Un huerto urbano para hacer barrio
Es un modelo comunitario alejado de la jardinería contemplativa
Las calles de Rosselló, Rocafort y Córcega son los límites de un espacio urbano, Els Jardins de Montserrat, donde hay un área infantil, un pipicán, un punto verde de recogida, el casal de jóvenes Queix —que había sido la biblioteca infantil Lola Anglada— y, en un rincón, como no queriendo estorbar: un huerto urbano. Temporalmente, una parte de su terreno se lo ha comido el andamio levantado para rehabilitar el edificio vecino. Son cinco parterres, tres mesas ...
Las calles de Rosselló, Rocafort y Córcega son los límites de un espacio urbano, Els Jardins de Montserrat, donde hay un área infantil, un pipicán, un punto verde de recogida, el casal de jóvenes Queix —que había sido la biblioteca infantil Lola Anglada— y, en un rincón, como no queriendo estorbar: un huerto urbano. Temporalmente, una parte de su terreno se lo ha comido el andamio levantado para rehabilitar el edificio vecino. Son cinco parterres, tres mesas y tiestos de muy diferentes medidas. La idea, abierta a todo el mundo, salió del Casal de Joves Queix que hay al lado. Es un huerto comunitario, ecológico y asambleario. Nació el mayo del 2019 aprovechando la remodelación de la plaza. El Ayuntamiento cede el espacio y el agua a los vecinos que lo cuidan.
Cuando fui a verlos, hace un par de domingos, además de alguna vecina trasteando, como Eli, me atendieron Antonio, un funcionario de la Generalitat; María Rosa, educadora social; y Xavi, informador juvenil. Todas las explicaciones son suyas. Aquel domingo era jornada de trabajo y cuando acabamos de charlar... cogieron las azadas para esparcir estiércol que se tiene que mezclar muy mezclado con la tierra. Es un fertilizante de primera. Las sacas de excrementos de oveja llegan de Igualada, del proyecto Eco Puig Aguilera, conocidos de Rosa, también voluntaria del huerto. Y todo es así. El huerto sólo puede prosperar con el trabajo de los vecinos. Hay apuntados una cincuentena, pero el grueso de las tareas lo hace una decena. Se nota mucho, comentan, el tránsito vecinal. Cuando la vida lleva un hortelano a otro lugar se pierde su vinculación. Los más fieles son, lógicamente, los vecinos más asentados en el barrio. “Cuando se ve más gente es en primavera, cuando todo está más bonito y crecido. En invierno, no se puede hacer gran cosa”. La pandemia hace que algunas personas de edad ahora no se acerquen. Cuando haya pasado este miedo y puedan recuperar el terreno ocupado por las obras volverá, están seguros, una actividad que la covid entorpeció, enfrió.
Sobre qué, cuándo y cómo se tiene que hacer para mantener un huerto tienen suerte de los consejos de los más mayores. Internet también ayuda, pero se trata de un proyecto colaborativo y las iniciativas tienen que salir de la gente. Por ejemplo, los dos hoteles de insectos —la Pensión Lolita y el Pensi— que tienen colgados. Los propuso e hizo un vecino familiarizado con la entomología y habilidoso en el bricolaje. Son como cajitas de diferentes estructuras y materiales, cada una pensada para ser el hábitat ideal de una determinada especie, desde abejas solitarias a mariposas. “Se trata de crear un espacio para que los insectos provechosos para el huerto permanezcan”.
Los cultivos los propone una comisión de planificación y la asamblea decide. Pero el que hace diferente este tipo de huertos no es lo que se planta —si tomates o zanahorias—, es la idea de ciudad que defienden. “Se trata de hacer barrio, favorecer la convivencia entre los vecinos. Y, en el caso del Eixample, hacer un barrio más verde, dar una vuelta a los conceptos dominantes. El Ayuntamiento propone una jardinería contemplativa y nosotros queremos dar a los ciudadanos la oportunidad de intervenir en la gestión”. El Hort de la Lola ha encontrado en el distrito un buen entendimiento y ayuda. Más dificultades hay, por ejemplo, con Parcs y Jardins, a los que le piden un trozo de parterre vecino, que no está ajardinado, y donde podrían extender plantas aromáticas, ornamentales, del tabaco o la caléndula “que se llevan las plagas”. “Se trata sencillamente de hacer barrio, un barrio más amable con un proyecto participativo, abierto. Y estos procesos siempre crean tensiones porque sacan poder a alguien”. Una estadística municipal de abril de 2019 hablaba de 94 huertos urbanos en Barcelona de muy diversa tipología. , desde los de propiedad municipal, los autogestionados con acuerdos con el distrito, los sociales con finalidades terapéuticas no abiertos a los vecinos, los privados o “los precarios”, sin acuerdo con propietarios ni administración... Otros cálculos casi duplican la cifra.
La pretensión principal de este tipo de proyectos no es lucir una tomatera muy gorda —que si crece, bienvenida sea—. “Hacer barrio” se traduce, por ejemplo, en la convocatoria de talleres —sobre plantas comestibles, recogida de semillas, permacultura— que hace un vecino, si domina la materia, o se contrata a un especialista. Los hacen en colaboración con el Aula Ambiental de la Sagrada Família. Hay un armario biblioteca donde uno puede dejar los libros que quiera y otro, coger los que desee. También tienen una Nevera Solidària . “No tiene ánimo asistencialista. Es un proyecto político de fomentar la idea de que la comida no se tiene que tirar”. Funciona como la biblioteca. Se rellena con la aportación de vecinos, de comercios de alimentación que dejan los sobrantes... “hubo un taller de cocina en el centro cívico de la calle Urgell, Teresa Pàmies, y nos traían los tápers. El Servei de Rehabilitació Comunitari nos traen regularmente cada viernes”. Tienen un compostador que pueden usar los vecinos. Hacen sesiones de Txi-Kung. Cuando no se podían convocarse reuniones en interiores, lo usaba la asociación de vecinos el barrio.... Y es que el huerto es un espacio abierto, donde hay abuelos que van simplemente a sentarse para encontrar un ambiente más confortable, trabajadores que se traen la comida, etcétera. Obviamente, no todo es idílico. Colgado de un palo hay un letrero que dice “No robeu”. “Hemos tenido robos y durante el estado de alarma un grupo de jóvenes venía —aunque por la noche está cerrado es muy fácil entrar— y su gresca molestaba al vecindario”. Hablaron con ellos y algunos les hicieron caso. Otros no desaparecieron hasta que acabó el estado de alarma. Desde entonces, no han vuelto.
Y toda esta agenda de actividades con un presupuesto de 1.500 euros al año —para comprar herramientas, instalar el riego automático, pagar los talleres...—. Tienen una subvención que llega mediante el Casal de Joves. Pero un presupuesto tan poca cosa solamente se explica porque hay un grupo de vecinos que empujan el proyecto. Después de la crisis de la covid, ahora se preparan para la primavera que tiene que llegar.