Tras los pasos del albogue, el único instrumento musical madrileño
La gaita serrana, que ya hacia 1945 estaba en vías de extinción, revive por el empeño del investigador Miguel Nava, que construye nuevos ejemplares e imparte clases para aprender a manejarla
¿Existe un instrumento musical característico de la Comunidad de Madrid? ¿Algún ingenio sonoro acredita partida de nacimiento en este epicentro ibérico de apariencia mesetaria y estribaciones serranas? Habrá quien piense en el organillo, por aquello del chotis y las verbenas, pero qué va: el viejo cachivache del manubrio exhibe pura genealogía alemana. En realidad, el único artilugio al que podemos atribuirle un ADN genuinamente matritense, el que se concibió hace largas centurias por estas tierras y ha llegado hasta el siglo XXI de puro milagro, es un cuerno pastoril humildísimo que responde ...
¿Existe un instrumento musical característico de la Comunidad de Madrid? ¿Algún ingenio sonoro acredita partida de nacimiento en este epicentro ibérico de apariencia mesetaria y estribaciones serranas? Habrá quien piense en el organillo, por aquello del chotis y las verbenas, pero qué va: el viejo cachivache del manubrio exhibe pura genealogía alemana. En realidad, el único artilugio al que podemos atribuirle un ADN genuinamente matritense, el que se concibió hace largas centurias por estas tierras y ha llegado hasta el siglo XXI de puro milagro, es un cuerno pastoril humildísimo que responde al nombre de albogue. Muchos no habrán escuchado siquiera su denominación, ni menos aún el canto asilvestrado que brota de su cuerno de vaca, pero esta especie de trompetilla rudimentaria ha sobrevivido al peso de las centurias y la civilización gracias, sobre todo, al empeño de un músico e investigador entusiasta que supo de su existencia por una auténtica carambola.
Nuestro protagonista responde al nombre de Miguel Nava, nació hace 63 años en el barrio de Tetuán y presume de “identidad barrial y madrileña” como buen hijo de tendero, porque sus padres regentaron durante décadas en la calle de las Margaritas un establecimiento de oferta dispersa (cacharros de cocina, escobas, botijos, tintes Iberia, juguetes) y nombre inequívoco: La Cacharrería. “Yo nací allí, en la trastienda. Literalmente”, proclama con orgullo, “y quizá de ello provenga mi carácter no muy convencional”.
Miguel remató estudios universitarios de Psicología y pudo llevar una vida provechosa, serena y ordenada, pero ya desde quinceañero notó que le atraía demasiado la música, el arte, la bohemia. En cuanto el dictador desapareció del mapa, comenzó a frecuentar las aulas destartaladas de una escuela popular de epígrafe descacharrante, El Berberecho de Estrecho, que gestionaban los vecinos en la calle de Alonso Castrillo con lo que cada cual podía aportar a la causa. “Había varios albañiles segovianos que nos enseñaban dulzaina. También empecé a trastear con el saxo, porque era un instrumento muy útil para aquellos pasacalles que tanto se popularizaron durante el Madrid de Tierno Galván”.
En un pie de página
El veneno melómano ya circulaba en dosis imparables por el flujo sanguíneo de Nava, que acabaría matriculándose en viola en el Conservatorio de Ópera y orillando la psicología como un mero complemento para vincular educación y música en algún proyecto. Pero aún pasarían muchos años hasta que este músico e investigador se tropezara por vez primera con esa palabra de resonancias árabes, albogue, que no había escuchado jamás y de la que, por supuesto, nadie le había hablado en un contexto académico. La encontró en un humilde pie de página, una de esas acotaciones para el lector docto que con tanta frecuencia pasamos por alto. Pero aquella nota ínfima que despertó su curiosidad le ha llevado, un par de décadas después, a erigirse en el único profesor y constructor de albogues de toda España.
