Barcelona: la era de los turnos
Aunque no sea la herramienta democráticamente perfecta, la cola ordena y canaliza la voracidad
Pasó la Semana Santa y he visto los pueblos y ciudades de mi país a rebosar de gente. Barcelona es un avispero todo el año. Me pregunto si el gentío constante ya es el rasgo de los tiempos. Pienso en los movimientos masivos de población (de migrantes o de turistas), y pienso en el genocidio y en la guerra, en el consumo desaforado, las autopistas colapsadas, aspectos obvios y generales, pero busco uno que los conecte, y me sale que lo que todos hacemos son colas.
La nuestra es la era de los turnos. No me gustan nada, pero entiendo su función. Es bueno pensar que, sin la cola, la humanid...
Pasó la Semana Santa y he visto los pueblos y ciudades de mi país a rebosar de gente. Barcelona es un avispero todo el año. Me pregunto si el gentío constante ya es el rasgo de los tiempos. Pienso en los movimientos masivos de población (de migrantes o de turistas), y pienso en el genocidio y en la guerra, en el consumo desaforado, las autopistas colapsadas, aspectos obvios y generales, pero busco uno que los conecte, y me sale que lo que todos hacemos son colas.
La nuestra es la era de los turnos. No me gustan nada, pero entiendo su función. Es bueno pensar que, sin la cola, la humanidad se habría extinguido —o viviría en el guirigay y los saqueos continuos, impulsos propios de la selección natural. Gracias a las colas hay algo de todo para todos. Aunque no sea la herramienta democráticamente perfecta, la cola ordena y canaliza. Quizás pone los nervios de punta, pero nivela: en la cola, al margen de la posición que se ocupe, uno entiende que en este valle de lágrimas todos estamos más o menos igual. Hoy por mí y mañana por ti.
Siempre que no haya discriminación negativa (como en las colas de los VIP, humillantes para quienes están en la otra hilera), la cola civiliza. En la parada del mercado, el de enfrente se ha llevado los melocotones más hermosos, pero no tienes ninguna excusa razonable para escarnecerlo, los celos los llevarás en secreto —te dices que deberías haber venido más temprano. La cola de los esquiadores para subir al telesilla les previene de caer en una tragedia. La hilera de adictos que da la vuelta a la tienda (donde hoy se pone a la venta el último modelo de), cómo no debe ser un gran estímulo si, cuando por fin consiguen el objeto del deseo, salen a la calle con la victoria en los ojos.
Barcelona: colas en los cajeros automáticos y en las consultas médicas, en los museos y en los muelles de las góndolas, colas de coches en las calles, de viajeros en el aeropuerto y en el último restaurante de moda. Colas de fans y de apresurados. Colas del deleite en las atracciones infantiles, la conga silente que espera la hostia y la bendición, y hasta colas digitales para comprar entradas. La cola es educacional, pero a mí me entristece. Al fin y al cabo, la cola tiene un barniz de ayuda humanitaria, cuando un paquete de arroz sale volando del camión y la masa se agolpa.
Si hay cola, es que en realidad existe una relación de fuerzas que se esconde o que al menos se disimula. Motivada por el capital o por el hambre, por la ilusión o por la desesperación, hacemos cola por lo que de momento no tenemos —un objeto, la barriga llena. Obedientes al número, quién es el último, su turno, esta señora de aquí se ha colado, todo el mundo a formar. Si hay cola es que hay mandones y mandados, porque la imposición del turno bien debe disponerla alguien, y ese alguien es y no es como quienes se esperan, en retahíla, por un mendrugo los refugiados o para entrar en la Sagrada Familia los turistas.
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