No lo volverán a hacer

El independentismo, como ha sucedido con otras ideas y movimientos, ha entrado en la selección negativa de sus dirigentes

Manifestación en la plaza de España para la pasada Diada.Gianluca Battista

Aunque quisieran, no podrían. Este es el caso de los actuales dirigentes del independentismo, los responsables del callejón sin salida y de la década perdida. Difícil encontrar un grupo de políticos tan desprestigiado, sobre todo entre quienes les siguieron porque les creyeron. Su fracaso no tiene remedio. Su credibilidad es nula. Y su autoridad inexistente. Si siguen con sus fantasías es por la inercia de un movimiento que ha parasitado las instituciones catalanas y por la red de intereses tejida a su alrededor, de for...

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Aunque quisieran, no podrían. Este es el caso de los actuales dirigentes del independentismo, los responsables del callejón sin salida y de la década perdida. Difícil encontrar un grupo de políticos tan desprestigiado, sobre todo entre quienes les siguieron porque les creyeron. Su fracaso no tiene remedio. Su credibilidad es nula. Y su autoridad inexistente. Si siguen con sus fantasías es por la inercia de un movimiento que ha parasitado las instituciones catalanas y por la red de intereses tejida a su alrededor, de forma que ahora son muchos los que no conciben hacer política de otra forma.

Tampoco podrían repetir la jugada si consiguieran renovar sus élites. El independentismo, como ha sucedido con otras ideas y movimientos, ha entrado en la selección negativa de sus dirigentes. Basta comparar quién encabeza las principales organizaciones y partidos ahora y quienes las dirigían hace diez años. Hemos conocido un amplio repertorio de personajes de distintos y a veces curiosos calibres y calidades, pero no se sabía de un caso de tanta ineptitud e ingenuidad como el de Dolors Feliu, la actual presidenta de la ANC, capaz de aclarar cómo debe ser la amnistía que exige Puigdemont de forma que sea inevitable rechazarla: no debe borrar los hechos a efectos penales sino que debe convalidarlos para los independentistas y otorgar una patente de corso a la secesión, según acertada descripción de la catedrática de Penal, Mercedes Arán.

Que no puedan hacerlo otra vez, ni los viejos ni los nuevos, no significa que sus habituales bravuconadas deban ser desatendidas. Si lo dicen es porque creen que tienen un as en la manga para el improbable caso de unas circunstancias excepcionales como las que les llevaron a partir de 2012 a lanzarse por el camino de la ruptura. No lo volverán a hacer, ante todo, porque la sociedad catalana no lo quiere y así lo expresa una y otra vez en las urnas. El independentismo pierde fuelle en cada elección, cada sondeo y cada Diada. En el caso harto improbable de que se recuperara, tiene ante sí un límite nuevo. Es el muro descrito por Anton Costas en su artículo ‘El final del consentimiento’ (La Vanguardia, 18 de mayo de 2018), donde señalaba la imposibilidad de una hegemonía nacionalista sin contar de nuevo con la mitad de la población catalana no nacionalista que le proporcionó durante 40 años una tácita autorización para que se hicieran cargo de las instituciones catalanas.

No es el único muro. Más alto y sólido es el muro reactivo español. Y luego el muro europeo e internacional, hecho de indiferencia y de tamaño geopolítico. La Cataluña nacionalista ha perdido peso. Es extrema su levedad y exigua su capacidad de internacionalización, tal como Puigdemont ha podido comprobar, incluso en su último evite, cuando todo su esfuerzo europeo se ha transmutado en una pugna localista con Esquerra y en la persistencia de su fastidioso órdago a la Constitución española. Solo lo volverían a hacer si alguien les diera el permiso. Y no sucederá.

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