Los adolescentes se aferran a las mascarillas: “Los chulos de la clase se ríen de mí cuando me la quito”

Los psicólogos alertan de que algunos jóvenes siguen utilizando el filtro facial por miedo al rechazo físico. Los expertos señalan la distorsión de la percepción de la propia imagen durante la pandemia

Alumnos del centro Trinitat Nova (Barcelona), en su primer día de clase sin mascarilla.Carles Ribas (EL PAÍS)

A Doménica no le gusta su nariz. Nadie le ha dicho que tenga algo malo, pero ella insiste: hay algo malo en su nariz. Llegó a esta conclusión tras consumir masivamente Instagram y las redes sociales durante la pandemia y los confinamientos. “Veía que la nariz de la otra gente era más pequeñita y fina”, dice. Ahora esconde la suya detrás de una mascarilla negra cada día en clase, ...

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A Doménica no le gusta su nariz. Nadie le ha dicho que tenga algo malo, pero ella insiste: hay algo malo en su nariz. Llegó a esta conclusión tras consumir masivamente Instagram y las redes sociales durante la pandemia y los confinamientos. “Veía que la nariz de la otra gente era más pequeñita y fina”, dice. Ahora esconde la suya detrás de una mascarilla negra cada día en clase, aunque el cubrebocas ya no sea obligatorio en las aulas desde este miércoles.

Tiene 21 años y estudia un ciclo formativo de Administración y Finanzas en el Instituto Vall d’Hebron de Barcelona. Admite que la mascarilla ejerce de barrera ante el resto de compañeros. “Es como un refugio”, dice, donde guarda las inseguridades y los miedos. “Le pasa a mucha más gente. Las redes sociales te venden la imagen de la vida perfecta y te bajan la autoestima”, añade con la voz firme de quien ha hecho un proceso de revisión personal. No solo lo sufren los jóvenes y los adolescentes, insiste: “Conozco niñas de 11 años que también sufren lo mismo”.

La liberación por el fin de las mascarillas en las aulas no es completa. Maestros y profesores señalan que algunos adolescentes prefieren seguir cubriéndose el rostro por tres factores: la prudencia para evitar la covid, la dificultad de cambiar de hábitos y la incomodidad por mostrar el rostro tras dos años sin prácticamente hacerlo en público. “Para algunos jóvenes, la mascarilla ha sido como un refugio en una edad en que se potencian las inseguridades sobre el propio cuerpo y sobre las relaciones con otras personas”, entiende Roger Ballescà, vicepresidente del Colegio Oficial de Psicólogos de Cataluña (COPC).

Salir de este refugio puede no ser sencillo para todos, especialmente en aquellos adolescentes más vulnerables que ya tenían algunas dificultades en la aceptación de su imagen y que ahora las han hecho extensivas al rostro. “Antes no contemplaban ocultar la cara, pero tras dos años haciéndolo, tienen esta posibilidad”, indica Joaquim Puntí, profesor del Departamento de Psicología Clínica de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). El doctor añade otro perfil de jóvenes incómodos ante la nueva fase en las escuelas. “Aquellos jóvenes con tendencias obsesivas o ansiosas que siguen sufriendo por los contagios y el virus”.

Quitarse la mascarilla es descubrir las imperfecciones físicas que han estado escondidas durante la pandemia

La tarde del jueves, a la salida de un instituto de la periferia madrileña, se mezclan las caras enmascaradas con las descubiertas. Damarys, de 12, la lleva puesta por responsabilidad. “Mi madre y mi hermano son vulnerables, por ahora prefiero dejármela, no les vaya a contagiar”, dice con brillantes ojos azules. El argumento de Miriam, 13 años, que prefiere no usar su nombre, también son otras personas, pero no tiene que ver con la covid. “Los canis, los chulos de la clase, se burlan de mí cuando me la retiro para comer”, dice. Lleva el flequillo recto, el atuendo y la mascarilla todo muy negro, salvo las uñas moradas. “No les gusta mi cara, y no me extraña, yo la odio, hace un par de años estaba más contenta, pero ahora… Amo esta mascarilla, me ha cambiado la vida”, dice negándose a quitársela aunque está en la calle. “Son tonterías, que si no se gusta, que si le da vergüenza, qué difícil es convivir con adolescentes…”, se queja su madre por teléfono cuando llama para preguntar por qué se retrasa. “Mi padre amenaza con tirármelas porque no me dejan respirar”, suspira Miriam, “pero yo no me la voy a quitar nunca”. Su amiga Gigi, de 15, que va en chándal y con un moño improvisado, tampoco quiere vivir sin la prenda, “a menos que adelgace”, dice. “No es por la presión de las redes, que tanto dicen, es más por la gente que conoces, por lo que te dicen en el patio o el comedor”, asegura Gigi. Ni de las burlas ni sobre la seguridad que les da ir embozadas han hablado con sus padres, profesores ni orientador escolar. “No nos entienden, piensan que ahora los chicos somos muy blandos”, coinciden las amigas que se definen “depresivas” y bromean risueñas con que los compañeros que sí se han quitado la mascarilla son “más feos” de lo que pensaban.

