Espacios vecinales que resisten
Cubren necesidades ahí donde la administración no llega, algo más que probado durante la pandemia cuando improvisaron redes de reparto de comida, de cuidado y despensas solidarias
Okupados, cedidos por el Ayuntamiento, alquilados a un propietario privado, itinerantes. La forma administrativa de habitar el lugar es diferente, pero el alma del proyecto es la misma: generar espacios para que los vecinos lleven a cabo acciones que contribuyan a mejorar el barrio. Cubren necesidades ahí donde la administración no llega, algo más que probado durante la pandemia cuando improvisaron redes de reparto ...
Okupados, cedidos por el Ayuntamiento, alquilados a un propietario privado, itinerantes. La forma administrativa de habitar el lugar es diferente, pero el alma del proyecto es la misma: generar espacios para que los vecinos lleven a cabo acciones que contribuyan a mejorar el barrio. Cubren necesidades ahí donde la administración no llega, algo más que probado durante la pandemia cuando improvisaron redes de reparto de comida, de cuidado y despensas solidarias que más de un año después continúa funcionando. Incluso a pesar de los esfuerzos de actual Gobierno municipal, que ya ha cerrado varios centros de participación ciudadana desde que tomó posesión (como La Gasolinera en Salamanca, el Solar Maravillas en el Centro, el EVA de Arganzuela, la Casa de Cultura en Chamberí o el Salamandra en Moratalaz). Estos son algunos de ellos.
La Piluka, dos décadas de lucha
El CSA (Centro Social Autogestionado) la Piluka es historia de Madrid. Nació hace 21 años en el corazón del barrio del Pilar, en el viejo local de dos plantas que alquilan por cerca de 10.000 euros al año y que antes ocupaba “el bar más punki del barrio, un antro total”. Lo cuenta Pablo Rude, de 30 años, miembro de la asamblea de coordinación, que ha escuchado estas historias de boca de sus padres, las personas que articularon los valores democráticos “de base” que defiende este maestro de audición y lenguaje. “La democracia no es votar cada cuatro años, es esto, es participar”, explica. “Democracia directa y horizontal”, desde el barrio para el barrio porque “la administración no llega porque no quiere llegar”. Un hecho que comprobaron durante la pandemia y que activó a los miembros de la Piluka. En marzo de 2020 organizaron una despensa solidaria que llegó a repartir comida a unas 600 personas del barrio y que todavía funciona porque la necesidad persiste.
“El objetivo de la Piluka es tejer redes en el barrio de manera colectiva, ofrecer una alternativa de ocio y de conocimiento gratis”. Es una forma de vida. Y todo autogestionado, una manera de organización que les funciona desde hace más de dos décadas gracias a las cuotas de los socios, que aportan entre 12 y 50 euros al año y que les permiten mantenerse independientes, aunque no del todo. “Siempre que hay un gobierno más de derechas se nota en la actividad cotidiana, ponen muchas más trabas con los permisos para organizar actividades, reducen las subvenciones para el fomento de asociacionismo. Además, no cuentan para nada con espacios como la Piluka para el día a día en el barrio”, afirma Rude.
La Traba, okupan y resisten
Para el espacio social La Traba, la okupación es una razón de ser. “Nosotros estamos en contra de la propiedad privada, no vamos a okuparle la casa a una familia jamás, pero a grandes bancos y fondos de inversión, sí. Entendemos que son el mal y hay que combatirlos, y una manera de hacerlo es quitarle sus espacios”, explica Raúl Rivero, de 33 años, uno de los miembros implicados en el proyecto desde el principio.
El celador y estudiante de historia, recuerda el primer espacio que okuparon en 2007: un gran complejo de 4.000 metros cuadrados en Legazpi, Arganzuela, el distrito del que no se han movido desde que surgió La Traba con el fin de dar cabida a las iniciativas vecinales. Construyeron el BMX más grande de Europa (parque de acrobacias para bicicletas) y un estudio donde grabaron las voces del underground madrileño más relevantes como a los raperos Natos & Waor o a Jairfaiter. “Todo autogestionado, sin ningún tipo de inversión”, recuerda Rivero. También lograron atraer a otras organizaciones del barrio: miembros de las AMPAS empezaron a pasarse con sus hijos y también las asociaciones de vecinos. “En La Traba había desde familias con niños pequeños hasta ancianos de 70 años”.
Pero el espacio que okupaban fue comprado por un fondo de inversión en 2014 para construir viviendas de lujo y fueron desalojados. “De ese día yo tengo una imagen grabada: una de las puertas de los laterales de La Traba defendida por una fila de unos siete niños con sus bicicletas y sus padres detrás. Ya habíamos ganado, habíamos tocado el corazón del barrio”, explica Rivero.
Un año después okuparon el antiguo cine de Candilejas, en el barrio de Delicias, que llevaba cerrado desde hace más de una década y allí se mantienen desde entonces. Aunque no por mucho tiempo. Ya han recibido el primer aviso de desalojo. “No nos preocupa que nos cierren las puertas, la Junta de Distrito sabe que volveremos a okupar, esto es una opción de vida”.
El Ocho de Villaverde, el espacio más joven
Quedaba exactamente un año para que llegara la pandemia cuando un grupo de personas alquilaron un local que llevaba cerrado 12 años para crear “un espacio de encuentro de luchas sociales y vecinales”. Lo llamaron El Ocho, el número de la calle Eduardo Minguito en Villaverde Bajo donde se instalaron, y comenzaron el proyecto para “construir colectivamente un distrito mejor”. Lo cuenta Imanol de 32 años, encuestador telefónico y miembro de la asamblea.
En el Ocho se organizan actos vinculados con los problemas del distrito, como los narcopisos o las casas de apuestas. La Covid-19 instó a los activistas a volcarse en necesidades más acuciantes del barrio: la red de cuidados y las clases de apoyo escolar para alumnos de la ESO y Bachillerato. “Aquí muchos chavales viven en casas pequeñas sin internet, donde estudiar y hacer los deberes es complicado, por eso nosotros habilitamos el espacio y la conexión a quien lo necesite”, explica Imanol.
Como acaban de aterrizar en un barrio poco acostumbrado a estos lugares, muchos vecinos aún se acercan a preguntar qué es eso de un centro social. Imanol responde: “Un lugar para proponer, para implicarse, fuera de las dinámicas burocráticas y de los circuitos institucionales, para construir un barrio alternativo y más cerca de las preocupaciones y necesidades de los vecinos que lo forman”. Además, un espacio necesario, quizás ahora más que nunca. “Es evidente que ha habido un retroceso estos últimos años para el tejido vecinal del distrito que lleva décadas de lucha; la institución ha pasado de reunirse con las asociaciones y de atender a sus demandas”, critica Imanol. “Además hay un desprecio institucional hacia las redes de cuidados que han estado acompañando a los vecinos, es una forma de hacer política contraria al tejido vecinal”, añade.
La Villana de Vallecas: pensar desde el sur
Hace ocho años, cuando el ciclo de movilizaciones abierto por el 15-M se encontraba en su máximo apogeo, un grupo de personas del Centro Social Seco -otro espacio mítico de Vallecas-, comenzó a diversificar su actividad. Los que optaron por otro modelo cruzaron el puente del distrito y se instalaron en una casita baja de dos plantas del número 35 de la calle Montseny, en Nueva Numancia. Así surgió la Villana, un modelo basado en el acompañamiento, el apoyo mutuo y la solidaridad.
