mi abuelo tenía un bar en La Felguerina —que hoy es la casa en el pueblo de Rubén, que vive en Villaviciosa con su pareja— y ya asaba corderos. Desde niño ayudabas en lo que podías… bueno, en lo que te mandaban. Te decían que lo vigilaras. Luego mi padre y mi tío siguieron con la tradición. Yo soy el primero de la familia que se dedica profesionalmente a ello”. Rubén, que con 15 años se fue a trabajar “de pensión en Riaño”, que ha manejado máquinas asfaltadoras y que en invierno trabaja en la construcción, decidió hace algo más de una década dedicar los meses de buen tiempo exclusivamente a asar corderos a la estaca, una técnica que, al menos a su pueblo, llegó de la mano de “Manolín el de Valquemau, que fue a Argentina, lo vio y lo trajo…”.
La carne ha empezado a sudar. Entre gota y gota pasan, ahora, unos 15 segundos.
“Serán unas cuatro horas. Tiene que ir muy despacio y empezar por la parte de dentro. Primero tiene que asar y, después, sellarlo. Les voy dando vueltas. A veces las cambio de sitio. Depende del aire. Hay piezas que necesitan menos calor que otras. Las costillas y las paletillas son lo que primero asan. Las piernas y el pescuezo, lo que más tarda”, explica.
Las gotas de grasa caen, ahora, cada seis segundos.
“Trabajo con la vista, voy aprendiendo con el día a día y lo hago como creo que es mejor. Ahora, cuando ya están calientes, estas costillas las rajo un poquitín, para que no quede la grasa impregnada en la piel. Así pinga mejor. La grasa encoge más que la carne y te la aprieta. Luego a la gente le gusta que esté crujiente la parte de la piel, sin grasa. Aquí la grasa cae al suelo y el cordero sabe muy suave. Nunca lo adobo. Solo le echo un poquitín de chimichurri al final, cuando lo voy a servir. Pero no lleva nada, ni sal. El cordero tiene que saber a cordero. Y nada más”, relata mientras aliña unos tomates con aceite y sal negra, corta dos hogazas de Pan Manín y comenta, en un formato que recuerda a los de los cocineros de la televisión, que su ilusión es ir a un concierto de Coldplay. El menú — asado de la carne y los chorizos, tomate, pan y arroz con leche — son 38 euros por comensal.
Las gotas caen ya con una constancia irregular. También descienden por la base de las estacas.
—Mira, acércate y escucha. La carne, cuando asa, suena— dice Rubén.
Detrás del sonido del fuego, emerge una señal acústica efervescente.
Rafael Secades, empresario jubilado, compró esta casa hace 51 años y es el líder de una celebración anual que reúne a familia y amigos. Eligió, hace ya 12 años, el cordero a la estaca “porque es una fiesta de compartir, de participar. Es algo muy característico del carácter asturiano”, dice mientras presenta la impresionante mesa de quesos que ha instalado, que opaca a las tortillas y a las empanadas. Su mujer, Gloria, fue, en 1968, la primera Novia del Aramo, un título que se otorga en la celebración gastronómica que gira en torno al cordero a la estaca.
La familia Secades contactó con Rubén “a través de un amigo que había estado en un cordero a la estaca”. Esa es la única forma de contratarlo: no tiene página web ni redes sociales. La fórmula para dar con él recuerda a una de las frases de la cabecera de El equipo A, la popular serie de televisión de los años 80.
“Ya tengo varios fines de semana de 2026 ocupados”, anuncia Rubén, que ha llegado a hacer asados “para 300 personas. Con seis o siete ayudantes, claro”. “Hay clientes para los que llevo décadas haciéndolo. Lo hago porque me encanta. Voy a sitios que son una fiesta, una celebración. Presta mucho ver a la gente contenta. Es un trabajo muy guapo”.
Rubén empieza a seleccionar piezas. Coge las estacas con una mano. Rocía el chimichurri sobre la carne y corta una fina rodaja. Las ofrece.
—¿Queréis un cachín de cordero?—, pregunta a unos niños.
—Sí— contestan.
—Pues vais a llevar un plato de tomate a cada mesa—
La gente se acerca y hace fotos a las estacas. Rubén les ofrece un corte.
—¿Tú no viniste otros años, no?—, pregunta a un invitado.
—No, es mi primer cordero— contesta él.
—Es que no me sonaba tu cara. Coge este cachín, hazme caso. En la boca no quema—.
—Buah, está de muerte, neno. Yo me quedaba toda la tarde aquí contigo—.
Es difícil decirle que no a Rubén. Entre el carisma, que se le desparrama; la planta de actor de western clásico que gasta —mide 1,78, pero abarca mucho espacio— y el manjar que va ofreciendo, ha convertido esta esquina en uno de los centros de la fiesta. Vestido con deportivas, un pantalón corto de montaña y una camiseta, va y viene por el jardín.
A las 15:20, empieza a cortar las piezas, emplatarlas y servirlas. “Mira cómo despega la carne del hueso, cómo queda limpio. Esa es la señal de que está bien asado”, dice con orgullo mientras se seca el sudor con su pañuelo de tela. En la temporada de verano, el humo y el calor añaden un tono rojo a sus ojos marrones.
A las 16:08, saca la última pieza y la sirve. Empieza a recoger. Coge una rama larga y saca los troncos que quedan. Esparce las cenizas. Pela las estacas con un cuchillo. Las deja listas para la próxima cita. Suenan los voladores de la fiesta de San Joaquín, en la parroquia de Turanzas.
—Y ahora me voy a casa a echar una siesta, que mañana a las siete en pie, que tengo otro cordero— avisa Rubén.