¿Y tú? ¿Tienes ya escuela?
Solo en Cataluña, casi 58.000 familias sufren estos días en silencio, o dando la brasa continuamente, la presión de elegir colegio
Ser padre es un proceso de maduración exprés. De dedicarse casi en exclusiva a lo que place, a dedicarse a tiempo completo a lo que toca. Nadie obliga, pero nadie avisa. Y así se deambula por la vida, atropelladamente, saltando de rama en rama. Día a día, partido a partido, hasta alcanzar el clímax de la confusión total: la elección de escuela.
Para algunas generaciones, la educación fue la puerta a una vida un poco mejor. De la existencia apurada de los abuelos, pasando por el trabajo manual o de servicios de los pad...
Ser padre es un proceso de maduración exprés. De dedicarse casi en exclusiva a lo que place, a dedicarse a tiempo completo a lo que toca. Nadie obliga, pero nadie avisa. Y así se deambula por la vida, atropelladamente, saltando de rama en rama. Día a día, partido a partido, hasta alcanzar el clímax de la confusión total: la elección de escuela.
Para algunas generaciones, la educación fue la puerta a una vida un poco mejor. De la existencia apurada de los abuelos, pasando por el trabajo manual o de servicios de los padres hasta el empleo cualificado o pseudointelectual de sus hijos. La escuela como tabla de salvación para quienes no llevaban incorporada de serie la segunda residencia, los inviernos de esquí y los veranos de intercambio en Estados Unidos.
En esos entornos obreros, la educación de los vástagos ha sido siempre sagrada. “Estudia si no quieres acabar como yo” ha funcionado como el leitmotiv de muchas casas, que han ajustado presupuestos y doblado jornadas para pagar una educación. Y aunque ahora ya es sabido que una carrera no garantiza que se pueda hacer frente al alquiler el día de mañana (de comprar una vivienda ni se hable), se mantiene la idea de que el conocimiento hace libre a las personas. Y el colegio es el primer lugar donde germina.
Solo en Cataluña, casi 58.000 familias sufren estos días en silencio, o dando la brasa continuamente, la presión que esa elección supone para colocar a sus retoños cuando tengan tres años. “Un día andas buscando plan en los bares y al otro huyendo de escuelas por proyectos”, satiriza un compañero de trabajo, sin hijos, qué duda cabe. Es imposible trasladar a quien no lo haya padecido la confusión en la que vive ahora mismo un porcentaje nada desdeñable de la población. Quienes fingen que todo va bien también lo están pasando mal.
En primer lugar, por la carencia precisamente de conocimiento para entender aquello que se explica en las jornadas de puertas abiertas de los colegios. Como raves inacabables en las que en lugar de drogas se sirven conceptos, miles de padres intentan comprender qué son los ambientes, los talleres, los proyectos, los espacios de aprendizaje, el trabajo cooperativo, la libre circulación, las mezclas internivel, los proyectos vivenciales… Y cómo todo eso se articula en un centro donde “el niño es el protagonista” de un trabajo “competencial” donde se “fomenta el aprendizaje significativo” de una forma “lúdica” y el “pensamiento crítico”, y se cuida por encima de todo “las emociones”, de unos niños con “inteligencias múltiples” que deben “aprender a aprender” y ser “felices”.
La mayoría de las escuelas se definen como “mixtas”: “Cogemos lo mejor de cada cosa”. Un poco de proyectos, supuestamente responsables de parte del descalabro en el informe PISA, y un poco de lo otro, de lo de toda la vida: un maestro dirigiendo el aprendizaje por materias. ¿Deberes? “No, ahora los llamamos tareas, propuestas de trabajo. Alguna cosa, puntual, 15 minutos como mucho”. ¿Exámenes? “Pruebas. Puede ser un Kahoot”. ¿Notas? “Eso ya no se hace, es de otra época. No hay nada numérico”. ¿Libros? “Material propio”, salvo alguna asignatura como matemáticas o lengua.
El descalabro emocional después de más de tres jornadas de puertas abiertas es monumental. Se saben de memoria las preguntas que se formularán (“¿puede empezar con pañales?”, “¿qué uso se hace de la tecnología?”) y las respuestas (“mejor que no, pero nos adaptamos a cada caso”, “las usamos con sentido, no usarlas por usarlas”). La sensación de marasmo, de parálisis, crece a medida que aumenta el número de edificios elefantiásicos visitados a los que les sobra espacio por todos sitios debido a la bajada imparable de la natalidad. Solo los más afortunados pueden anunciar en su gran día -las escuelas compiten por los alumnos- que han entrado en la próxima remesa de climatización que lleva a cabo la Generalitat.
Cada cual afronta la elección de colegio como puede. Una opción poco saludable es leer La escuela no es un parque de atracciones (Ariel), del maestro y doctor en filosofía Gregorio Luri, antes del atracón de visitas. Solo hubiese hecho falta hojear la contraportada para evitarse tal chute de (justificado) pesimismo: “Si la escuela está en crisis no es porque sea una institución anticuada, sino porque ha olvidado su noble función: la de reducir, en el mínimo tiempo posible y con el mayor número de alumnos, la distancia entre la ignorancia y el conocimiento”.
Y así se va saltando de centro educativo en centro educativo, donde lo que más cambia es el tipo de familias, según el barrio, la titularidad del colegio o incluso el día y la hora de las puertas abiertas. Y lo que más se repite es la admiración por unos maestros dedicados, que pasan más horas con los hijos de otros que los suyos propios, con el único objetivo de contribuir a su formación. “Los modelos van cambiando mucho”, se excusa la directora de una prestigiosa escuela, ante el desconcierto generalizado por el desacuerdo de cuál es la mejor forma de enseñar.
El 20 de marzo, el proceso de selección habrá acabado, y los allegados de los cansinos padres podrán respirar tranquilos. Hasta entonces, no se lo tengan en cuenta. Solo hay una cosa más pesada que aguantar, leer y oír a un padre quejarse: ser padre uno mismo. Y si no, ya me lo dirán.
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