Sus ejes de actuación más importantes (que siguieron funcionando durante la pandemia) son la despensa solidaria, el Orgullo vallekano (“menos mercantilizado y más reivindicativo”), la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y el dispositivo más longevo de la Villana: las clases de castellano para migrantes. Organizan también una “escuelita” para los hijos de las familias de la PAH. “Las asambleas de vivienda aquí son muy numerosas porque el problema es muy grave, por eso ideamos la escuela para que los peques hagan sus tareas de refuerzo escolar mientras sus padres están reunidos”, comenta José Luis de la Flor, investigador de relaciones internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid de 45 años y uno de los miembros de la asamblea.
La razón de ser de la Villana es resolver los problemas desde la periferia, porque consideran que las dificultades aquí son distintas a las del centro de la ciudad. “Un caso evidente es el Covid y los conflictos que ha dejado a la vista en los barrios del sur: segregación, metro colapsado, sobrecarga en la atención primaria o la falta de acceso a una vivienda digna”, explica de la Flor.
Espacio Bellas Vistas, por la multiculturalidad
El barrio de Bellas Vistas de Tetuán es singular. Es aquí donde está la famosa calle Topete y sus cámaras de videovigilancia (aunque no está entre las zonas de la capital con más delincuencia), es conocido como Pequeño Caribe porque acoge a una importante población de origen latino y es también una de esas zonas relegadas por la Administración como se comprobó durante las labores de limpieza tras el temporal Filomena.
“Ni zonas verdes, ni instalaciones, ni nada: el gran olvidado de Tetuán”, afirma Juliet Delate, trabajadora social de 37 años. Fue a ella a quién se le ocurrió la idea: crear un espacio distendido para fomentar la buena convivencia en el barrio. “Bellas Vistas tiene la dificultad de que es un barrio obrero con una población autóctona cada vez más mayor; los alquileres aquí son más bajos que en otras zonas, por lo que los nuevos vecinos son muchos migrantes y ese choque cultural ha creado un ambiente de difícil convivencia, de fricción”. Ella tenía una hipótesis: los conflictos entre personas ocurren porque en realidad no se conocen, por lo que es necesario crear un espacio de encuentro.
Comenzaron organizando las fiestas populares en el barrio durante tres años consecutivos (hasta que llegó la pandemia) que funcionaron tan bien para reunir a los vecinos que Delate decidió trasladar esas sinergias a una nave de carpintería en la calle Almansa. “Parte del éxito del espacio se lo debemos a la pandemia que ha generado una oleada de solidaridad sin precedentes y ha fomentado las relaciones de cercanía”. Para los vecinos, este lugar es necesario porque “gobierne quien gobierne” no hay hueco para los vecinos en los centros culturales del Ayuntamiento de Madrid.
El modelo de la FRAVM, la asociación vecinal La Flor
La Flor lleva presente en el barrio de El Pilar desde finales de los 70, una buena carta de presentación. Se trata de una asociación vecinal adscrita a la FRAVM que compartía espacio con La Piluka hasta que en 2017 consiguió que el colegio público Guatemala, cerrado desde hacía años, se convirtiera en un centro comunitario tras el convenio firmado entre la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento. La Flor presentó su proyecto a la Junta de Distrito y consiguió la cesión de uso de un espacio autogestionado dentro del colegio, ofreciendo a cambio organizar y gestionar la biblioteca.
La Flor organiza actividades de ocio y coordina Onda Violeta, la radio comunitaria que emite online. Desde la llegada de la pandemia que puso de manifiesto otras necesidades en el barrio, La Flor abrió el grupo que más esfuerzo demanda: la oficina de derechos sociales y apoyo mutuo comunitario. “Viene a ampliar y a formalizar lo que ya hacíamos en nuestra red de apoyo: asesoramiento legal, apoyo escolar, vivienda social, despensa solidaria…”, explica Carmen Espinar, socióloga de 69 años, que lleva 20 años vinculada a este movimiento vecinal. “La seña de identidad de este espacio es apostar por la participación de los vecinos en la toma de decisiones colectivas en el ámbito público”, indica Espinar. “Aquí estamos implicados”, puntualiza.
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