Elijan bando
Mientras jóvenes y no tan jóvenes lanzan sus mascarillas al aire como si fueran los birretes de una graduación, las abejas de bata blanca siguen trabajando para salvar vidas de mayores y no tan mayores
A menudo, para poner algo en su sitio es necesario perderlo. Es, al romperse una pareja, cuando una de las partes se da cuenta de lo mucho que quería a la otra y lo poco que hizo para conservarla; en invierno cuando más se echa de menos el verano; en el interior cuando más falta el mar y en la enfermedad cuando se descubre hasta qué punto es importante la salud, sin la cual es imposible disfrutar de lo demás.
La única ventaja de un año espantoso, apartados por decreto de casi todo lo que nos hace felices, debiera ser esa: poner cada cosa en su sitio, es decir, valorar con precisión y ca...
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A menudo, para poner algo en su sitio es necesario perderlo. Es, al romperse una pareja, cuando una de las partes se da cuenta de lo mucho que quería a la otra y lo poco que hizo para conservarla; en invierno cuando más se echa de menos el verano; en el interior cuando más falta el mar y en la enfermedad cuando se descubre hasta qué punto es importante la salud, sin la cual es imposible disfrutar de lo demás.
La única ventaja de un año espantoso, apartados por decreto de casi todo lo que nos hace felices, debiera ser esa: poner cada cosa en su sitio, es decir, valorar con precisión y calibrar con el peso justo lo que es importante y lo que no. Y sin embargo, 14 meses después, sigue habiendo quien no ha entendido nada. No hay, en las imágenes de la estampida tras levantarse el estado de alarma ni memoria ni aprendizaje.
Más de un año después no puede hablarse de inconsciencia porque para eso tendría que faltar información y los medios de comunicación han proporcionado abundantes relatos de los estragos de la covid en residencias de ancianos, en familias, en médicos exhaustos. Lo intentó de nuevo Carles Francino — ¡bienvenido!— este lunes en su regreso a La Ventana de la cadena SER, a la que dejó de asomarse durante 47 días. El periodista expuso su vulnerabilidad ante los micrófonos para ofrecer, una vez más, información de servicio: cómo se fue a casa un día “cabreado como una mona”, tras haber mantenido contacto estrecho con un contagiado; cómo pensó que era “una medida exagerada” y que a él no le podía tocar, porque es “deportista y fuerte”; cómo se equivocó, “porque este puñetero virus no entiende a deporte, ni a razones, ni a nada”; cómo a los cinco días tuvo que ingresar de urgencia en el hospital; cómo el bicho le provocó un ictus; cómo perdió la voz, masa muscular, seis o siete kilos; cómo él salió, pero aquel contacto estrecho, un pariente muy próximo, murió el 12 de abril, y otra familiar se recupera “muy lentamente” de las secuelas tras pasar más de un mes en la UCI.
No hay que aplaudirles cada día a las ocho de la tarde, hay que respetarles
Pidió Francino, emocionado, un homenaje a médicos y enfermeros, “ese enjambre que no para nunca” para que el oyente se pusiera en el lugar de quien oye los botellones desde una UCI. Mientras jóvenes y no tan jóvenes lanzaban sus mascarillas al aire como si fueran los birretes de una graduación, las abejas de bata blanca seguían trabajando para salvar vidas de mayores y no tan mayores, muy conscientes de que aún no hemos obtenido el título en inmunidad. No hay que aplaudirles cada día a las ocho de la tarde, hay que respetarles.
El único animal que tropieza dos veces en la misma piedra es perfectamente capaz de volver una tercera y parece empeñado en que haya una cuarta ola de contagios. Sigue librándose una batalla contrarreloj entre la inteligencia —capitaneada por los científicos que fabricaron en tiempo récord la vacuna y los que las administran— y la estupidez humana —de los que siguen comportándose como si fuera posible desentenderse de una palabra que empieza recordando que concierne a todos: pan-demia—. Elijan bando.
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