Madrid, desahucio de vida

La ciudad ruge su silencio en medio de la tensa calma, obedientemente recluida en su estado de alarma

La ciudad prácticamente vacía a consecuencia del cierre de tiendas y el servicio de hostelería por el coronavirus. En la imagen, una persona pide en la calle de Serrano.©Jaime Villanueva

Con el salvoconducto de la perra, podemos pasear un poco más. Como si lo supiera, desde hace dos días, Lula insiste a menudo en bajar a la calle. Y esa obligatoria costumbre que muchas mañanas, cuando apenas ha amanecido y muchas tardes, cuando cae la tarde, molesta, estos días se agradece. Como es una caprichosa Schnauzer pequeña y está ya vieja a sus 14 años, nunca avisa hacia donde piensa tirar. Pero ha querido más o menos seguir el rastro de este puñado de fotografías.

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Con el salvoconducto de la perra, podemos pasear un poco más. Como si lo supiera, desde hace dos días, Lula insiste a menudo en bajar a la calle. Y esa obligatoria costumbre que muchas mañanas, cuando apenas ha amanecido y muchas tardes, cuando cae la tarde, molesta, estos días se agradece. Como es una caprichosa Schnauzer pequeña y está ya vieja a sus 14 años, nunca avisa hacia donde piensa tirar. Pero ha querido más o menos seguir el rastro de este puñado de fotografías.

Desde Tirso de Molina, se plantó esta mañana en la Plaza Mayor. Debió llamarle la atención el silencio que apenas acompañaba la pericia que se dan con la escoba los barrenderos. También le pudo extrañar que nada presagiaba el bullicio de los vendedores ambulantes, ni los gritos perfumados en alcohol de quienes abandonan los after a horas inciertas tras un largo sábado de excesos.

Nada. Calma. Apenas dos taxis y algún Uber rompían con su coreografía móvil en blanco y negro la línea del silencio que reinaba en la vía pública. Ya por la Plaza, el rojo herreriano de las fachadas andaba a punto de desteñirse de tristeza. El caballo de Felipe III había aminorado el paso. Los adoquines parecían también alisarse para que las pisadas de los ínfimos viandantes y las patas de Lula se sintieran más cómodos entre el entorno. Los balcones querían lucir blancos abiertos en canal y los soportales volvían transparente la penumbra e invitaban a resguardarse a quienes anduvieran por ahí despistados en su propia soledad.

Pero la sensación grave, donde más se hace visible, es en los inmensos espacios desiertos, como la pasada mañana de domingo, en la abandonada Plaza Mayor. Por los alrededores, Madrid se despertaba sin aromas de churros ni chasquidos de tazas y platos de café en los bares. Lula tiró de repente hacia Sol, sin duda inquieta por no sentirse incómoda entre el barullo de las maletas que dejan los turistas con su trajín mañanero. Peor le parecía esta desconcertante sensación de campo abierto en pleno asfalto, tomada por los policías municipales. Sobre todo cuando la tarea de vigilar para ellos no será ardua, porque quienes van a provocar desmanes estos días son los fantasmas. Y bien es sabido que no están sujetos al estado de alarma.

Lula nunca había querido desplazarse tan lejos de casa. Con sus bigotes colgando y su estampa de toro en miniatura, no sabe lo que es sortear multitudes en el kilómetro cero. Tampoco le interesa lo más mínimo. Pero quienes a menudo se adentran en el torrente plagado de cuerpos que es la calle Preciados caen en la cuenta de la presente desolación. Cuando las papeleras ganan protagonismo y los maniquíes aguantan el tirón, bien vestidos, como clones que ocupan el lugar de todos nosotros, lo mejor es echar a correr. No encontrarás obstáculos pero está prohibido hacer deporte. Una pregunta sí cabe plantear a la autoridad: ¿logrará la serenidad vencer a la angustia para que frene nuestra estampida?

Por supuesto. Claro. ¿De qué vais? Nos la jugamos. En la energía atrapada y concienciada de esta reclusión autoimpuesta residen los síntomas de la resistencia. Ya hemos dado ejemplo otras veces. Sin que apenas nadie lo ponga en valor, hemos sufrido males como muy pocos. De ahí, nuestra alegría. Blandimos armas para sentirnos más juntos sin que se nos permita acercarnos a menos de un metro. Por ejemplo, el desconcierto tiene cita para desahogarse todas las noches a las ocho, cuando estamos citados para salir al balcón con el propósito de vitorear a todos aquellos que mantienen el pulso callado de este encierro, entregados sin límite a nuestro cuidado. Suyo es el reino, ahora.

Antes, de día, nuestra reclusión, nos permite junto a Lula cruzar la frontera del barrio disimilando, como si fuéramos vecinos de todas partes, para prolongar con pasaporte el paseo. Así todo, la perrita comienza a apretar el paso con una visible urgencia de regreso. Cree que ya hemos abusado quizás demasiado de las prebendas. Desiste de olisquear: prefiere volver a casa. Traspasar Cibeles hacia el barrio de Salamanca es pedirle demasiado. Sobre todo con el Retiro cerrado por orden municipal.

Militares de UME, Unidad Militar de Emergencias patrullan por la Puerta del Sol para que quede gente por las calles a causa del coronavirus.©Jaime Villanueva

A media mañana bajamos por la calle de Segovia. En una fachada nos topamos con un hombre lisiado, que espera paciente el milagro de cualquier caminante para que le deje limosna casi sin inmutarse. Es una línea de cruce valleinclanesca con mascarilla.

La estirpe de las criaturas de Velázquez y Goya cruzadas con los pordioseros de Buñuel y los secuaces de Max Estrella. Nada ni nadie puede ni debería retirarles de la calle, como un señero reflejo cóncavo de nosotros mismos.

El viaducto, desde abajo, traza su punto de fuga hacia el silencio de la ciudad. Parece sostener los pilares de nuestra moral con su sólida geometría de cemento armado. Lula hace bien en entretenerse esta vez. Al fondo las nubes y los relámpagos escoltan una alucinante puesta de sol. Gotas de agua, truenos y un ocaso que vence la oscuridad y nos alumbra. Es la tozuda imagen del apocalipsis en pugna con la esperanza.


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