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Los tradicionales chiringuitos arroceros del paseo marítimo de Valencia cambian de piel: serán más ligeros y modernos

Empieza la renovación de una docena de arrocerías, herederas de los antiguos merenderos sobre la arena, en la playa de la Malva-rosa

Un grupo de familias plantaron entre los años 50 y 60 del siglo pasado los primeros merenderos o chiringuitos en la arena de la Malva-rosa, la playa urbana por antonomasia de los valencianos...

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Un grupo de familias plantaron entre los años 50 y 60 del siglo pasado los primeros merenderos o chiringuitos en la arena de la Malva-rosa, la playa urbana por antonomasia de los valencianos, para surtir, primero de refrescos y más tarde de tapas y arroces, a las familias que pasaban el día junto al mar. En los 90, con la construcción del paseo marítimo de la ciudad, cambiaron la arena por el pavimento del paseo y se convirtieron en los restaurantes y arrocerías típicas que son hoy día. Ahora, la docena de estos establecimientos que siguen en pie, gerenciados por la segunda o tercera generación de los fundadores, cambian de piel y sustituirán las viejas construcciones de hormigón por otras modulares, más ligeras, de aluminio y cristal y con capacidad para más comensales.

La Malva-rosa, que tan bien retrató el escritor Manuel Vicent en una de sus novelas, es una playa urbana de fina arena dorada, bien comunicada por transporte público y muy frecuentada por los valencianos y ahora también por el turismo nacional y extranjero. Tiene un kilómetro de largo y 135 metros de ancho, con zonas recreativas para los niños e instalaciones deportivas desmontables para jugar al vóley o al futbito cuando el sol afloja. A solo unos metros de la arena se levantan desde hace décadas una docena de restaurantes donde tomar bebidas bien frías acompañadas de tapas o de paella.

El trasiego de gente en la zona es lo habitual. “Ya era hora de que los cambiaran porque el exterior es feo. Creo que en alguno de ellos se debería cuidar más la limpieza. Me fijo mucho en eso”, apunta Jaime, que suele correr por el paseo algunas mañanas. Teo, de 72 años, otro habitual del barrio, suele tomarse de vez en cuando un aperitivo y una “paellita” pero huye de los fines de semana porque de marzo a octubre suele haber mucha gente. A Javier, repartidor de bebidas en la zona, comer en esos establecimientos le parece caro, pero a Raquel, de 29 años, vecina de El Cabanyal, le parece importante que haya una mayoría de locales de gastronomía local, en lugar de franquicias.

La renovación de estos edificios, concesiones públicas del Ayuntamiento de Valencia, se fraguó hace casi una década pero se ha ido retrasando por cambios en el diseño para ajustarse a las recomendaciones de Costas —demarcación con la que los hosteleros mantuvieron un pulso por la extensión de sus terrazas—, y para obtener la licencia de obras del Ayuntamiento —que tuvo incluso que cambiar el plan de ordenación de la zona—, dado que se trata de una reforma integral. Costas exigía unas construcciones sostenibles, que disminuyeran el efecto barrera. “Presentamos hace 10 años el proyecto al Ministerio [los chiringuitos están sobre el dominio público marítimo-terrestre y ahora se va a dar el pistoletazo de salida”, cuenta José Miralles (51 años), propietario del restaurante La alegría de la huerta y presidente de la asociación que engloba a todos estos negocios. “En la mayoría de locales seguimos las mismas familias desde hace más de medio siglo”, explica.

En los años 90, cuando se inauguró el paseo marítimo de Valencia, pasaron de atender a los clientes en merenderos sobre la arena, a hacerlo en construcciones levantadas sobre el cemento del paseo y con aspecto más de restaurante que de lo que se entiende por chiringuito. “Hemos aguantado durante muchísimos años y los últimos han sido muy, muy duros, sobre todo por la precariedad de las instalaciones. La cercanía al mar estropea mucho más rápido los edificios y hemos tenido que invertir a pesar de los tropezones últimos [las danas, la covid], con la incertidumbre sobre el nuevo proyecto. Esa inseguridad ha sido dura de sobrellevar. Aun así, por suerte, vamos a mantenernos aquí, vamos a abrir unos locales nuevos que serán un cambio de piel para el paseo marítimo de la playa de la Malva-rosa”.

Miralles destaca que hacen un cambio de siglo en todos los sentidos, pero “salvaguardando nuestra cultura, que es por lo que la gente nos elige” y dando vida a los poblados marítimos de la capital. “Mantener esto ha costado mucho porque vienen muchas franquicias con ganas de invertir aquí y hoy por hoy solo hay una”, añade Miralles. Para el hostelero, la Malva-rosa es una playa popular y familiar a la que, obviamente, cada vez vienen más turistas. “Por las noches, los vecinos siguen sacando las sillas a la fresca cerca de los restaurantes”, recalca. Incluso hay familias que conservan la dinámica de los antiguos merenderos; es decir, vienen a almorzar y ya no se marchan hasta las seis de la tarde.

Los nuevos edificios responden a la arquitectura modular y los están construyendo ya en el polígono industrial de Almussafes la empresa valenciana InHaus. La implantación se realizará en una sola jornada, a lo largo de la cual el nuevo edificio quedará colocado sobre una cimentación de hormigón. A partir de ahí se ejecutarán los trabajos de conexiones, acabados y detalles técnicos finales, explica la empresa. En total, el periodo de cierre de cada restaurante durante esta transición rondará los tres o cuatro meses, frente a los mínimos 18 meses que requeriría una obra tradicional en el mismo emplazamiento. La inversión prevista en cada uno de estos nuevos edificios, según el presidente de los hosteleros, está entre los 800.000 y el millón de euros y correrá íntegramente a cargo de cada concesionario.

La operación de renovación empezará, salvo imprevistos, en torno al 22 de septiembre con el derribo del restaurante El Bobo, fundado en 1966 por una familia de Serra, un municipio del interior a 30 kilómetros de la playa. Javier Arnal (60 años), dueño de la arrocería junto a su hermano Vicente, explica que se mejora en la capacidad de los comensales porque se habilita la primera planta, ahora almacén, para un comedor con unas vistas al mar privilegiadas. “Serán edificios de más envergadura que están diseñados respetando los criterios medioambientales y el uso de energías renovables para la iluminación o el aire acondicionado”, explica Arnal. Los edificios serán más permeables y las cocinas y los baños, más grandes. Todos serán iguales en su exterior pero por dentro cada uno le dará su toque, explica. Los Arnal, que ya han cerrado el local ante el inminente derribo, tienen previsto ponerlo de nuevo en marcha en marzo de 2026 porque la arquitectura modular permite precisamente acelerar la construcción.

En torno a la renovación flota un aura de nostalgia pues la mayoría de hosteleros fundadores han fallecido. “Queremos hacerles un reconocimiento, un homenaje expreso a nuestros padres que padecieron lo indecible para tener unos negocios de temporada, sin agua potable y luz al principio, que había que montar y desmontar cada año, y que no van a poder ver esta nueva etapa”, subraya Arnal.

“Ahora las instituciones tienen que acompañarnos. Que los jardines, el pavimento, el alumbrado o los contenedores de residuos del paseo se mejoren. Tenemos al final de la avenida el Museo Blasco Ibáñez y me fastidia que el Bus turístic se dé la vuelta en el hotel Las Arenas y no llegue hasta el final de la Malva-rosa. No se entiende”, reivindica Miralles.

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