“La nota era una referencia a un artículo que el etnógrafo y musicólogo [Manuel] García Matos había publicado en el Anuario Musical del CSIC en 1956. Tuve que acudir a la biblioteca central de la institución, en la calle de Serrano, pero… allí estaba y allí me permitieron fotocopiarlo”, relata. El folclorista de Plasencia (Cáceres) describía a lo largo de 30 páginas una extraña “gaita serrana” muy elemental –apenas una embocadura, una caña de cuatro agujeros y un fragmento de cuerno de vaca a modo de trompetilla– que había descubierto durante sus investigaciones de campo del verano de 1944. Había sido un pastor de La Cabrera ya sexagenario, Faustino Martín Granados, quien le enseñó aquel instrumento tosco y arcaico, pariente sin duda cercano de la alboka vasca.
Lo que Faustino llamaba “gaita” era más bien un cuerno parecido a lo que los músicos árabes catalogan como albuq. Sigue siendo un misterio que un instrumento así se desarrollase y asentara en la sierra norte madrileña, quizá como respuesta autóctona a las dulzainas que bramaban desde la vertiente segoviana, pero nunca se popularizaron por la cara madrileña de la cordillera. Lo cierto es que Martín Granados ya era por entonces, probablemente, el último de los albogueros serranos. Y García Matos intentó aprovechar para extraer de él toda la información posible. Que fue más bien poca.
“La propia afinación del instrumento era indescifrable”, se sonríe ahora Miguel Nava. El profesor García Matos la reproducía en su artículo, no sin advertir: “Acójase con gran reserva esta afinación, dado caso que no hemos podido contrastarla con la de una segunda gaita siquiera”. El investigador pidió al cabrero que le tocase cuantas piezas supiera interpretar con el albogue, pero su catálogo se reducía a dos: una Navideña con aires de villancico y una especie de improvisación muy florida que don Manuel transcribió de puño y letra al pentagrama y a la que adjudicó el título de Bucólica.
En 1989, los entonces jovencísimos integrantes de La Musgaña, banda pionera en la escena folclórica madrileña, localizaron un albogue y quisieron aprovecharlo como elemento singular en su segundo disco, El paso de la estantigua. Aparece en un Rondón del pueblo de Chapinería y en las Carnestolendas de Guadalix de la Sierra, dos piezas también rescatadas por García Matos a lo largo de sus andanzas por los pueblos madrileños. “Pero era un instrumento inestable, precario, casi pesadillesco”, se sonríe el zanfonista Rafa Martín, integrante por entonces de aquel grupo. “El albogue lo tocaba Enrique Almendros, pero el pobre lo pasaba fatal: se desafinaba a los pocos minutos, era incontrolable”.
La gran revolución que ahora enarbola Miguel Nava pasa por modernizar un instrumento en vías de extinción y mejorar su funcionamiento. Los cerca de 20 albogues que ha fabricado están afinados en Re menor y son fiables para su utilización profesional. Los elabora, siempre por encargo, en el taller que el luthier especializado en albokas José Antonio Martínez Osés regenta en Otazu (Álava), y luego les da los últimos remates en un chamizo habilitado en el jardín de su domicilio, en Las Matas (Las Rozas). Ahí, a vuelta de torno, añade adornos o elementos singulares a cada una de sus creaciones. Ha abandonado la madera de higuera, la más habitual en la elaboración campestre, por la de granadillo o palosanto, mucho más sólidas. Incluso ha desarrollado por su cuenta un hermano mayor del instrumento, al que denomina albogón y que suena una cuarta más grave, en La menor.
