Cuchillo y tenedor
En Barcelona se están poniendo de moda los desayunos de ‘forquilla i ganivet’, de cuchillo y tenedor, es decir, de platos copiosos que más bien se toman para almorzar
A medida que pasa el tiempo, el cuerpo admite menos excesos y frecuenta más farmacias. La progresión afecta a casi todo el mundo. Los médicos recetan cautela, ejercicio y sueño. Y el personal va aceptando, algunos más despacio que otros, que la vida buena y larga requiere de hábitos saludables.
Todo esto está muy bien y son raras las opiniones contrarias. Pero en los discursos de la moderación se adivina la parcialidad. No pienso que no sean razonados, los consejos del tipo hay que andar un poco cada día, es mejor comer po...
A medida que pasa el tiempo, el cuerpo admite menos excesos y frecuenta más farmacias. La progresión afecta a casi todo el mundo. Los médicos recetan cautela, ejercicio y sueño. Y el personal va aceptando, algunos más despacio que otros, que la vida buena y larga requiere de hábitos saludables.
Todo esto está muy bien y son raras las opiniones contrarias. Pero en los discursos de la moderación se adivina la parcialidad. No pienso que no sean razonados, los consejos del tipo hay que andar un poco cada día, es mejor comer poco y bien, la dieta mediterránea nos hace casi inmortales. Lo que quiero decir es que estos discursos salutíferos pueden ser mal interpretados.
En Barcelona se están poniendo de moda los desayunos de forquilla i ganivet, de cuchillo y tenedor, es decir, de platos copiosos que más bien se toman para almorzar. Hace poco, desayunaba con uno del trabajo que ya tiene una edad. Él pidió un café con leche y un croissant de mantequilla. Yo pedí un plato combinado, de tortilla de judías con butifarra negra, tomate aliñado, aceitunas, cuatro patatas fritas y un par de pimientos asados. Para beber, un vaso de vino y, después, un café largo. El compañero puso una cara, a medio camino entre la envidia y la tristeza, y me contó que el médico le había desaconsejado los desayunos de cuchillo y tenedor.
Este hombre y yo hacemos un trabajo que no pide demasiado esfuerzo físico. No necesitamos, para entendernos, ni demasiada proteína y ni demasiadas calorías para rendir. Es un decir. Pero cuando terminamos de desayunar, él acarreaba la cara gris y el vientre arrugado, y yo era feliz. Un poco panzudo, corría un poco pesado, porque tenía que digerir todo aquel bien de dios, y en aquél instante me planteé este artículo.
Por norma, los discursos sobre la salud se basan en datos objetivos, comprobados, niveles de colesterol, estado del hígado, morbidez incipiente, todo el abanico de órganos y de misterios anatómicos que con sólo pronunciar su nombre más de uno ya nos ponemos enfermos. En cambio, los mismos discursos rara vez tienen en cuenta otros aspectos. Temas de difícil evaluación. Como por ejemplo la cuestión de la felicidad.
No hay datos científicos, hasta donde yo sé, sobre el efecto nauseabundo que producen un café con leche y un croissant de mantequilla mezclados en el estómago de un trabajador y a primera hora de la mañana. De un trabajador que quizás tiene por delante una jornada laboral insípida, o dura, o nefasta. Tampoco hay ninguna certeza de que un desayuno de cuchillo y tenedor ayude a este trabajador a tomarse el trabajo, y por tanto la vida, con más filosofía. Pero yo tengo ojos, y años, y, aunque no puedo demostrarlo, defiendo que café con leche y croissant es un desayuno tétrico, negativo, tristísimo. Un reflejo de la vida que nos recomiendan llevar. El otro desayuno, el gordo, quizás nos acorta la vida, pero nos hace quererla con más hambre.
Puedes seguir a EL PAÍS Catalunya en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal