Un barrio que nació en el fango: la historia de Vallecas en el legado de Carmelita Posada

La bailaora tocó la gloria en los años sesenta junto a artistas flamencos como Lola Flores, Tomatito o Rafael Farina y compartió el barro con su hijo Carlos en las chozas donde se instalaban los inmigrantes que llegaban de Andalucía

Carlos y Carmela, en el dormitorio de su piso del barrio de Entrevías (Vallecas).DAVID EXPÓSITO

Incluso en el barro vestía de blanco. Era linda, elegante, con la sonrisa espontánea de quien se siente hermosa. Un pelo negro recogido, los ojos marrones y unas manos desnudas de abalorios y ásperas por el trabajo en la fábrica, que durante los años cincuenta y sesenta tocaron el cielo de París, El Cairo, Beirut o Alepo, cuando con el último repiqueteo de su baile flamenco alzaba los brazos encima del tablao para levantar a un público que se retorcía entre aplausos. Carmen Posada Gómez (Sevilla 1928-Madrid 1997) no aparece en Google. Tampoco su apodo, Carmelita, con el que danzó por el...

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Incluso en el barro vestía de blanco. Era linda, elegante, con la sonrisa espontánea de quien se siente hermosa. Un pelo negro recogido, los ojos marrones y unas manos desnudas de abalorios y ásperas por el trabajo en la fábrica, que durante los años cincuenta y sesenta tocaron el cielo de París, El Cairo, Beirut o Alepo, cuando con el último repiqueteo de su baile flamenco alzaba los brazos encima del tablao para levantar a un público que se retorcía entre aplausos. Carmen Posada Gómez (Sevilla 1928-Madrid 1997) no aparece en Google. Tampoco su apodo, Carmelita, con el que danzó por el mundo con el afán de llenar el “sobre de la felicidad” que diera sustento a su familia: inmigrantes del sur de España que encontraron cobijo entre los escombros de Vallecas. Su legado baila en los recuerdos de quienes la vieron de cerca, y su historia, como la de su hijo Carlos, es la memoria viva de un barrio que nació en el fango.

—Siempre estaba muy lejos de casa, pero veíamos la misma luna. Eso nos unía—, recuerda él al caminar frente al solar abandonado donde vivieron.

Carlos Posada Gómez heredó de su madre las tres primeras letras del nombre y también sus dos apellidos. “En un romance de juventud se enamoró de un gitano guapísimo. Sin embargo, me crio sola. Ella y la abuela Trini, que no era abuela, sino madre”, explica el hombre, de 75 años. “Iba de escenario en escenario para alimentarnos a todos mientras la esperábamos en el barro”.

Carmelita nació en San Bernardo, un barrio cercano al centro de Sevilla junto a la Ronda histórica. Allí, tras los años de la Guerra Civil, conoció al maestro Realito. Con él aprendería los secretos del baile y el cante flamenco. “Pero no el carisma”, dice Carlos. “El arte se tiene que tener criado, no se puede aprender a ser artista”, asegura. En uno de esos viejos trenes que iban hacia el norte, Posada llegó a Madrid en torno a 1946. A los pocos meses, aún como una adolescente despistada, accedió a la compañía teatral de Minerva, su gran puerta de entrada a los escenarios más importantes del momento. Arriba, junto a otros artistas como Tomatito, Lola Flores, Rafael Farina o Porrina de Badajoz, tocaría la gloria. Abajo, la realidad le devolvía a la chabola por los caminos de tierra que conducían hasta la periferia.

Allí esperaban sus hermanos Guillermo, Joaquín y Paco, su madre Trinidad y su hijo. No era un lugar sucio, sino un pequeño habitáculo de 10 metros cuadrados, con el techo imperfecto, sombrío, donde un cabecero de níquel y barrotes relucientes aportaba algo de elegancia. “Una parte para dormir y otra para cocinar”, rememora Carlos. “Las noches de lluvia dormíamos sentados en la cama, sujetando un paraguas para no mojarnos, con el suelo lleno de latas y barreños”, continúa. “La pobreza se superó con dignidad. En la mesa redonda nunca faltaron las patatas con carne y huevo escarchado”, añade. “El pollo, en cambio, se comió cuando hubo posibles. Esa es la historia de Vallecas, la de los que subíamos a Madrid con dos pares de zapatos, unos para el asfalto y otros para el barro”.

