‘Foodificación’ o cómo un chuletón a la brasa puede transformar por completo la identidad de una ciudad
El fenómeno explica los cambios de los barrios a través de la comida, de sus bares y restaurantes, que se moldean por influencia del turismo y las clases medias: el visitante desconoce la verdadera tradición gastronómica, pero la imagina y el mercado la materializa en un plato
La bistecca alla Fiorentina es un plato tradicional de la cocina toscana. En concreto, y como indica su apellido, es una receta típica de Florencia. El ingrediente principal es un corte de lomo de buey con su hueso, generalmente de la raza Chianina, de un grosor mínimo de cuatro centímetros y un peso de, al menos, 800 gramos. Se cocina a la parrilla, en brasas de carbón, dejando el interior crudo. La sal y la pimienta se sirven en la mesa y se acompaña de un Chianti, uno de ...
La bistecca alla Fiorentina es un plato tradicional de la cocina toscana. En concreto, y como indica su apellido, es una receta típica de Florencia. El ingrediente principal es un corte de lomo de buey con su hueso, generalmente de la raza Chianina, de un grosor mínimo de cuatro centímetros y un peso de, al menos, 800 gramos. Se cocina a la parrilla, en brasas de carbón, dejando el interior crudo. La sal y la pimienta se sirven en la mesa y se acompaña de un Chianti, uno de los tintos con más renombre y fama de la región italiana. Sobre su origen, como sucede con cualquier plato típico, existe mucha leyenda. Una de ellas relaciona la receta con los propios Médici, quienes para celebrar la fiesta de San Lorenzo cada 10 de agosto hacían hogueras y servían este corte de carne a los habitantes de la ciudad. A día de hoy, si damos un paseo por el casco histórico de Florencia, encontraremos toda una serie de restaurantes de aspecto vetusto, a menudo llamados osteria, que exhiben enormes chuletones colgados en su escaparate con el orgullo de ofrecer al turista una buena ración de tradición italiana en forma de experiencia gastronómica. ¿El único problema? Que, en realidad, los florentinos no comían bistecca.
“Es cierto que la bistecca forma parte de la tradición de Florencia, pero aquí se comía muy poca bistecca”, cuenta a EL PAÍS Mirella Loda, profesora de Geografía en la Universidad de Florencia y experta en geografía social, autora del estudio History to eat. The foodification of the historic centre of Florence (Historia para comer: La ‘foodificación’ del centro histórico de Florencia). Principalmente, porque la bistecca era un corte costoso, inasumible para la mayoría de los bolsillos: “En el pasado, no se comía tanta carne y, cuando se comía, solía prepararse muy hecha porque no se tenía la seguridad que fuera fresca y de calidad”. Es la bistecca que se muerde la cola: el interés que los turistas muestran en este plato porque tienen la falsa creencia de que representa la comida tradicional acaba generando una suerte de patrimonio cultural inmaterial donde la ciudad entera rinde culto al chuletón. “Pero es un patrimonio cultural inventado que, sin embargo, ha tomado las calles principales del centro histórico”, apunta Loda.
La bistecca alla Fiorentina ilustra a la perfección un fenómeno llamado foodification o foodificación, una etiqueta que pretende explicar cómo los centros de las ciudades se transforman a través de la comida, de los bares y de los restaurantes, moldeados a su vez por el turismo. “Hemos observado un cambio profundo y funcional en el centro histórico de Florencia que es extrapolable a la mayoría de las ciudades”, explica la profesora de Geografía. En España, podría pensarse en todos esos restaurantes de paellas servidas al turista fuera de la Comunidad Valenciana o en los bares de tapas, de aspecto castizo, situados en los centros de los municipios que lo mismo sirven pintxos vascos o patatas bravas que rabo de toro o tortillitas de camarones. El turista desconoce la verdadera tradición, pero la imagina y el mercado la materializa en un plato.
