Por fin, el gran día del martín pescador
13 años después de la primera cita fracasada, gran jornada de observación del precioso pajarillo, secreto esplendor de los arroyos
El tesón y la paciencia de los pajareros son infinitos. Ahí estábamos el otro martes, casi 13 años día por día después de la última vez, en el mismo sitio húmedo, tratando de nuevo de observar un martín pescador, la joya viviente de nuestras aves, “el secreto esplendor de los arroyos” (Tennyson). “Esta vez sí, seguro, bueno, casi seguro”, me había dicho Pedro R., el mismo instigador de la fracasada expedición más de una década antes. Primavera de 2011. Acababan de matar a Bin Laden, la sobrina nieta de Himmler estaba en Barcelona (y cenábamos juntos), fallecía Patrick Leigh Fermor, y los anima...
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El tesón y la paciencia de los pajareros son infinitos. Ahí estábamos el otro martes, casi 13 años día por día después de la última vez, en el mismo sitio húmedo, tratando de nuevo de observar un martín pescador, la joya viviente de nuestras aves, “el secreto esplendor de los arroyos” (Tennyson). “Esta vez sí, seguro, bueno, casi seguro”, me había dicho Pedro R., el mismo instigador de la fracasada expedición más de una década antes. Primavera de 2011. Acababan de matar a Bin Laden, la sobrina nieta de Himmler estaba en Barcelona (y cenábamos juntos), fallecía Patrick Leigh Fermor, y los animalistas lloraban, dándola por muerta, a la elefanta del zoo, Susy, que, sin embargo, la muy tozuda, sigue viva.
Aquella vez Pedro nos citó para ir a su escondite pajaril en la riera del Tenes en Lliçà d’Amunt y acudimos al reclamo del kingfisher el ornitólogo José Luis Copete y yo. Pasamos un montón de horas y no vimos nada. Una decepción total. Desde luego, Pedro ha tardado en recuperarse de la infausta jornada (des) emplumada, y mira que le perdonamos de corazón. Al fin y al cabo, qué culpa tiene uno de que no comparezca un pájaro. No perdimos el contacto: de vez en cuando recibía mensajes suyos interesantísimos sobre la gran culebra bastarda que vive en casa de su hermano en l’Ametlla de Mar. “Tenemos que resarcir aquel fiasco, Copete me atormenta con ello”, me escribía. La naturaleza siempre da segundas oportunidades, decía o podría haber dicho Thoreau.
Y por fin, el WhatsApp: “En 2 semanas salen las crías de martín, en función de si los padres los expulsan o no, ¿quieres venir?”. Pedro seguía, tantos años después, con su observación y ahora tenía toda una familia de martines pescadores localizada (llamaba a los padres “los Roper”, pues no son parejas muy bien avenidas y la hembra le da mucha caña al macho). Era una oportunidad única (otra vez). Y yo estaba leyendo —lo que me pareció de buen agüero, claro— The kingfisher, de Rosemary Eastman, un clásico, en una primera edición de 1969 (Harper Collins) que había encontrado de pura chiripa en París, en los buquinistas del Sena. Los Eastman, Rosemary y su marido Ronald (no confundir con los Roper), son famosos por haber documentado el martín pescador común Alcedo atthis (la única especie en Europa) en su filme The private life of the kingfisher. Descubrieron muchas cosas. Que cierran los ojos cuando se zambullen, así que pescan a ciegas. O que la hembra le obliga a hacer muchos túneles al macho antes de elegir el que le gusta.
