Bacalao, “bizcocho”, encurtidos y mucho vino: así se comía y cocinaba en un barco del siglo XVIII
El Archivo de Cádiz dedica su documento del mes al peligroso oficio de ser cocinero a bordo en barcos donde alimentarse bien era un lujo para unos pocos
Simón López, Diego Coudous y Diego Guarinelo vivieron en algún momento difuso entre finales del XVII y principios del XVIII de la poderosa y rica Cádiz. Apenas se sabe nada de ellos, ni cuándo nacieron, ni cómo o cuando acabaron sus días. Pero las fotos fijas que arrojan sus testamentos, redactados entre 1699 y 1763, aportan dos datos valiosos. Los tres fueron cocineros a bordo de barcos que iban a hacer largas travesías de Ultramar y todos sintieron que la empresa en la que se iban a embarcar era tan peligrosa e incierta que era mejor dejar amarradas sus pertenencias terrenales. El Archivo Provincial de Cádiz ha rescatado las disposiciones de estos tres cocineros de ida y de otros tres de vuelta, enfermos muy graves tras su viaje, como documentos destacados de los meses de septiembre y octubre. La iniciativa de difusión ha servido para rescatar cómo era la complicada y, muchas veces, penosa gastronomía a bordo de esos desplazamientos que se prolongaban de meses a años.
“Hasta que no he escudriñado en la documentación, no me he dado cuenta de la dureza que suponían estos viajes. Era una proeza digna de héroes”, explica el investigador Antonio Ortega, uno de los autores de la publicación Cocineros de ida y vuelta: la alimentación a bordo en el siglo XVIII, difundida por el Archivo la primera semana de septiembre. La fama de estas travesías era tal que dotar de personal a un barco militar o mercante no era una tarea fácil. “Hay numerosa documentación de capitanes que se quejaban de deserciones al llegar a tierra, por eso a veces en las escalas ni se les dejaba salir”, explica Santiago Saborido, coautor del documento del mes y a la sazón director del Archivo Histórico Provincial de Cádiz, que atesora en sus estanterías 14 kilómetros de valiosa documentación. Pero entre toda la marinería, el cocinero era una figura “necesaria e importante”, como añade Saborido.
Tanto que el Título Quinto de la Ordenanza de la Armada Naval de 1748 iguala el puesto del chef en el mar al del armero, el maestro de velas, el farolero, los patrones de lancha y el buzo. “Recibirá la carne y la menestra, cuidará de que se lave y cueza, de que entre ella no se mezcle cosa que pueda se nociva. Repartirá la ración a la hora que le mandaren y si faltare algo para satisfacer lo que se lo hubiese entregado, se suplirá a los interesados por cuenta de la ración del cocinero”, detalla la norma. Pese a su importancia, Simón López no aparece en el registro de tripulación del Nuestra Señora de los Remedios y San Francisco Javier, el barco mercante con el que se enroló camino de Nueva España (en parte del actual México) el 19 de julio de 1699, probablemente porque se apuntase a posteriori de cuando se elaboró el listado.
Lo que sí aparece es la relación de víveres —conservada en el Archivo de Indias de Sevilla— con la que tuvieron que alimentar a 88 personas en 80 días de navegación: 7.820 kilos de bizcocho ordinario y 3.220 de bizcocho blanco, 4.830 kilos de carne salada, 1.200 kilos de jamón, 690 kilos de tocino, 552 kilos de bacalao, 598 kilos de arroz resaltan en una lista en la que también figuran habas, garbanzos, pasas, almendras, azúcar, aceite o vinagre. Que la mayor carga sea de lo que ellos llamaban bizcocho no era casual, el doble horneado y la baja presencia de agua hacía a este pan —cuyo primo lejano en el presente sería la regañá—el idóneo para sobrevivir largos meses en el mar. “Todo era en seco, en escabeche, encurtido o metido en aceite. Se guardaba en barriles que no eran herméticos y en bodegas que eran muy húmedas”, apunta Ortega, integrante de la asociación de antiguos alumnos del máster de la UCA Masterñan Alumni et Al.
