El huerto después del virus
La demanda de parcelas de Huertos Montemadrid ha subido un 166% tras la pandemia. Y sigue creciendo
Hay un lugar al sur de Madrid donde tiras de unos hierbajos… ¡y sale un ajo! Los calabacines aparecen como por arte de magia de entre las grandes hojas de unas plantas bajas. Y los tomates explotan en otras que se atan a unos palos de madera. Es muy increíble, sobre todo si uno está acostumbrado a ver las hortalizas brotar de las mesas de los supermercados, rodeadas de plástico y poliuretano. Resulta que los alimentos nacen de la naturaleza, aunque no parezcamos darnos cuenta.
Prodigios como estos suceden en sitios como los ...
Hay un lugar al sur de Madrid donde tiras de unos hierbajos… ¡y sale un ajo! Los calabacines aparecen como por arte de magia de entre las grandes hojas de unas plantas bajas. Y los tomates explotan en otras que se atan a unos palos de madera. Es muy increíble, sobre todo si uno está acostumbrado a ver las hortalizas brotar de las mesas de los supermercados, rodeadas de plástico y poliuretano. Resulta que los alimentos nacen de la naturaleza, aunque no parezcamos darnos cuenta.
Prodigios como estos suceden en sitios como los Huertos Montemadrid, de la fundación homónima (la misma que promueve La Casa Encendida), dentro del centro escolar Ponce de León (donde ponen especial atención a los alumnos sordos). Un vergel semioculto a la sombra del mastodóntico hospital Doce de octubre, en una zona atravesada de carreteras y bloques de ladrillo visto. Entra uno en estos 7.000 metros cuadrados y parece que está a muchos kilómetros de la ciudad y no en el distrito de Usera: en eso que los urbanitas llamamos “el campo”.
En Madrid hay muchos huertos urbanos desde un bum que tuvo lugar hace algunos años (el 15M y el interés por lo agroecológico sirvieron de caldo de cultivo para muchas de estas iniciativas). Parece que viene otro bum, al menos en estos huertos Montemadrid, donde la demanda ha aumentado notoriamente tras la pandemia. De las 30 parcelas ocupadas antes del virus, ahora hay unas 80, una subida del 166%, y creciendo. “Después de la presión del confinamiento la gente tenía ganas de volver a contactar con la naturaleza, de socializar de otras maneras, de estar al aire libre”, dice Alba Grediaga, responsable de este espacio.
En estos huertos se arrendan parcelas pequeñas o grandes (de 17 o 25 metros cuadrados) a particulares o asociaciones (la iniciativa Cultiva tu amistad), y también las utilizan los chavales del colegio. Para mantenerlas funcionando se da empleo a personas con discapacidad. “En la pedagogía infantil es importante que se enseñe a cultivar, que se enseñe a apreciar la tierra”, explica Grediaga, mientras nos ofrece un orondo fresón de esos que no saben igual que los de los supermercados. Quizás así logremos nuevas generaciones más comprometidas con la conservación del entorno.
Saberes tradicionales
Y no solo en la pedagogía infantil. Aquí también se promueve el ocio sostenible, las cosechas ecológicas, el gusto por la buena alimentación y la transmisión de saberes tradicionales que la mayoría de la población ya ignora. “Hay un conocimiento que se está perdiendo, es importante que volvamos a estar en contacto con los ritmos de la naturaleza, que volvamos a las raíces”, dice Juan Carlos Aguiar, de la Fundación 26 de Diciembre, dedicada las personas mayores LGTB, que tiene aquí varios huertos. Aguiar recientemente vio en la televisión cómo le preguntaban a unos jóvenes de dónde venían las patatas. “Respondían que vienen del McDonald’s”, dice entre divertido y horrorizado.
Los miembros de las asociaciones participantes aprenden a cultivar hortalizas, pero también a cultivar las relaciones: un huerto no solo tiene que ver con la agricultura, sino que es una forma de socializar con otras personas, en estos tiempos en los que parece que la principal y casi única forma de socializar es tomar cañas en una terraza (las tasas de asociacionismo en España son muy bajas comparadas con otros países del norte de Europa). Otras asociaciones participantes son la Fundación Tomillo, la Fundación Betesda, la Asociación de Vecinos Barrio Moscardó o la Fundación Triángulo.
No solo se cultivan hortalizas, también hay una parcela donde explotan las flores. Las cultiva Silvia Francoli una italiana atómica que trabaja en unas líneas aéreas y va desde su casa hasta el huerto pedaleando en una bicicleta verde con una cesta donde transporta flores y verduras. “Todo el mundo me mira por el barrio”, dice. Lleva en esto desde noviembre y nota que cada vez hay más hortelanos, como si la gente, tras la pandemia, hubiera entendido la importancia de cuidarse. “Yo creo que en la vida no solo hay que alimentar el cuerpo, sino también el alma”, dice. Ya se consideraba conectada con la naturaleza, pero desde que acude al huerto ha aprendido muchas cosas más sobre cómo crecen las flores. “Tengo una vida laboral algo caótica, con muchos viajes, y en este rincón secreto encuentro algo de orden y paz”.
De escombreras sin uso a huertos
Estos terrenos estaban antes degradados, eran escombreras sin uso. “El suelo era malísimo, hubo que sacarlo adelante”, explica Pedro Rubio, coordinador de Medio Ambiente de la Fundación Montemadrid. “Pero la tierra es muy agradecida: si la cuidas, la mimas, si no la utilizas solo como soporte sino como un elemento más de la agricultura, ese suelo, trabajándolo y trabajándolo, se va enriqueciendo”. Ahora se ve un suelo fértil con cierta densidad de cultivos que crecen sin estrés.
Aquí y allá vecinos y asociados con sombreros, pantalones cortos y gafas de sol doblan las lumbares ante la naturaleza. Es un trabajo duro, pero no imposible: lo importancia es la constancia. Para mantener un huerto en condiciones es preciso comparecer entre dos y tres veces a la semana, durante dos o tres horas. “Es increíble cómo crecen los calabacines”, dice el vecino Alfredo Mingorance, un jubilado que lleva trabajando esta tierra poco tiempo, desde después de la borrasca Filomena (que, por cierto, causó graves destrozos en este espacio que todavía están reparando). Su hija venía aquí y él la ayudaba hasta que se enganchó. Está feliz con su nueva faceta hortelana: “Esto tiene una fuerte vertiente terapéutica”, cuenta, “viene uno aquí y se le pasa la mañana volando: las preocupaciones se disuelven”. Hace meses que no necesita comprar verduras.
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