Muerte a los eufemismos

La educación se convierte en uno de esos textos fastuosos y cargados de palabras complejas buscadas en los sinónimos de wordreference

Un padre con sus hijos en una imagen de archivo.GETTY

Suelo reprocharle a la memoria un montón de recuerdos inútiles, algunos hasta nocivos convertidos en rencor. Me pasaba, por ejemplo, que no podía olvidar un examen de Lengua y Literatura de la escuela primaria y no entendía por qué. Sentado frente a las profesoras del curso, me pidieron que explicara un eufemismo. Entonces, con 12 años, resolví como lo hago casi siempre cuando estoy en fuera de juego: hac...

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Suelo reprocharle a la memoria un montón de recuerdos inútiles, algunos hasta nocivos convertidos en rencor. Me pasaba, por ejemplo, que no podía olvidar un examen de Lengua y Literatura de la escuela primaria y no entendía por qué. Sentado frente a las profesoras del curso, me pidieron que explicara un eufemismo. Entonces, con 12 años, resolví como lo hago casi siempre cuando estoy en fuera de juego: haciéndome (intentándolo, al menos) el chistoso. “Enterrar la batata [en la jerga popular argentina, tener relaciones sexuales]”, contesté. Se hizo un silencio, evidentemente incómodo, y después de resoplar y mirarse entre ellas con cara de poquísimos amigos, me soltaron: “Mire, graciosito, no solo es grosero lo que acaba de decir, sino que también es incorrecto. Lo que acaba de decir es una metáfora, no un eufemismo”. Desde entonces, y por mera autoprotección, no volví a pensar demasiado en los eufemismos y la capacidad de hacer el ridículo. Hasta hace unos días.

En la guardería de mi hija Greta (tiene un poco más de dos años) nos convocaron para una reunión de padres. El tema: la importancia de los límites en la infancia. Mi mujer, Marta, tenía un compromiso de trabajo y tuve que ir solo. Llegué un poco tarde y, para mi sorpresa, era el único hombre en la charla. “Tiempos modernos”, dije, en una carcajada no correspondida. Pasa el tiempo y hay cosas que no cambian. Lo tengo asumido y hasta hablado en terapia, que cuando quieres hacerte el gracioso, hay un porcentaje muy alto de ocasiones en las que te sales de pista. Esta vez, casi 30 años después, nadie me dijo nada. Pero me dolió igual. Para evitar un ridículo mayor —por suerte, no estaba mi mujer— opté por quedarme callado. En la charla, daban esencialmente consejos de cómo afrontar rabietas, broncas, desplantes y demás vicisitudes a las que se enfrentan los nuevos padres. “No hay que decirle al niño o niña que los vamos a castigar, hay que decirle que hay consecuencia”; “no es rincón de pensar, es rincón de la meditación”; “no le digas: ‘Una guerra deberías haber pasado’; dile que la comida es su amiga”.

Entonces, me acordé de mis profesoras de Lengua y Literatura. Acostumbro a hablar con mi amigo Ramiro Martín —los dos curtidos en el periodismo deportivo, tierra de licencias literarias— de los pretenciosos y la modernidad. Yo le insisto en que las palabras son como los instrumentos de música: no importa si la guitarra es más o menos bonita, sino que lo fundamental es la melodía; él me incide en la dificultad de resolver los textos con sencillez. Yo siempre pongo de ejemplo la clarividencia de Dani Verdú; él, la de Leila Guerriero. Pero no quiero desviarme del tema: vuelvo a esa tarde en el colegio de mi hija. Sentía que estaba frente a uno de esos textos fastuosos y cargados de palabras complejas buscadas en los sinónimos de wordreference. Y no me pude quedar más tiempo callado. “Son todos eufemismos”, me animé. “Si mi hija de dos años desconoce las dos palabras, ¿para ella cuál es la diferencia entre castigo y consecuencia?”.

“Las consecuencias no son más que un castigo con otro nombre, y el rincón de pensar es lo mismo que el castigado de cara a la pared, pero con otro nombre”, resume el reconocido pediatra Carlos González, autor de diversos libros de crianza, salud y alimentación infantil. “Pasa lo que pasa con cualquier otro tipo de eufemismo. Cuando una cosa no nos gusta, le cambiamos el nombre pensando que de esa manera solucionaremos el problema. Y, lo que ocurre siempre es que, como la cosa sigue sin gustarnos, al cabo de un tiempo ese nombre ya no sirve y hay que volverlo a cambiar”.

A Rebeca Carranco, excelsa periodista, cuestionable (no por mí, claro) madre de Emma, le suelo ir a llorar a su mesa con mis dificultades como padre y la culpa que me generan los fundamentalistas del apego en los reels de Instagram. Ella y su pareja, por ejemplo, se abrazaron al pragmatismo para reencontrarse con el sueño y utilizaron el método del doctor Eduard Estivill —”Consiste en aplicar unas normas científicas para que el niño aprenda el hábito de dormir”, explica Estivill—. A Marta y a mí, en cambio, nos genera cargo de conciencia y las noches, desde que nació Victoria (tres meses), son complejas. ¡Miren qué bonito eufemismo! Ella tuvo una educación laica; yo, religiosa. Pero la culpa en la paternidad no entiende de dioses. A Carranco sus amigas la han tratado “de hereje” por dejar llorar a su niña con el fin enseñarle a dormir. “Es una mezcla de cronobiología y psicología conductual. ¿Cómo se aprende un hábito? A modo de repetición. Si los padres lo aplican bien, que es poner al niño en la cama siempre a la misma hora. Dejarlos solos y esperar unos segundos antes de volver a entrar. Y repetir el proceso para que vea que no lo dejamos. Aprende rápidamente a dormir”, desarrolla Estivill.

Según el médico, en la paternidad hay algo más venenoso que los eufemismos: las redes sociales. “El análisis es sencillo. Hoy los padres están presionados con el tema del tiempo. Trabajan mucho y cuando llegan a casa piensan que no tienen que imponer unas reglas para que mi niño duerma. Y hacen caso a lo que ven en internet. No vaya a ser cosa de que si le enseñamos a comer la sopa con la cuchara se vuelva un niño con falta de autoestima”, remata Estivill.

Antes de que naciera Greta, no compré ningún libro sobre paternidad. Esta vez, no como con las bromas, aprendí de viejos errores, como cuando en mi intención de aprender de psicología me compré unas obras completas de Freud y también varios discos de música clásica que todavía descansan, plácidamente, en la casa de mis padres en Buenos Aires. Marta y yo intentamos apostar, siempre que el sueño nos lo permite, por el sentido común, sin duda el peor de los eufemismos, el menos viral de los reel de Instagram.

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