Fue cerca de la medianoche cuando lo vimos. Volvíamos a casa desandando Alcalá después de quedar con unos amigos. Todavía no hacía frío, creo que estábamos por encima de los veinticinco grados. Por eso nos pilló de sorpresa. Yo había leído algo del tema pero me había parecido demasiado inverosímil. Increíble. Una aberración incluso. Y de pronto él: un operario con chaleco fluorescente de esos que debes llevar de noche para que todo el mundo sepa que existes. Trajinaba subido a una escalera extensible que nacía en una furgoneta como la antena de un insecto gigante. De la furgoneta, que tenía la...
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Fue cerca de la medianoche cuando lo vimos. Volvíamos a casa desandando Alcalá después de quedar con unos amigos. Todavía no hacía frío, creo que estábamos por encima de los veinticinco grados. Por eso nos pilló de sorpresa. Yo había leído algo del tema pero me había parecido demasiado inverosímil. Increíble. Una aberración incluso. Y de pronto él: un operario con chaleco fluorescente de esos que debes llevar de noche para que todo el mundo sepa que existes. Trajinaba subido a una escalera extensible que nacía en una furgoneta como la antena de un insecto gigante. De la furgoneta, que tenía las puertas delanteras abiertas, salían los tonos poderosos de un rock duro y viejo que claramente estaba por encima de los decibelios que debía tener cualquier música en una noche pausada como aquella.
Al principio pensamos que estaba talando las ramas de los árboles. Pero no había ningún ruido de sierra, no había ruido de nada, solo la música, nuestros pasos y el lejano rumor de un coche parado en un semáforo. Y después lo vimos: en sus manos no había ningún objeto dentado sino pequeñas bombillas unidas por un cable. Él trataba de engancharlas entre las ramas pero estas estaban aún demasiado llenas de hojas verdes y la tarea no era tan fácil como podría haber sido en otoño. Colocar las luces de navidad en verano, además de absurdo, resultaba complicado. La excusa oficial es que Madrid es tan grande que se necesita mucho tiempo para engalanarla entera. Pero, en el fondo, hemos sacado las luces de navidad porque nos sentimos desamparados.
El ser humano necesita asideros a los que agarrarse, no puede vivir constantemente al borde del precipicio, andando por una cuerda que se balancea y que se ensancha y se estrecha y que además resbala. Así es como llevamos viviendo desde hace un año y medio. El futuro siempre ha sido imprevisible. Forma parte de su naturaleza. Si el futuro fuera esperable empezaría a llamarse pasado. Y aún en el pasado, de vez en cuando, hay cosas que todavía nos sorprenden. Los humanos precatástrofe sabían que el capitalismo se derrumba cada cierto tiempo y hay crisis cíclicas. Sabíamos que si no conseguiríamos parar el calentamiento global, habría consecuencias irreversibles. Sabemos que vamos a morir y esa es precisamente la mayor certeza que tenemos y la que más humanidad nos insufla. Lo que no sabíamos era que podríamos morir de pronto, sin aviso. No éramos del todo conscientes de nuestra fragilidad. Por eso, en medio de la incertidumbre, los rituales recobran su valor. A lo mejor en unas semanas nos embarcaremos en una nueva oleada de covid. A lo mejor el bicho muta (eso es, más bien, una nueva certeza). A lo mejor nos encierran. Pero a los madrileños no nos van a robar la Navidad. Un operario con chaleco reflectante que escuchaba música rock el primer sábado de septiembre se ha ocupado de que así sea. Pase lo que pase, las bombillitas brillarán en Alcalá. Y eso es una certeza. Probablemente, una de las pocas que los que mandan estén en condiciones de ofrecernos.
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