Me preocupó que Copete se desvinculara rápidamente de la nueva convocatoria, claro que él está muy ocupado con su ruiseñor iraní, Kordiyeh (tras la ceremonia en Mashhad han celebrado la boda civil en Barcelona). Así que como acompañantes escogí a mi hija Berta y su novio, Álex, contagiados de mi pasión ornitológica. Era una forma de resarcir a Berta por incumplir la promesa de mostrarle un martín pescador hace 13 años (aunque en cambio la llevé al Sónar). En el ínterin, juntos, Berta y Álex, han observado en Tanzania el martín pescador malaquita, un martín Premium pero que no es lo mismo; por no decir que ella vio un ornitorrinco durante su estancia en Australia. Vamos que ya no está en edad de metértela en el bolsillo con la granja de los pinypon. Me sorprendió que ambos se mostraron encantados de participar en la expedición. El reclamo mágico de Alcedolandia, como dice Pedro. El anhelo de esa avecilla que significa tantas cosas.
En un día gris que amenazaba lluvia y tras un madrugón de aúpa, aparcamos junto al Bonpreu de Lliçà d’Amunt, que ya es lugar exótico para arrancar un safari. Allí nos recogió en su 4 X4 Pedro. No nos habíamos visto desde la frustrada aventura anterior, pero seguía tan amable como lo recordaba. Condujo un rato y luego caminamos por el bosque —no dejó de señalarme un árbol con un nido de pico menor— hasta llegar al borde de un arroyo donde estaba emplazado el hide, el escondite. El lugar era el mismo de hace 13 años, pero, caramba, el alojamiento había mejorado de lo lindo. Ya no era una tienda sino una sólida construcción con un aire de casamata japonesa de la Segunda Guerra Mundial en Iwo Jima; solo faltaban las ametralladoras y el retrato del general Kuribayashi. Nos acomodamos dentro, en unas sillas de tijera. Pedro retiro las cañas de delante del mirador, un largo ventanal que arrojaba vistas sobre un plato rectangular con pececillos dispuesto para atraer a los martines pescadores y un palo ahorquillado para que se posaran y lo usaran de atalaya. En segundo plano se veía el arroyo y detrás la orilla elevada donde las aves habían excavado, nos indicó, el agujero con túnel que les sirve de nido. “Estoy más nervioso que vosotros”, dijo nuestro anfitrión antes de marcharse porque tenía que recuperar un erizo y no sin advertirnos de que al último visitante se le había colado una comadreja en el refugio.
Bueno, ya estábamos. A esperar. “Para ver aves hay que volverse parte del silencio y entregarse a la aventura de la paciencia”, señalan Jürgen y Thomas Roth, autores de Nuestra amiga la avefría, en la sugerente Crítica de las aves (Cielo eléctrico, 2022). Es cierto, pero qué bien nos hubiera sentado un café. Pasó así una hora, y nada. Pintaba fatal. Un petirrojo se paseaba ante nuestras miradas como si se burlara. Tanto mirar me parecía estar en un recodo de aquel viejo juego de mesa de Educa, La gran cacería.
Los martines pescadores, normalmente difíciles de ver excepto como una veloz exhalación brillante sobre el agua, una ráfaga de azul, no están en peligro en Cataluña, aunque les amenaza la contaminación de los ríos. Su peor enemigo son los gatos (y lo fuimos los humanos: sus plumas eran preciados ornamentos para los sombreros de las mujeres). Me adormecí aferrado a los prismáticos y recordando, absurdamente, la conversación con la pariente de Himmler. De repente percibí una fulguración a través de los párpados semicerrados. Abrí los ojos ¡y ahí estaba! Como si fuera lo más natural del mundo. Un precioso martín pescador inmóvil, perchado en el palo a dos metros delante de mi cara. Puro y refulgente. La materialización de un sueño. Lo veía perfecto, hasta el más mínimo detalle. Sin necesidad de los binoculares. La cabeza y el dorso de un inenarrable azul turquesa. Con iridiscencias de cobalto y lapislázuli. Suavemente dorado-anaranjado por debajo. Las patitas color de coral. “Fue el arco iris quien te dio a luz/ y te cedió sus hermosos tonos”, musité recordando el poema de William Henry Davies que recoge la tradición de que mientras esperaba que regresara la paloma, Noé envió al martín pescador, entonces una avecilla gris, a ver si habían descendido las aguas del diluvio, y el pájaro quedó pintado de cielo y de sol. Dicen que su volar como una flecha sobre las superficies acuáticas es porque sigue buscando a Noé y el Arca. Príncipe de pico afilado, gema aérea, entiendes que es tan hermoso que no necesita cantar (tiene un vocabulario muy reducido). Todo él es un canto. “Unbelievably brillant”, anota Eastman, que recuerda la vieja creencia de que mirarlo demasiado tiempo es malo para los ojos, por su resplandor. En Bohemia se lo tiene como portador de buena suerte, y otros señalan que una sola pluma es un talismán contra los rayos.
