De qué lado está Madrid
Nunca está muy claro de qué parte está la capital, donde la noche acaba volviendo a todos los gatos pardos y una fuerza centrípeta pone rancios los panes.
En las fotografías antiguas de Madrid hay que prestar atención a los carteles fijados en las paredes para comprender cuál es exactamente el estado de ánimo de la ciudad en cada momento: debía de ser francamente impresionante caminar por la Puerta del Sol en 1936 y, en el mismo lugar donde Netflix anunció hace nada la segunda temporada de Narcos, con una lona negra sobre la que se podía leer “Oh Blanca Navidad”, encontrarse gigante la efigie de José María Gil Robles diciendo: “Estos son mis poderes. Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande”.
En la foto del Madrid pres...
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En las fotografías antiguas de Madrid hay que prestar atención a los carteles fijados en las paredes para comprender cuál es exactamente el estado de ánimo de la ciudad en cada momento: debía de ser francamente impresionante caminar por la Puerta del Sol en 1936 y, en el mismo lugar donde Netflix anunció hace nada la segunda temporada de Narcos, con una lona negra sobre la que se podía leer “Oh Blanca Navidad”, encontrarse gigante la efigie de José María Gil Robles diciendo: “Estos son mis poderes. Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande”.
En la foto del Madrid presente hay, desde hace muy poco, una lengua de tierra que une en un contínuum el monumento a Cervantes con los jardines de Sabatini, junto al Palacio de Oriente. Ahora que existe ese bello paseo parece imposible que alguna vez no hubiese existido, pero no se confíen: podría desaparecer, porque esta ciudad, donde nada excepto el instinto de supervivencia es permanente, cuando le conviene es del Atleti y cuando quiere del Rayo; cuando le viene bien es capital del Orgullo y cuando le resulta rentable bastión homófobo.
Ahora mismo, frente al Teatro de la Latina, unos carteles gigantes anuncian las próximas fechas de Barón Rojo justo al lado de otros que pregonan las actuaciones previstas para el barcelonés Alizzz. El rabioso rock heavy de unos melenudos que no renuncian a los pantalones ajustados ni aun con artrosis en los dedos, frente a los sonidos electrónicos pero melancólicos de un chaval que jamás ha cogido una guitarra eléctrica, va por la vida con un sombrero de pescador y acaba de posar en un photocall con el regazo lleno de grammys. A un lado del ring, el pasado, al otro, el futuro. ¿O es al revés?
Nunca está muy claro de qué parte está Madrid, donde la noche acaba volviendo a todos los gatos pardos y una fuerza centrípeta pone rancios todos los panes. Pasan los años, las décadas, la vida, y aunque los gurús de la modernidad y las revistas de tendencias cíclicamente nos cuenten que por fin en esos barrios de la periferia a los que nadie va nunca a hacer turismo ha arrancado un nuevo movimiento vanguardista ejecutado por valientes jóvenes hijos de otras culturas, siempre acaban apareciendo en la Gran Vía carteles que anuncian homenaje a Sabina en no sé qué local o actuación de Raphael en el Palacio de los Deportes.
De hecho, cualquiera de los dos podría perfectamente inaugurar con un concierto multitudinario la majestuosa explanada de la nueva plaza de España, cuya reciente reforma se anuncia en carteles por toda la ciudad. A nadie le extrañaría si ambos cantaran a medias con C. Tangana, ese chico de Carabanchel que ha intentado transformar en modernidad suprema el cocido del Lhardy, los tablaos flamencos, los asadores de El Pardo y las peinetas de carey. En Madrid uno nunca sabe si tiene delante tolerancia, indiferencia o sátira y quién va a acabar devorando a quién.
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