Todos los martes, Miguel coge el coche desde Las Matas hasta el Centro de Humanidades Sierra Norte, en La Cabrera, para impartir las únicas clases de albogue que se ofrecen en el mundo. Sus alumnos, hasta un total de ocho, son apasionados por la tradición folclórica a los que les intrigó el aire atávico y pintoresco del único instrumento autóctono de Madrid. Ninguno es músico profesional –hay un agente forestal, un bombero, un jardinero, algún jubilado–, pero sus progresos resultan evidentes. Sobre todo en el caso de Ana Martínez, trabajadora social y su discípula más aventajada, que ya se sube al escenario, junto a Nava y Rafa Martín, para ofrecer conciertos didácticos sobre la figura del folclorista Manuel García Matos y esa rara, basta y ruda cornetilla que Faustino, el pastor de La Cabrera, le confió en el ya remoto verano del 44.
“Me acabó atrapando la idea de transmitir música e identidad”, concluye Nava. “Quería desempolvar un sonido y un repertorio propios de la región madrileña. Siento envidia del respeto y el ahínco con que se investiga en materia folclórica en el País Vasco o en Cataluña. Por eso me empeñé en que el albogue no acabase como una mera curiosidad arqueológica, colgado en la pared de algún museo. Es un instrumento humilde, pero ese sonido áspero, rústico y primario transmite una fuerza que te conecta instantáneamente con la tierra”. De pronto, recuerda algo, abre el ordenador y encuentra una cita de El Quijote cuya literalidad no quería confiar a la memoria: “En casa de alboguero, todos son albogueros”. ¿Cómo íbamos a dejar morir un instrumento inmortalizado por Cervantes?
García Matos por la sierra, un periplo de película
La figura del profesor de música Manuel García Matos apenas es conocida más allá de Plasencia, su villa natal, pero el alcance de sus investigaciones etnomusicológicas en distintos puntos de la península le convierte en el equivalente español del estadounidense Alan Lomax, el mayor recopilador de canciones populares del siglo XX. Recién acabada la guerra, el cacereño obtuvo plaza como profesor de Folclore en el Conservatorio de Madrid y recibió el encargo del Instituto Español de Musicología para que recogiese in situ las músicas tradicionales propias de la región madrileña. Su intuición le llevó a sospechar que la sierra norte, más aislada y singular, encerraría los mayores tesoros en cuanto a canciones de transmisión oral. Y se embarcó en una aventura de la que seguimos desconociendo muchos detalles, pero que arrojó un fruto abrumador: un Cancionero popular de la provincia de Madrid que acabaría publicando en tres tomos, entre 1951 y 1960, y que comprende más de 800 composiciones.
Poco sabemos sobre los pormenores. Ni siquiera estamos seguros de si García Matos emprendió la aventura en solitario o disponía de algún chófer o ayudante en aquel trasiego frenético de un pueblo a otro. Presumía de ser un hombre “apolítico”, por lo que el régimen franquista no dudó en respaldar con entusiasmo aquellos trabajos. Y la reciente digitalización de sus fichas del trabajo de campo, con partituras y anotaciones de caligrafía primorosa, le han permitido a Miguel Nava reconstruir, al menos, el itinerario preciso que siguió el maestro.
La misión comenzó el 28 de julio de 1944 en Somosierra. Aquel primer verano, el investigador viajó de casa en casa, sin un solo día de descanso, hasta el 13 de septiembre en El Molar, cuando, ante la inminencia del comienzo del curso académico, cesó en su empeño. Pero, a sabiendas de que le quedaban rincones por visitar, el 13 de julio de 1945 volvió a hacer las maletas, se personó en San Agustín de Guadalix y peinó hasta el 2 de agosto una franja de territorio que le había quedado pendiente, desde Pedrezuela a Cabanillas de la Sierra, Robledillo de la Jara o Fuente el Saz, final de aquella segunda expedición.
El etnógrafo visitó más de 50 localidades o pedanías serranas, con lápiz y papel como únicas herramientas de trabajo. Aún sin disponibilidad de magnetófono, el profesor extremeño pedía a los viejos del lugar que le cantasen y él anotaba directamente sobre el pentagrama aquellas músicas centenarias que corrían el peligro de haberse perdido para siempre.
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