Quitarse la mascarilla, entienden los expertos, es descubrir todas aquellas imperfecciones físicas que han estado escondidas durante la pandemia. Un estudio de la Universidad de Pensilvania (EE UU) —llamado precisamente Belleza y mascarilla— ya avanzó que la mascarilla hacía parecer a la gente más guapa precisamente por abrir una puerta a la imaginación. “Nuestra mente completa aquellos espacios que quedan vacíos”, explica Ballescà. “Ocurre cuando no tenemos una información: nos la inventamos, y lo hacemos de forma más armónica y con formas más idealizadas”.

Con mascarilla y una sudadera con capucha dos tallas más grande que sus 14 años, Mario espera en Madrid el autobús encorvado sobre su móvil. “Pfff, yo no me la quito, por la costumbre supongo, no sé, es más cómodo que andar sube y baja”, acierta a balbucear sin quitar la vista mucho de la pantalla. En otra parada de autobús cercana, dos amigas de 15 llevan la suya por la barbilla, en clase se la han quitado, pero han sido minoría. “El primer día yo era la única sin, pero el segundo ya se la han quitado como 7 de 26, creo que cada vez seremos más a medida que se les quite la vergüenza”, dice una de ellas.

Quizá aún es pronto para sacar conclusiones. Nadia y Sami van jugando por la calle: él hace que llama a un portal, ella corretea por la acera. Tienen 15 y 16, es una tarde primaveral, están en una vía de la periferia madrileña sin mucha gente y ambos van embozados. “Yo solo me la quito en educación física, en clase me la podría quitar, pero creo que los profesores prefieren que no y las mesas están muy juntas, el virus sigue por ahí…”, dice Sami. Su amiga Nadia es tajante: “Lo mío no tiene nada que ver con la covid”. Se cambió a su instituto actual cuando ya estaba implantado el tapabocas y ahora solo se lo quita con quien la conoce “de antes”. Sami solo le ha visto la cara una vez que quedaron en la calle, en el instituto, Nadia se deja la mascarilla en el patio y come girando la cabeza y retirándosela solo momentáneamente para morder. “De aquello hace mucho, va, bájatela, ¡que no me acuerdo de tu cara!”, le pide él tocándole un brazo. “Que no, que no, que no estoy cómoda, que me veo fea y como que me falta algo”, se zafa ella batiendo las pestañas con rímel y la larga melena morena. ¿Se la han quitado solo los guapos? “Creo que se la han quitado sobre todo los que tienen más confianza en sí mismos”, reflexiona Nadia. ¿Le llegará ese momento a ella? “Si cada vez más gente se la quita como parece, igual me animo. A ver la semana que viene… o quizás la otra”. “A tu ritmo, yo te espero”, bromea Sami.

Filtro corporal

La distorsión de la imagen corporal ha sido uno de los efectos de la pandemia y sus confinamientos, según la profesora de Enfermería Comunitaria en la Universitat de Barcelona (UB) Alba Roselló. “Los casos de trastornos de la conducta alimentaria (TCA) se han disparado”. Según datos del hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, los ingresos por TCA aumentaron un 68% en 2021 respecto al 2020. La enfermera compara el uso de las mascarillas entre los jóvenes como un filtro de la propia imagen, similar al que tanto utilizan en las redes sociales. “Publican imágenes propias basadas en filtros que transforman la realidad. No comparten lo que son, sino lo que desean ser”.

Doménica lo sabe bien: dejó de usar Instagram hace meses por el “daño” que le ocasionaba, a pesar del miedo que tenía de quedar fuera de su círculo de amistades. “Las relaciones digitales han tomado mucha fuerza, y tenía miedo de quedar excluida del día a día de mis amigas”, cierra.

“La única manera de superar un miedo es afrontándolo”

Los expertos piden “tiempo” para que los jóvenes se adapten a la vida sin cubrebocas en el aula. “La mayoría se acabará sacando la mascarilla”, considera Teia Plana, coordinadora de la Unidad de TCA del Hospital Clínic. La doctora recomienda “no presionar” a los jóvenes para no generar una resistencia, una idea en la que coincide Roger Ballescà, vicepresidente del Colegio Oficial de Psicólogos de Cataluña (COPC):  “Cuando existe el miedo a mostrarse, la única manera de superarlo es, precisamente, mostrándose”, reflexiona. “Hay que animarles a perder el miedo al juicio ajeno; acompañándoles y entendiendo qué les preocupa; pero forzarles no es la manera porque se genera una resistencia inmediata”.

Plana entiende que ver al resto de compañeros sin cubrebocas puede aumentar el interés para dejar de llevarla, y anima a los profesores y maestros a normalizar la convivencia sin mascarilla en el aula. “Es importante que los jóvenes tengan modelos que ofrezcan espacios para interactuar sin mascarilla", analiza. Ballescà y Plana son optimistas. “La mayoría de jóvenes se la han quitado. La lleva una minoría; y no hay una afectación clínica directa”.

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