La bandera como amuleto místico

La manifestación del sábado, tan rojigualda, resultaba difícil de interpretar

El secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, montado en un autobús durante la congregación de coches y motos.Joaquin Corchero (Europa Press)

Nunca había asistido a una manifestación tan exigente con el espectador, tan filosófica, tan difícil de descifrar. Había muchas banderas de España, todas las banderas de España del mundo, pero no se veían pancartas, ni consignas, ni demandas. Era, pues, una manifestación inmanente, metafísica, lo inefable de Wittgenstein, lo que no se puede decir, solo mostrar: lo místico. Era una España mística y espiritual, muy castellana. Una manifestación ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Nunca había asistido a una manifestación tan exigente con el espectador, tan filosófica, tan difícil de descifrar. Había muchas banderas de España, todas las banderas de España del mundo, pero no se veían pancartas, ni consignas, ni demandas. Era, pues, una manifestación inmanente, metafísica, lo inefable de Wittgenstein, lo que no se puede decir, solo mostrar: lo místico. Era una España mística y espiritual, muy castellana. Una manifestación que se manifestaba a sí misma.

Por la calle Serrano bajaba un río de lava rojigualda, como escupida por un volcán muy antiguo. Hacerla en coche fue buena idea: colapsa el espacio público en el Barrio de Salamanca y genera mucho jaleo. Emite su buena dosis de CO2, que no se ve pero que calienta el planeta, como el invisible mensaje sabatino calentó el país.

“¡España es… España, esto es España!”, gritaba un señor, emitiendo un juicio analítico kantiano, una tautología. Era, en efecto, una manifestación tautológica. Lo que decía era: aquí estamos, vean ustedes. La palabra España, la bandera, es un comodín para la derecha ultramontana: no dice nada, pero lo dice todo. Si hubiésemos colocado a un marciano en la Puerta de Alcalá no hubiera sabido decir si aquello era una muestra de apoyo al gobierno, una protesta, una verbena popular o la celebración del Mundial.

Tanta bandera hacía doler los ojos, y mira que es bonita la bandera; eso sí, la enseña nacional se mostraba en plenitud de variedades: con escudo y con aguilucho, con toro y con casco espartano, con símbolos legionarios. Menos mal que el blanco de las banderas carlistas permitía aliviar la vista (es un decir).

La palabra España, la bandera, es un comodín para la derecha ultramontana: no dice nada, pero lo dice todo

Había pieles bronceadas, pocos calcetines, buenas dentaduras, la inevitable melenita liberal-conservadora (cuidada-descuidada, moderna pero rancia). Había ropa buena, un Porsche, un Hummer, chavalas demasiado vociferantes para su clase social. Tres motoristas en formación, Capitanes España con la capa patria, levantaron el brazo en saludo fascista para que les hiciese una foto, y aguantaron un buen rato hasta que la hube tomado. Como me puse nervioso, la foto no salió. Eso sí, les mostré el pulgar en señal de OK: hay fascistas muy amables.

Cuando llegué a Colón descubrí la nave nodriza de las infinitas banderas. El banderón que ondea en aquella plaza (ondear es un decir, pesa mucho), un banderón que, como el mapa de Borges, podría cubrir el territorio entero. Por fin lo entendía: de aquella enorme bandera nacían por mitosis el resto de banderitas que los manifestantes portaban, era el núcleo irradiador, el paciente 0, el Wuhan de aquella absurda pandemia vexilológica de fin de semana.

Se conoce que la derecha no está acostumbrada a hacer manifestaciones, que no tiene cultura de protesta, por eso salieron a decir algo, y se olvidaron de decirlo (si es que tenían algo sensato que decir). Algunos se habrán sorprendido de que el gobierno no se derrumbase al día siguiente, después de agitar tanto amuleto.

Sobre la firma

Más información

Archivado En