El llanto del bosque

Hay días en que no cabe un alma, hasta el punto de que la gestión de la gente se presenta tan complicada como la de la masa forestal

Caza de jabalíes en Collserola, en una batida de diciembre en Sant Just Desvern.Gianluca Battista

“Atiende y verás, querido Ramon!”.

El sonido del móvil me avisa de una notificación de WhatsApp de un conocido de Barcelona.

Aparece después la imagen de un pequeño cesto de setas que busca un emoticono de admiración y también de frustración por haber preferido un buen almuerzo a acompañar a mi vecino de ciudad en su expedición por una ruta micológica relativamente popular del Lluçanès.

Tengo que meditar la respuesta porque quien se siente afortunado no sabe distinguir una ...

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“Atiende y verás, querido Ramon!”.

El sonido del móvil me avisa de una notificación de WhatsApp de un conocido de Barcelona.

Aparece después la imagen de un pequeño cesto de setas que busca un emoticono de admiración y también de frustración por haber preferido un buen almuerzo a acompañar a mi vecino de ciudad en su expedición por una ruta micológica relativamente popular del Lluçanès.

Tengo que meditar la respuesta porque quien se siente afortunado no sabe distinguir una lleterola de un rovelló y no es ni siquiera consciente de que ha encontrado un ou de reig que sobresale entre algunos fredelucs, una especie que para mi gusto ha perdido su gracia desde que ya no se pueden guisar en el Collet de Sant Agustí.

Hace tiempo que voy de fonda en fonda —prefiero que me den de comer a ir a por comida— y que dejé de pisar el bosque, incluso el más próximo a Perafita. Hoy, ya mayor, siento el mismo miedo que de pequeño con una diferencia insalvable: entonces tuve a quien me acompañó y ayudó a vencer el pánico que significaba viajar a un escenario tan fascinante como desconocido, mientras que ahora me veo incapaz de instruir a quien ya nació enseñado y camina por el bosque como si anduviera por La Rambla.

El bosque no está concebido para pasear, ni siquiera con la compañía de un móvil, sino que su visita requiere una cierta iniciación que pasa por saber orientarse, descubrir por dónde sale y se pone el sol y también por recordar el camino en el que se ha dejado el coche, si no es que se va a pie, salvo que se confíe en el instinto personal o en el de la masa que se mueve de forma dispersa por los bosques de Cataluña.

No solo hay algunos avezados buscadores de setas que se alejan de los muchos principiantes, la mayoría rendidos finalmente a los encontradizos mercaderes, sino también viejos cazadores que andan a la greña con los legisladores y los jóvenes animalistas porque les quieren dejar sin perros, estigmatizados últimamente por abatir corzos, jabalíes y conejos con animales de compañía cuando antes presumían de cumplir una función social.

Las motos y algunos quads se abren paso igualmente mientras aumenta sin parar la circulación de las bicicletas de montaña, se mantiene el número de excursionistas y hay codazos para el footing, un gentío que pone en alerta a los payeses que de buena o mala manera defienden las masías que aún no se han convertido en casas rurales, el negocio de muchos pueblos a los que en cuanto puede se escapa como terapia la gente del área metropolitana de Barcelona.

Hay días en que no cabe un alma en el bosque, hasta el punto de que la gestión de la gente se presenta tan complicada como la de la masa forestal que cada verano alimenta el debate social cuando los incendios alcanzan las pequeñas urbanizaciones, furtivas o legales, ganadas siempre con mucho esfuerzo y pocos ahorros.

No es fácil poner orden, ni siquiera en los parques naturales señalados y regulados, porque la multitud cree que el bosque es suyo, cada colectivo se otorga el derecho de pernada y todos le meten mano, con o sin guardas forestales de por medio, un colectivo que aspira a ganarse con el tiempo la credibilidad de los bomberos.

Aunque parezca mentira, quizá no quede más remedio que etiquetar a cada grupo con chalecos de distintos colores a fin de que sean visibles y evitar así males mayores, o en caso contrario puede que se imponga expedir carnés o tener que pagar también por cazar setas como ya se da en algún sitio. Los bosques tienen propietarios, individuales o mancomunados, que se quejan de la falta de civismo de muchos visitantes y de la poca rentabilidad que supone explotar la madera a pesar de que aumentan los pedidos de leña por la crisis energética a causa de la guerra europea.

El abandono de los bosques ha sido propiciado por el desamparo de las casas de payés y la extinción de los pastos en un momento en que, por contra, la tala de un árbol se considera un sacrilegio en los sectores ecologistas más radicales. La masa combustible se levanta como una pira, se prohíben las quemas prescritas, los caminos de trashumancia y con derecho de paso se difuminan, los agricultores cercan con vallas y cables sus terrenos para el ganado y la mierda gana al agua en la carrera hacia la riera Gavarresa o Els Sorreigs.

El polvorín queda dispuesto para la cerilla de cualquier aventurero porque el equilibrio resulta imposible para suerte de quienes se ganan la vida con la industria cárnica y los caballos. El galope se impone como la solución más natural al caos y al ruido de unos bosques que nacieron en silencio cuando era un niño y me abría paso de la mano de vecinos entrañables como el Garduxeres. Aprendí entonces a diferenciar un pino de un roble, el canto un jilguero al de un pinzón, el vuelo de una perdiz al de una tórtola, el tallo del centeno al del trigo, el olor del tomillo al del romero y las diferencias entre las propiedades de la flor de saúco a las de la cola de caballo. El bosque era una fuente de riqueza, sabiduría y negocio porque daba vida a muchos oficios y su cuidado era tan importante como su disfrute: había que arreglar el terreno con o sin cabras, a veces con ovejas y hasta asnos, para que los senderos olieran a limpio y no hubiera pérdida para encontrar las fuentes de agua cristalina como el Gorg Negre.

Hace años que no reconozco aquel bosque y ya no voy ni a por setas con los amigos de Barcelona. Me alcanza con decir que no recuerdo, como hacen los auténticos buscadores que jamás enseñan su trofeo, y me limito a aplaudir a los que presumen de haber encontrado un tesoro después de guiñar el ojo al cocinero para que se haga cargo del cesto sin preguntar y disponga de un gran almuerzo micológico; así todos contentos y engañados.

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