A todas estas, el pajarillo parecía mirarme, pero ladeó con gran elegancia la cabeza hacia la pileta, pareció estudiar el contenido y se lanzo en picado al agua con el estilo de un Greg Louganis emplumado. Apenas se había disuelto su estela luminosa y ya estaba otra vez en su atalaya, sacudiéndose gotitas de agua que lo aureolaban y con un pececillo que refulgía plateado en su pico. Con una gracia infinita lo golpeó contra la rama un par de veces, zas, zas, y voló hacia el nido, entrando en el agujero y desapareciendo en él. Me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración y miré a mi lado. Alex y Berta estaban como petrificados, parecía que hubieran visto un hada. El martín pescador había acudido a la cita, 13 años después, y de qué manera. El ciclo se había cerrado, el regalo estaba dado.
Aún no nos habíamos recuperado de la sorpresa cuando apareció otro. Se instaló en el mismo lugar. Hizo unos graciosos movimientos de arriba abajo como si tuviera hipo y comenzó a recorrer de lado, a pasitos cortos, la rama, como el Señor Rubio bailando en Reservoir Dogs. Se zambulló a su vez como un clavadista, obtuvo otro pececito y también se dirigió con él al nido en el talud embarrado. “Este era una hembra, tenía el pico por debajo rojo”, anotó bajito Berta. Siguió un festival. La pareja iba y venía, se posaban ante nuestra mirada, se zambullían, llevaban los pececitos al nido y de vez en cuando se zampaban uno, levantando la cabeza y dejando que les resbalara por la garganta. Todo con la belleza y precisión de un ballet. Le puse música en mi cabeza: Halcyon days, de La tempestad de Purcell, que recuerda esos “días del alción”, antes y después del solsticio, cuando el martín pescador cría y los dioses le regalan buen tiempo. Sonreíamos como embobados en aquel festival de kingfishers. Pasaron horas como minutos. Y de repente irrumpió Pedro, alborozado. “¿Queréis ver el nido?”. Salimos al exterior. Cruzamos el arroyo y poniéndonos de puntillas nos asomamos al túnel excavado iluminando el agujero con los móviles. Ahí, al fondo, estaban las cinco crías, pardas y despeinadas, con crestas como punkis. “Están a punto de volar del nido, hoy mismo o mañana” (fue al día siguiente).
La jornada había sido completa. Se puso a llover, pero caminamos de vuelta revestidos de una impermeable felicidad. Como si, de regreso de Oz, rehiciéramos el camino de ladrillos amarillos. Pedro había cumplido su promesa (me escribió más tarde: “Ese momento con vosotros lo guardaré siempre, he sentido la emoción de todos”) . Alex estaba exultante: había conseguido buenas fotos. Y Berta había observado de manera increíble su avecilla favorita. Y yo, yo tenía un amigo que me llevaba a ver pájaros cada 13 años (¡Pedro te debo una oropéndola!), y una hija que entendía que hay regalos que no tienen precio, y que por muchas vueltas que dé la vida, sinsabores, tristezas y desengaños, algo de nosotros seguirá siempre allí al borde del arroyo, juntos, en la mágica mañana de los martines pescadores.
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