Por un lado, la foodificación es una simple respuesta a la demanda de los turistas: “Cada vez son más y todos necesitan comer”, explica Loda. Y, por otro lado, es una respuesta a las nuevas formas de turismo, donde los visitantes buscan la experiencia auténtica, tradicional, llamados a hacer aquello que piensan que nadie más hace en una ciudad que está visitando. En la ciudad italiana, ya no es suficiente una visita a la Galería de los Uffizi o a la catedral de Santa María Del Fiore: “La comida se ha convertido en una parte fundamental de la experiencia turística”. Estos dos factores producen un cambio que convierte los centros urbanos en espacios de ocio y consumo. “El centro histórico de la ciudad ha perdido su función residencial, comercial y productiva, y el turismo ha ocupado esos espacios”, añade Loda.
Lo que en un primer vistazo puede parecer una vuelta a los orígenes o una reivindicación de lo local y singular es también una respuesta a las demandas del turismo: “Ahora, en Italia, los restaurantes vuelven a llamarse osteria, una palabra que evoca algo antiguo y tradicional, pero que los italianos ya no utilizamos”, explica la profesora. En España volvemos a encontrar mesones, casas de comidas con nombres de pila en honor a un dueño que jamás existió o tabernas adornadas con fachadas de azulejos de cerámica y barras de mármol blanco que dan aspecto de solera, aunque el local sea nuevo. Una estética de bar de toda la vida donde ya no habitan los vecinos, sino los turistas de dentro y fuera de la ciudad.
Se llama gentrificación, amigo
A 430 kilómetros de la ciudad de Florencia, en Turín, los amigos Paolo Tex Tessarin, periodista político, y Marco Perucca, escritor y músico, estaban tomando unas cervezas en su barrio cuando Perucca preguntó: “Oye, ¿te has fijado que por aquí solo hay sitios para comer y beber?”. Paolo respondió: “Se llama gentrificación, amigo”. Juntos, empezaron a trabajar en un ensayo que vio la luz el pasado febrero titulado Foodification. Come il cibo si é mangiato le città (Foodificación. Cómo la comida se ha comido la ciudad). “Nuestro objetivo es explicar qué ha pasado en Turín”, explican a este medio, “la antigua ciudad de la empresa FIAT que, tras su marcha, está tratando de convertirse en una ciudad elegante y turística”. Cuentan que el proceso de transformación comenzó con los Juegos Olímpicos de Invierno en 2006: “Ahora todos, y aquí nadie está excluido, nos consideramos expertos gourmets gracias a formatos televisivos como MasterChef y nos gusta contar a nuestros amigos nuestras últimas vacaciones en función de los lugares imprescindibles que nos sugiere la Lonely Planet. Pero, ¿cómo cambia nuestro distrito cuando la economía local se basa en el turismo?”, se preguntan.
Ellos lo llaman gentrificación gourmet y lo ilustran a través de lo que sucede en los mercados: “Piensa en un paseo por el mercado local de tu barrio donde sueles comprar frutas y verduras. De repente, muy lentamente, aparecen turistas en busca de ‘lo auténtico’, la experiencia exótica. Entonces, la comunicación también cambia: lo que para ti es comida habitual se convierte ahora en ‘comida tradicional’ (escrita en una pizarra con una sonrisa) que se vende a los extranjeros”. Como consecuencia, explican, los precios aumentan y los locales sufren este aumento. Poco a poco, son reemplazados por un número creciente de turistas que ahora necesitan nuevos servicios: el puesto del mercado agrega un par de mesas para que el turista pueda comer allí, así que el puesto se convierte en un restaurante. La última evolución es la transformación del menú del día en una experiencia gourmet, “perfectamente apta para una foto de Instagram”. En España, ponen como ejemplo de gentrificación gourmet el madrileño mercado de San Miguel o el de la Boquería en Barcelona. Muy poca gente local acude a ellos a llenar su cesta de la compra.
