Indómitas

Yo nací en una estirpe en la que el matriarcado ha sido la ley universal. En todas ellas pienso, por todas ellas celebro, por todas ellas sigo

Una mujer ucrania celebra con el puño en alto.Dimitar Dilkoff (AFP)

Nací en un país en el que el 8 de marzo es fiesta nacional. Fue Aleksándra Kolontái, marxista, feminista y primera mujer del mundo en ocupar un ministerio, la que consiguió que el 8 de marzo fuese considerado día de fiesta en la Unión Soviética. Con los años, eso sí, el toque reivindicativo y revolucionario se fue degradando hasta casi desaparecer. Ahora mismo, en los países exsoviéticos por la fecha las mujeres reciben flores y regalos que p...

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Nací en un país en el que el 8 de marzo es fiesta nacional. Fue Aleksándra Kolontái, marxista, feminista y primera mujer del mundo en ocupar un ministerio, la que consiguió que el 8 de marzo fuese considerado día de fiesta en la Unión Soviética. Con los años, eso sí, el toque reivindicativo y revolucionario se fue degradando hasta casi desaparecer. Ahora mismo, en los países exsoviéticos por la fecha las mujeres reciben flores y regalos que premian, celebran, congratulan su, es hasta incómodo de escribir, feminidad.

Pero yo nací en una estirpe en la que el matriarcado ha sido la ley universal. Hasta el verano pasado, cuando mi bisabuela decidió dejar este mundo en un tiempo cruel, cada mes de agosto transcurría en su casa, en un pueblo costero ucraniano dejado de la mano de los políticos. En esa casa, entre esas paredes centenarias encaladas, nos refugiábamos del sol y de los berreos de la modernidad bajo la parra silvestre que cubre el patio. Nos reuníamos cuatro generaciones de mujeres, mi bisabuela, mi abuela, mi madre y yo, sangre de nuestra sangre, cada una de su madre y de su padre, cada una con un carácter indómito que tardaba en explotar exactamente dos días en forma de disputa. Normalmente la bronca era siempre hacia tu primera superiora en el árbol genealógico: yo me peleaba con mi madre, mi madre con mi abuela, mi abuela con mi bisabuela y luego, entre tilas y valerianas, entre lágrimas, las otras intentaban que hiciéramos las paces. En esa cadena de consanguinidad nos llevábamos todas 20 años entre nosotras. Una cadena que yo decidí romper para disgusto de mis superioras, y dejar al árbol sin más frutos.

Ellas me enseñaron a pensar y a ser libre por mi propia cuenta y riesgo

Hace unos días, cayó en mis manos el último libro de la genial escritora Karina Saiz Borgo, ‘El tercer país’. Fue leyendo esas páginas cuando más me acordé de esas reuniones femeninas a cuatro generaciones. Fue en Visitación, Angustias y Consuelo, sus protagonistas, en las que vi ese carácter fiero e ingobernable, capaces de defender su parcela de tierra con dos bidones de gasolina y una escopeta. Salvando las distancias espaciales, su régimen matriarcal me recordaba al gabinete veraniego en el que aprendí los valores más importantes de la vida. Donde ellas me enseñaron a pensar y a ser libre por mi propia cuenta y riesgo. Donde se habló de los divorcios que firmaron. Donde se habló sin censura sobre los abortos que todas ellas decidieron tener. Donde mi bisabuela, nacida en los años treinta del siglo pasado, de vez en cuando preguntaba sobre por qué no me casaba y yo podía recordarle que ella pasó el doble de tiempo viuda, es decir, soltera, que casada. De ella heredé el coraje y una pequeña hacha con la que dormía por si alguien se atrevía a entrar en su casa de noche. Porque una mujer para saber estar sola debe aprender a no ser insensata.

Mi propia estirpe de mujeres. Mis referentes. En todas ellas pienso, por todas ellas celebro, por todas ellas sigo. A vuestra salud, queridas.

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