¿Es necesario que Uber me traiga la hamburguesa a la playa?

La masificación turística hace que las ciudades dejen de vivir para sí mismas y lo hagan para los forasteros

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

El pasado no es un tiempo; es una forma. Las muescas de lo dolido, las arrugas de lo reído, las influencias fruto de lo compartido y todo lo aprendido año tras año, siglo tras siglo, cristalizan en cada instante y dan al presente, a cada ser, a cada espacio, la consistencia, la textura y la sonoridad que hacen posible diferenciar yo de tú, aquí de allí, esta ciudad de aquella, mi mano de la tuya. El tiempo vivido se muestra en el ahora, tangible, en lo viviente. Está en el calibre de los granos de arena de la playa, en cada manera concreta de hablar, en los colores al vestir, en la colocación de los puestos en el mercado, en las arrugas de las comisuras de los labios, en la inclinación de los árboles, acomodados a un viento concreto, y en lo que tomamos a la hora de la comida.

Cuando el pasado ya no es presente; cuando se desencaja del ahora; cuando ya no forma parte de lo vivo y queda atrás, sin utilidad, caduca deprisa y deviene un trasto, un peso muerto, un estorbo. Para dar salida a este resto existen los langoliers. Ellos se lo comen.

Los langoliers son unas criaturas salidas del imaginario de Stephen King. Aparecen en “Las cuatro después de la medianoche”, un recopilatorio de historias cortas publicado por el rey del terror en 1990. En el cuento al que dan nombre, un avión se desencaja del tiempo. Por alguna razón, en algún momento en pleno vuelo, una de las hebras del tejido temporal se engancha en un ala de la aeronave, la sábana de las horas y los días se arruga, y el aparato aterriza en el mismo escenario del que despegó en el pasado, tan sólo quince minutos después de haberlo hecho, y encuentra un mundo vacío, usado y desechado, en el que todo, minuto a minuto, va perdiendo prestancia y tersura y se difumina: los fósforos no prenden, los licores y los refrescos se desbravan, el combustible no arde, los olores se desvanecen, los sabores se apagan. Ese decorado espera que los langoliers, esferas voladoras de dientes rechinando, que ya rugen en el horizonte, aparezcan y restablezcan la nada devorándolo todo, como trituradores de basura siderales.

El proceso de extirpación del pasado del presente es parecido en todas las ciudades que lo viven. Primero aparecen los turistas, y la ciudad, poco a poco, deja de vivir para sí misma y pasa a vivir para ellos. Atracciones turísticas, pisos turísticos, bares turísticos... los espacios van soltando su pasado y van reformándose hasta que la metrópoli se convierte en un decorado. Luego, se gentrifica: el turista vuelve a casa con la buena nueva del paraíso recién descubierto, “¡albricias!”, y la internacionalización del mercado inmobiliario hace el resto. El vecino es desplazado por inversores con un bolsillo más holgado, pasa de ser habitante a aborigen, y finalmente, a ser expulsado. En la ciudad no queda nadie con pasado en ella. La lengua propia es arrinconada por el inglés corporativo internacional y el ecosistema culinario, desertizado, foodificado, ahora huérfano de aquellos que lo cultivaban y le infundían significado, acaba metamorfoseado en una extensión gastronómica de la terminal de aeropuerto más cercana. Una cocina sin historia.

Llegados a este punto, todo lo que dotaba la ciudad de carácter, de identidad, de textura, de forma, se desencaja de ella y se convierte en pasado muerto, en lastre. En el último acto vienen los langoliers y se la comen.

Los siguientes nombres susceptibles de aparecer en el menú de la cena de estos roedores de espacio-tiempo son la playa de Can Pere Antoni en Mallorca, la d’En Bossa en Ibiza, la de Llevant y la de San Juan en Alicante, Port Sa Platja en Valencia, la playa de las Canteras en Gran Canaria, la playa de la Concha en San Sebastián, Lloret de Mar en Girona, la playa de Villananitos en Murcia, y Praia de Samil en Vigo. Estos, aparte de ser algunos de los lugares más castigados por la masificación turística en España, son, casualmente, los nuevos puntos de recogida estratégicos que Uber Eats ha instalado en las playas del país este verano, y desde los cuales los usuarios podrán pedir y recibir, sin apenas moverse de la toalla, desde hamburguesas, sushi o nachos, hasta crema solar y helados.

Uber Eats no es cambio ni progreso, es sustitución. No es el futuro, sino un paso más hacia la nada; una palanca empujando en favor del desarraigo, camino al sueño húmedo turbocapitalista de una sola gran oferta gastronómica mundial para un solo gran mercado de consumidores anónimos.

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