Pero también se embarcaban productos frescos, como la “menestra” (verduras) o los huevos y animales vivos, como las 1.000 gallinas y los 80 carneros que también viajaron en el buque de López. Esos productos eran los primeros en caer, otra cosa bien distinta es que pasasen por los paladares de la marinería rasa. “Los capitanes, oficiales y personas embarcadas en esos viajes [en los que podían figurar adinerados o nobles] eran otro mundo. Las gallinas no eran para curritos”, añade Ortega. Para ellos, la Ordenanza de 1748 marcaba unos 500 gramos de bizcocho diarios, 230 gramos de carne los lunes y jueves (cada vez), 144 gramos de bacalao los miércoles y viernes o 173 gramos de queso los sábados. Mención aparte tenía el vino, del que podían beber hasta tres cuartos de litro al día. “Cuando iban muy lejos, no se lo daban y se lo compensaban en dinero porque si no se cogían unas melopeas…”, añade el investigador.
Que la marinería se refugiase en el alcohol no es de extrañar, no solo por la dureza de los trabajos físicos o de la vida hacinada, sino porque los alimentos no sabían demasiado bien. El agua, por ejemplo, viajaba en barriles y se corrompía; el bizcocho se enmohecía de la humedad y las gallinas enjauladas compartían bodega con otros alimentos. Eso generaba una fauna de insectos, gorgojos o ratas que, en no pocas ocasiones, generaba enfermedades y contaminaciones cruzadas. El malestar también llegaba por la dieta pobre en nutrientes, como el escorbuto, provocado por la falta de vitamina C, el mal más temido y mortífero en el mar. De nuevo ahí la figura del cocinero se hacía clave para evitar las intoxicaciones o para la elaboración de dietas para los enfermos.
No era esa la única complicación a la que López, Coudous y Guarinelo tuvieron que atender. Los cocineros trabajaban en la cocina de equipaje que, aunque tenía su sitio en el barco, era totalmente desmontable, por si era necesario en caso de ataques. El fuego, en una nave de madera, también estaba muy controlado para evitar incendios y para no ser vistos por el enemigo (durante las noches), así que el rancho se solía comer frío. El Diccionario de construcción naval del Marqués de la Victoria (1756) recoge los utensilios con los que trabajaban los improvisados chefs: el caldero (su instrumento clave), el horno, barricas de aceite o “un saquillo de azafrán y una caja de especias” para darle algo de color y gracia a las comidas.
Con esos mimbres, los cocineros hacían lo que buenamente podían. Apenas han llegado hasta nuestros días algunas recetas elaboradas en el mar. El historiador Vicente Ruiz García recogió y actualizó una decena de ellas en el libro Cocina a bordo, donde cita referencias como la menestra de chícharos con bacalao o el capón de galera, una suerte de gazpacho con trozos de bizcocho, vinagre y restos de anchoas. El hambre hacía el resto. “No había otra cosa que no escuchara más un marinero que a su propio estómago”, como rememora Vera Moya Sordo en su artículo Aspectos del Servicio Naval y la vida a bordo en las Flotas Reales, citado en la investigación del Archivo Provincial.
Nada se sabe de cómo les fue en su tarea a López, Coudous y Guarinelo o si volvieron vivos. Solo del segundo se conoce que embarcó en un buque, el San Martín, que tardó la friolera de dos años en llegar a su destino, Callao (Perú), tras muchas vicisitudes. Lo que sí parece claro es que a Sebastián Reyes, Francisco de Sotto y Antonio Mercadel probablemente les costase la vida. Los tres fueron cocineros a bordo de barcos del siglo XVIII y todos tuvieron que redactar sus testamentos a la carrera, estando ya ingresados en el Real Hospital de Cádiz “gravemente enfermos”, como rememora Ortega. De nuevo, es ignoto cuándo o de qué murieron, pero esas señas en sus legados testamentarios dan pistas de que sus historias no debieron acabar muy bien. En sus casos, la gesta de ser cocineros de ida y vuelta fue tan heroica como mortal.