Los centros de las ciudades como parques temáticos
“El impacto de este fenómeno se da a muchos niveles”, explica desde Florencia Mirella Loda. El primero es el más evidente: “Se produce un cambio acelerado de la ciudad en favor del turismo y, sobre todo, de lo que los turistas esperan encontrar”. Bares, restaurantes y terrazas al aire libre: “Desde 2008 hasta 2018, el número de terrazas en el casco histórico de Florencia ha aumentado en un 67%, esto se traduce en una comercialización y erosión del espacio público, que deja de ser libre, puesto que para habitarlo tienes que sentarte en una mesa y consumir”.
En un segundo nivel, y como se busca cada vez más la experiencia individual, generando esta falsa idea de estar “saboreando la verdadera tradición”, se moldea la tradición cultural de la ciudad. “Y, en un tercer nivel, cuando llega a un punto exagerado, destruye por completo la ciudad. Termina convertida en Las Vegas o en un parque temático lleno de estereotipos para el turista”. Loda incide en que el turismo es algo natural, incluso positivo siempre y cuando se pongan medidas: “La administración tiene que buscar un balance entre el turismo y otras funciones de la ciudad que son igualmente fundamentales, como la residencia”.
Sin embargo, la administración local a menudo ve este cambio en los barrios como algo beneficioso: “Ahora está sucediendo en los distritos próximos al casco histórico”, explican los autores del ensayo sobre foodificación, “los urbanistas y el alcalde deciden que determinado distrito necesita desarrollo. Necesita volverse elegante, nuevo y atractivo para los turistas y la clase media local”. El barrio empieza a ponerse de moda. “Los comercios empiezan a alojar pequeñas exposiciones de arte, los medios comienzan a hablar de estos lugares como sitios ‘llenos de vida’ (ignorando lo difícil que era vivir allí hace unos años) y, de pronto, te encuentras rodeado de coctelerías, de bares de cerveza artesanal y de restaurantes modernos”. El proceso es gradual y, al principio, no parece tan malo: “Hasta que tu ferretería se ha convertido en un restaurante estilo industrial y no hay una tienda donde puedas comprar tornillos”. Debido a la elegancia y la belleza del distrito, el precio del alquiler aumenta y los viejos residentes se tienen que ir a vivir a barrios más populares.
En este ciclo sin fin, el turista no es el único culpable: “Si voy al barrio más cool de la ciudad y como en el restaurante de moda, escogiendo un plato especial, sostenible y exótico, lo que estoy haciendo es mostrarle a todo el mundo que tengo cierto nivel cultural y económico: soy parte de la clase media, estoy por encima de todo y te lo muestro a través de las fotos en las redes sociales”, explican los autores del ensayo sobre foodification en Turín. Ya en el año 1998, la socióloga estadounidense Sharon Zukin llamó a este proceso gentrificador “domesticación por un capuchino”. Se refería al momento en el que las clases creativas y burguesas transformaban un barrio humilde tras su llegada y aquello se hacía perceptible a través de las nuevas cafeterías cool que se empezaban a abrir. En la era de las redes sociales, es mucho más fácil mostrar que un barrio es moderno, guay y, por ende, seguro para personas con un nivel socioeconómico similar, a través de una foto subida a Instagram.
“Es importante observar el fenómeno de una manera crítica, pero no de una manera ideológica porque, al final, todos nosotros participamos del mismo fenómeno y actuamos de la misma manera”, explica Mirella Loda, quien reconoce que ella es la primera en enfadarse cuando ve un nuevo restaurante, u osteria, con chuletones en el escaparate en su ciudad. “Al final, el enfado nunca trae soluciones prácticas ni concretas”. Una de estas soluciones pasa por incrementar las actividades sociales y culturales en los centros históricos y sus alrededores, para conseguir que la ciudad no está completamente en manos de la economía turística y, como apuntan Tex Tessarin y Marco Perucca, “que estas actividades no estén siempre relacionadas con el consumo”. Si algo no cambia, son pesimistas: “Ya lo dijo Margaret Thatcher... no hay alternativa si insistimos en seguir viviendo en ciudades dentro de un modelo neoliberal”.