El rico pasado y humilde presente de las pasas
La producción de estas uvas era la principal actividad económica de la comarca alicantina de La Marina en el siglo XIX y ahora solo persiste una fábrica
En la segunda mitad del siglo XIX, tres o cuatro barcos cargados de pasas de moscatel salían cada día del puerto de Denia y alguno más del de Xàbia (Alicante). Zarpaban con destino a Francia, Inglaterra e incluso Estados Unidos. La producción de estas uvas era la principal actividad económica de las alicantinas comarcas de La Marina y se extendió hacia las centrales. En las últimas semanas, como ocurre desde hace años, varias asociaciones han recreado el proceso de L’Escaldà, la técnica probablemente de la época romana que acortaba el secado al sumergir previamente unos segundos la uva ...
En la segunda mitad del siglo XIX, tres o cuatro barcos cargados de pasas de moscatel salían cada día del puerto de Denia y alguno más del de Xàbia (Alicante). Zarpaban con destino a Francia, Inglaterra e incluso Estados Unidos. La producción de estas uvas era la principal actividad económica de las alicantinas comarcas de La Marina y se extendió hacia las centrales. En las últimas semanas, como ocurre desde hace años, varias asociaciones han recreado el proceso de L’Escaldà, la técnica probablemente de la época romana que acortaba el secado al sumergir previamente unos segundos la uva en calderas para provocar unos cortes en su piel y favorecer el secado al sol. Pero más allá de la recuperación de esa memoria, en la zona no queda apenas nada de esa actividad. Solo una empresa seca y comercializa aún un producto que fue el oro negro de la agricultura del siglo XIX.
“Nosotros hacemos pasas desde siempre. Mis bisabuelos ya hacían”, cuenta Ovidi Mas, responsable de Frutos Secos La Pansa, de la pequeña localidad de Llíber. “Ahora somos los únicos en la comarca de La Marina con licencia para producir y distribuir. La hacemos como se ha hecho siempre pero ahora es un producto con una salida bastante limitada. Los clientes habituales son la gente que la conoce. Vendemos en Alicante, Valencia y algo en Barcelona”, explica. Afirma orgulloso que no hay comparación entre su sabor y el de otras variedades y lamenta que los huesecillos propios de la uva hagan que no se elija de forma mayoritaria para la repostería como antaño. “Es bueno que no se olvide, que la gente del pueblo lo recuerde pero a escala comercial yo solo no voy a ningún sitio. Si no hay más gente no se abre el mercado”, lamenta.
Algo mejor, aunque no mucho, le ha ido al otro gran foco de producción de pasas en España, la comarca malacitana de La Axarquía. Allí hubo campañas a final del XIX durante las que se exportaron 13.000 toneladas, pero en los últimos años la producción total amenaza con bajar ya la barrera de las 2.000 toneladas.
Los primeros
El comercio de pasas comenzó a ser importante en ambas zonas en la época andalusí. Entonces ya diferenciaban las “de sol” de Málaga y las “escaldadas” de Denia. El crecimiento siguió en la Edad Media y, de hecho, hay un registro de Joanot Martorell, el autor del célebre Tirant lo Blanch, pagando una deuda con pasas. Pero la revolución llegó a finales del XVIII cuando la floreciente expansión de la repostería hizo de la pasa un producto muy apreciado. La ruta a Marsella fue de las primeras que funcionó y después los plumcakes y puddings ingleses hicieron el resto. Los cultivos se ampliaron y se hicieron bancales donde parecía imposible.
El auge cambió por completo Denia, que pasó a tener servicio de telégrafo y de gas, a ver circular libras esterlinas y francos y a acoger viceconsulados. Se ensancharon calles para recibir carros, se abrieron líneas de ferrocarril con el mismo propósito, se construyeron almacenes e incluso un nuevo muelle en el puerto (el de la pansa). Igual que ocurrió con el puerto de la vecina Xàbia. También se creó una industria auxiliar, de las cajas de madera en las que iban a los cromos con que se acompañaban. Tal fue la importancia que durante décadas existió un boletín de la Exportación de la pasa valenciana que recogía precios y noticias.
“Los grandes armadores controlaban el negocio”, cuenta Ximo Bolufer desde el museo de Xàbia. “Normalmente tenían también tierras y hacían sus pasas pero también compraban por lo tanto ponían el precio. Luego embarcaban y exportaban. Como siempre, hubo quien se hizo rico, otros hicieron dinero y otros sobrevivían. Aquí se decía y aún se dice anem a la renda (algo así como vamos a mil) porque era la única renta monetaria para muchos agricultores porque el resto eran intercambios de productos”, explica.
A principios del XX, la plaga de la filoxera, el estallido de la Primera Guerra Mundial, la nueva competencia de Grecia y Turquía y, sobre todo, la apuesta de la industria repostera por pasas sin huesos se aliaron para iniciar un imparable declive.
Arquitectura y memoria
No obstante, la huella que dejó aún perdura en la arquitectura de la zona, especialmente con los riuraus, los singulares porches de amplias arcadas que se construyeron para proteger de la humedad nocturna y de la lluvia los cañizos en los que se extendían para su deshidratación. Qui té pansa, té dansa, se decía por el trasiego que suponía. “Si algo hace singulares a estos pueblos es la arquitectura que dejó”, asegura Bolívar. La prueba de la expansión que tuvo es que el riurau más grande que se conserva es el de Massarrojos, un pueblo muy cercano a Valencia.
La rehabilitación de estas estructuras ha sido una pieza clave en la recuperación de la memoria. En el de Jesús Pobre todos los domingos se celebra un mercado de productores locales. El impulso de esta entidad local de Denia fue clave en la declaración en 2018 por parte de la Generalitat de L’Escaldà como Bien de Interés Cultural Inmaterial. También allí se hace una multitudinaria fiesta anual para recordar ese singular proceso, que reduce por tanto los riesgos de la lluvia y que fue una gran ventaja competitiva.
La asociación Els Pòrxens de la vecina Pedreguer también tiene su fiesta, más modesta pero con el mismo objetivo. “Lo enfocamos desde el punto de vista lúdico”, apunta Pasqual Costa, uno de sus socios. Como se hace desde hace años, ellos también sustituyen por sosa el llejiu, un producto que se fabricaban antes las propias familias con las cenizas del sarmiento y en el que se hervía la pasa unos segundos.
“Todo el mundo hacía pasa, así que el recibimiento a estas iniciativas es muy bueno. La gente mayor lo recuerda y nos cuenta sus experiencias y muchos jóvenes lo ven por primera vez”, señala. También enseñan que quien no podía tener un riurau se las ingeniaba con el bou. “Es una estructura de madera, una especia de tienda de campaña en la que los cañizos que estaban secándose en el sequer se apilaban separados por un pilón”, explica. Porque todo el mundo hacía pasas y había que buscarse la vida.