Carmelita Posada, en una imagen que Carlos conserva de la etapa como bailaora de su madre. DAVID EXPÓSITO

Cuando el lujo escasea, la camaradería y la unión vecinal son el pan con que alimentarse. “Todo se hacía en la calle. La abuela Trini tenía siempre cinco duros para el que los pidiera y las niñas la buscaban porque les dejaba fumarse sus primeros cigarrillos a escondidas. Luego, cuando Carmelita volvía de hacer las Américas, todos querían que contara cómo era el mundo ahí fuera. Venía y hablaba de caimanes en El Cairo… ¡Nadie sabía lo que era un caimán!”, explica Carlos. A principios de los setenta, los Posada pudieron acceder a una de las viviendas colindantes con el descampado, a cambio de 470.000 pesetas que abonó Carmelita. De la “pobreza a la riqueza”. “Yo nunca había visto un palacio, pero aquello me pareció Buckingham Palace. De pronto era el rey de Madagascar”, comenta.

El único hijo de Carmen Posada camina por las aceras de Entrevías recogiendo los recuerdos de su vida. Es guapo, de rostro afilado: nariz puntiaguda, ojos marrones, la boca pequeña. Habla despacio, con encanto, el mismo que desprende su perfume y su barba recién afeitada. “Soy coqueto, he salido a la Carmelita”, reconoce. Al llegar a la calle de Peironcely, tras pasar delante de la famosa casa fotografiada por Robert Capa, Carlos se detiene en seco:

—¡Mamá!—, grita al cielo.

—¿Qué pasa, nene?—, contesta una voz animosa desde el interior de un primer piso.

Al otro lado de la mampara, su mujer, Carmela Maldonado, le espera para comer unos espaguetis con tomate. No están casados ni son pareja de hecho. Sin embargo, desde que Carlos entrara por azar hace 50 años a la cafetería donde ella trabajaba, nunca se han separado. Con una chaqueta azul cruzada estilo ferroviario, pantalones clásicos y unos zapatos brillantes de color negro, se sentó en la barra a pedir una Coca-Cola. Ella, con su acento sevillano de Triana, lanzó un par de chistes. “Esta sevillana tiene que ser para mí”, le dijo él. Tras varias intentonas, Carmela accedió a montarse con Carlos en un 600 e iniciar un viaje que al cabo de cinco décadas no ha perdido la frescura y que ha dejado por el camino tres hijos: Trini, Carlos y Pili.

Un beso entre Carlos y Carmela. David Expósito

La pobreza quedó atrás cuando ascendieron al piso. Ella ha regentado varios locales de hostelería en el barrio donde introdujo el novedoso concepto de la hamburguesa. Él, por su parte, fue jefe de mesa en alguno de los bingos más importantes en Madrid, como el Pegaso de Arturo Soria. De aquella época conserva unas pequeñas tarjetas publicitarias de los locales con poemas de amor escritos en el reverso que él mismo inventaba para Carmela:

Tengo latidos tan fuertes

dentro de mi corazón

que se me nubla la vista

de imaginar tanto amor

Ahora, ambos como pensionistas, recorren con frecuencia las calles del centro arrastrando un gran altavoz para arrancarse por bulerías en las esquinas más concurridas y sacarse un dinerillo extra. Esta noche, además, tienen actuación en La Reja, un local flamenco por la zona de Nueva Numancia.

Noches de rumba y corazón

A su cita con los escenarios la pareja llega antes que nadie. Hoy será solo un pase de dos canciones, el espectáculo principal pertenece a Juan Lozano, un galán versátil de dilatada trayectoria que combina la música, los chistes y algunos comentarios sobre actualidad. Sentados en las sillas de madera que rodean la pista, Carlos y Carmela se agarran la mano por debajo de la mesa como dos adolescentes, apuran su copa y dan un último repaso a los temas: él prefiere uno más lentito para recrearse y ella algo explosivo para lucir su voz. Rocío, guapa y Te he conocido por tu forma de sentarte son las elegidas. Cuando llega su momento, Carlos estira su camisa blanca y se levanta sin soltar la mano de Carmela. Lozano les presta el micrófono. El dueto lo liderará ella, pero antes de comenzar, ambos miran un pequeño altar donde se intuye la figura de la Virgen del Rocío:

—¡Va por ti!

Carlos, con los ojos cerrados, también se lo dedica por dentro a su madre Carmelita, fallecida a los 69 años por un cáncer. El eco que desprenden los altavoces de la sala hace que se les oiga hasta en el baño, una planta más abajo. Los amigos que les rodean rompen a aplaudir en este reducto del flamenco en pleno corazón vallecano cuando ambos levantan sus brazos.

Fuera, en la plaza de Puerto Rubio el suelo ya no es de barro, pero siguen siendo los inmigrantes quienes la llenan de vida.

Carlos y Carmela, interpretando la canción 'Te he conocido por tu forma de sentarte', en el local La Reja de Vallecas. DAVID EXPÓSITO

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