Ya todo es imposible
La organización de los Juegos de 1992 fue un ejemplo de ayuda entre administraciones, partidos, empresas, organismos
Nada de aquello podría ocurrir ahora. Los Juegos de Barcelona, en 1992, constituyeron un ejemplo de ayuda entre administraciones, partidos, empresas, organismos, ciudadanos y deportistas españoles. Hace unas semanas, Cataluña y Aragón se demostraron incapaces de organizar conjuntamente unos Juegos de Invierno, reto minúsculo si se compara con el ingente esfuerzo de entonces.
EL PAÍS publicó del 25 de julio al 11 de agosto de aquel año un suplemento olímpico con 28 páginas diarias (80 en el previo de la inau...
Nada de aquello podría ocurrir ahora. Los Juegos de Barcelona, en 1992, constituyeron un ejemplo de ayuda entre administraciones, partidos, empresas, organismos, ciudadanos y deportistas españoles. Hace unas semanas, Cataluña y Aragón se demostraron incapaces de organizar conjuntamente unos Juegos de Invierno, reto minúsculo si se compara con el ingente esfuerzo de entonces.
EL PAÍS publicó del 25 de julio al 11 de agosto de aquel año un suplemento olímpico con 28 páginas diarias (80 en el previo de la inauguración y 32 en el que cerraba la serie). En total, 560 páginas en 18 días. Repasar ahora cada uno de sus textos conduce a un continuo ejercicio de melancolía.
La concordia de esos tiempos se simbolizó en una barca a la que se subieron seis representantes de las instituciones implicadas. Todos ellos hombres y catalanes. La foto de Agustí Carbonell para EL PAÍS muestra al alcalde, Pasqual Maragall; a Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional; a Jordi Pujol, presidente de la Generalitat; a Narcís Serra, vicepresidente del Gobierno; a Carlos Ferrer Salat, presidente del Comité Olímpico Español, y a Josep Miquel Abad, consejero delegado del comité organizador. Imposible imaginar hoy que sus sucesores se aviniesen a simbolizar la idea de que reman en la misma dirección. Tan imposible como un suplemento diario de 28 páginas.
El espíritu de concordia reinaba aún, cuando apenas habían transcurrido 14 años desde que se aprobó la Constitución de 1978.
Carles Pastor titulaba así su crónica sobre la ceremonia inaugural: “Cataluña y España en el corazón”, parafraseando al president Lluís Companys, fusilado por Franco (“Cataluña y la República” fue lo que dijo él en un discurso). Porque eso se palpaba.
“El Rey”, añadía el cronista, “fue ovacionado anoche en Montjuïc”. (…) “Con otra ovación de gala fue recibida la delegación olímpica española, con el príncipe Felipe como abanderado” (participó en vela). Jordi Pujol, puesto en pie (el presidente Felipe González a su lado), también aplaudía a los atletas españoles.
La entrada del rey Juan Carlos en el palco se había pactado minuciosamente: lo haría con los sones de Els segadors, y de ese modo quienes abuchearan al Monarca lo harían también al himno catalán. Truco desincentivador. Y de inmediato se enlazó brevemente el himno español. Cautelas que el PP criticó por verse en ellas un claro miedo... a las críticas.
Pocos días después, Juan Mora describía: “Banderas catalanas y españolas no crean entre sí el más mínimo rechazo”. Las esteladas independentistas apenas asomaban. “Media docena”, anota.
El consenso alcanzó incluso al Libro de estilo que compartieron la autonómica TV3 y la estatal TVE para su programación conjunta en el canal olímpico especial emitido en catalán y circunscrito a esa comunidad. Sí, un libro de estilo compartido y un acuerdo entre ambas. Que alguien lo intente hoy.
Ese manual establecía: “Un atleta español es un español, y no ‘un deportista del Estado español”. Entonces no era extraño que en medios nacionalistas vascos o catalanes se hablara de “la Vuelta Ciclista al Estado” o de “un atleta estatal” (como si se tratase de un funcionario). También se advertía: “Nunca hay que decir que en la selección de baloncesto hay cinco catalanes y ocho españoles”.
El primer medallista español, el andaluz José Manuel Moreno (oro en ciclismo en pista), dio la vuelta de honor con una senyera en una mano y una bandera española en la otra. Pujol se declaró “orgulloso por el gesto de Moreno”. Pero añadió de paso sobre el éxito de organización: “Barcelona y Cataluña se han apuntado un gran tanto en el mundo”. ¿Y España? Entonces el nacionalismo comunicaba más con los silencios que con las palabras. Años más tarde decidió hacerlo con todas las letras.
Sin embargo, pronto las miradas se pusieron ya sobre el césped, sobre las pistas, en el agua de las piscinas Picornell. Las 12 medallas españolas pronosticadas se convertían en 22: sexta posición en el medallero olímpico.
Eran los primeros Juegos tras la caída del muro de Berlín, los primeros de las grandes estrellas de la NBA y los penúltimos de Carl Lewis (dos oros). Las medallas españolas llevaban la euforia al público. No sin contratiempos amargos, como el del baloncesto (plata en 1984). Ya antes de empezar la competición, Luis Gómez, que lo vio venir, escribía sobre el equipo y sobre el seleccionador, Antonio Díaz Miguel: “Malos momentos vivirán sin duda en los Juegos”.
El día tremendo llegó el 31 de julio ante Angola, que jamás había ganado un partido en unos Juegos. España fue derrotada por 20 puntos (63-83) y se quedó en la cuneta. Y EL PAÍS tituló como broche de lo que ya venía presagiando: “Díaz Miguel entra en la historia de Angola”.
Los periodistas de aquel suplemento dejaban auténticas joyas de estilo (sin incumplir el manual del periódico, que conste). Santiago Segurola empezaba así su crónica previa a una prueba de natación: “El gato y el ratón se buscarán hoy en la piscina olímpica. Summers Sanders es el gato, grande, flexible, un poco perezoso. Cristina Egerszgi es como su apellido: Eger significa “ratón” en húngaro. Es pequeña, rapidísima, una bomba de energía en el agua”. ¿Cómo no seguir leyendo?
El Dream Team de la NBA (el Equipo de Ensueño) acaparó la atención como nadie (con Jordan, Magic, Bird...). Sus jugadores pidieron una noche que les sirvieran desde una hamburguesería 20 whoppers, 10 whoppers con queso, 40 burgers, 40 cheeseburgers, 20 whalers y 25 chickens. El PAÍS tituló: “El Burger Team”.
La victoria de Fermín Cacho en los 1.500 metros y la del equipo de fútbol en la final disputada en el Camp Nou redondearon las dos semanas. Ese broche y la ceremonia de clausura representaron de nuevo la concordia inaugural. Montjuïc vibró con el soriano, y el Camp Nou se llenó de banderas españolas y de senyeras. La Selección sólo había jugado dos partidos allí en 12 años, ambos amistosos: contra Inglaterra en 1980 (0-2) y contra Holanda en 1987 (1-1). Asistencia: 25.000 espectadores y 15.000. Pero en la final (3-2 ante Polonia) se llenó el estadio: 90.000 asistentes. Los colores de la cuatribarrada catalana y de la trifranja española se confundían alegres en las gradas con una armonía que alentaba las esperanzas de una sociedad conocedora de sus diferencias pero capaz de centrarse en objetivos comunes.
Desde entonces, España no ha vuelto al estadio del Barcelona.
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