Tarradellas no admite imitadores
Puigdemont solo tiene los siete votos en el Congreso que ha canjeado por la investidura previo pago de una promesa, la de la amnistía. Y poco más
Carles Puigdemont “no hará un Tarradellas”. Tras la amnistía, no habrá regreso triunfal del presidente destituido por el artículo 155 de la Constitución en respuesta a la falsa declaración de independencia de 2017. El expresidente ha asegurado que renuncia a convertir el final de su exilio en un éxito para no robar protagonismo a “la gente de base” procesada o condenada por sus actuaciones en aquel otoño secesionista. Tal como señaló Xavier Vidal-Folch en una espléndida crónica sobre su conve...
Carles Puigdemont “no hará un Tarradellas”. Tras la amnistía, no habrá regreso triunfal del presidente destituido por el artículo 155 de la Constitución en respuesta a la falsa declaración de independencia de 2017. El expresidente ha asegurado que renuncia a convertir el final de su exilio en un éxito para no robar protagonismo a “la gente de base” procesada o condenada por sus actuaciones en aquel otoño secesionista. Tal como señaló Xavier Vidal-Folch en una espléndida crónica sobre su conversación con el expresidente (El enigma Puigdemont, EL PAÍS, 7-1-2024), el “rechazo a un retorno con recepción masiva y espectacular quizá se deba a la dificultad de lograrla”.
Como la zorra de la fábula, Puigdemont declara que están verdes las uvas que no puede alcanzar. Admite así implícitamente que la peripecia de su peculiar exilio ha terminado con un inocultable fracaso. Josep Tarradellas consiguió un regreso histórico el día 27 de octubre de 1977 porque la suya, la de su exilio auténtico, fue un éxito y un hito catalán y español. Si Adolfo Suárez fue a buscarle para dar el primer y trascendental paso en dirección a la recuperación del autogobierno catalán fue porque el anciano político republicano contaba con buenas cartas que supo jugar con maestría.
Tarradellas mantuvo viva la institución y la continuidad del autogobierno catalán contemporáneo con gran dignidad. Y, sobre todo, preservó la legitimidad democrática derivada del Estatuto de 1932 y de la Constitución de la Segunda República. Esta fue su carta más valiosa, sin parangón en el caso de Puigdemont, enredado en un entramado de falsas y divisivas instituciones —entre la subasta independentista con Esquerra y la competencia con Sílvia Orriols por la hostilidad hacia la inmigración— y sin más continuidad que la persistencia en un conflicto cada vez más diminuto y encapsulado. La segunda carta fue la idea que inspiró su regreso, por la que la legitimidad de la institución que presidía convalidó la nula legitimidad de aquel Gobierno español que fue a buscarle: la monarquía reconocía a la Generalitat republicana y la Generalitat republicana reconocía a la monarquía. La tercera fue su personalidad: gracias a su sentido de Estado y a su autoridad, obtuvo el consenso y se impuso sobre los partidos catalanes como negociador en nombre de Cataluña con el Gobierno español.
Puigdemont solo tiene los siete votos en el Congreso que ha canjeado por la investidura previo pago de una promesa, la de la amnistía. Y poco más. Macià fundó la Generalitat. Companys recuperó su Gobierno destituido y encarcelado tras la insurrección de 1934. Tarradellas guardó y restituyó la institución. El mérito de Puigdemont ha sido mantenerse a flote y salvar a Junts del naufragio gracias a las redes sociales, al dichoso relato que ocupa el centro de nuestra miserable vida política y a esos siete escaños amenazadores. Esa es la mediocre carta que le hace merecedor de un discreto recibimiento por parte de la militancia posconvergente agradecida.
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