La pandemia amplifica las causas de la pobreza y hunde en la vulnerabilidad al 26,3% de los catalanes

La encuesta de condiciones de vida del Idescat indica que en 2020 un tercio de las personas no pudieron afrontar gastos imprevistos ni permitirse una semana de vacaciones al año

La usuaria de Cáritas Olga Ramírez, en una de las sedes de la entidad en Barcelona.Joan Sanchez (EL PAÍS)

La pareja llegó a Barcelona el 11 de marzo de 2020. Venían de Colombia, donde su situación era complicada y no ofrecía futuro, para buscar trabajo. “No teníamos familiares aquí, solo algún contacto de teléfono y algunos ahorros hasta encontrar empleo. La primera noche la pasamos en un hotel, y a partir de la segunda ya en una habitación de un piso compartido”, explica Olga Ramírez, de 49 años. Dos días después se instauró el estado de alarma y el confinamiento, rompiendo a pedazos los planes de Olga y su marido. “Solo comíamos y pagábamos el alquiler, hasta que nos quedamos sin dinero a los tr...

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La pareja llegó a Barcelona el 11 de marzo de 2020. Venían de Colombia, donde su situación era complicada y no ofrecía futuro, para buscar trabajo. “No teníamos familiares aquí, solo algún contacto de teléfono y algunos ahorros hasta encontrar empleo. La primera noche la pasamos en un hotel, y a partir de la segunda ya en una habitación de un piso compartido”, explica Olga Ramírez, de 49 años. Dos días después se instauró el estado de alarma y el confinamiento, rompiendo a pedazos los planes de Olga y su marido. “Solo comíamos y pagábamos el alquiler, hasta que nos quedamos sin dinero a los tres meses, y tuvimos que dejar el piso”, recuerda sin poder evitar las lágrimas. Empezó entonces un periplo de pisos compartidos y trabajos precarios —ella en limpieza de pisos, él en la construcción— en el que todavía se encuentran. “El mes pasado entre los dos ingresamos 800 euros, y tenemos hijos en Colombia”, explica. Durante este tiempo les ha acompañado Cáritas, que les ha abonado el alquiler de varios meses y les ha dado un crédito para comida.

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El de esta pareja es uno de los miles de casos de personas que han tenido que acudir a pedir ayuda en Cataluña, donde la pobreza persiste como un mal cronificado para más de dos de cada diez catalanes. La encuesta de condiciones de vida del Instituto de Estadística de Cataluña (Idescat) correspondiente a 2020, publicada este jueves, indica que el riesgo de pobreza o exclusión social afecta al 26,3% de la población (tres puntos más que el año anterior, y el peor dato en diez años) y que el 21,7% está ya por debajo del umbral de la pobreza (dos puntos más que el año anterior). La encuesta muestra solo parcialmente el impacto de la pandemia, ya que los indicadores que se basan en los ingresos se configuran con los datos de dos años antes, es decir, de 2019. No obstante, el trabajo de campo sí se hizo el año pasado y da detalles de la debacle que supuso la covid 19 para las familias más vulnerables: los hogares con una situación de privación material severa pasan del 5,7% al 6,2% (en el conjunto de España es del 7%), y un tercio de los catalanes aseguró no poder atender gastos imprevistos ni permitirse una semana de vacaciones al año.

Llueve sobre mojado. O de aquellos barros, estos lodos. Así describen los expertos y las entidades sociales la persistencia de la pobreza cronificada en la sociedad catalana. Desde la crisis financiera de 2008 la vulnerabilidad se ha instalado en una parte importante de la población y no se ha recuperado pese a la mejora de la economía. La covid, señalan, solo ha hecho que amplificar las causas estructurales de esta situación y hundir aún más a las personas que la sufren.

La encuesta de condiciones de vida da un indicador clave, la tasa Arope (que mide el riesgo de pobreza o exclusión social). Esta se ha movido, desde 2013, entre el 23% y el 26,3%, el máximo que marca la encuesta publicada este jueves. La tasa Arope se basa en tres componentes, y todos empeoran: la tasa de riesgo de pobreza (el porcentaje de gente que tiene ingresos anuales inferiores al 60% de la mediana de la población, un umbral debajo del cual están actualmente el 21,7% de los catalanes); la baja intensidad de trabajo (hogares en los que no se ha trabajado más del 20% del potencial de un año, una situación en la que están casi una de cada diez familias); y la privación material severa (en la que se encuentra el 6,2% de los hogares, que certifican problemas como retrasos en el pago de la vivienda o comida, imposibilidad de ir de vacaciones, no poder tener una dieta equilibrada, no poder tener teléfono, televisión, lavadora, coche o una temperatura adecuada en casa, etc.).

De estos componentes de la tasa Arope, solo el de la privación material severa muestra ya el impacto de la covid 19, ya que los demás se elaboran mediante los ingresos de 2019 (que indican, en el año anterior a la pandemia, una mejora que sin embargo no consiguió hacer bajar la tasa de pobreza: los hogares catalanes percibieron unos ingresos netos anuales de 35.030 euros, y individualmente, de 14.170 euros, esto es, un 5,1% y un 4,8% más que el año anterior).

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A la espera de que en diciembre se publique el informe Foessa, que ofrecerá un primer dibujo completo de la Cataluña pobre en pandemia, la encuesta del Idescat da una primera pista de que la situación ha empeorado. Los primeros en verlo han sido las entidades que de un día para otro vieron aumentar vertiginosamente la demanda. “Los alimentos pasaron a ser el elemento más demandado, esto antes no era así. Pilló por sorpresa a todas las entidades”, explica Lluís Fatjó-Vilas, director del Banco de Alimentos. En febrero de 2020 atendían a 112.000 personas, y en junio de ese año, subió a 159.000. Tras estabilizarse la situación y reducir el primer impacto, ahora vuelve a crecer y son 147.000 usuarios los que piden alimentos. “Es un 5% más que antes de la pandemia. Lo más característico es que ha venido gente que nunca lo hubiera pensado: jóvenes formados y preparados con contratos precarios o que se han quedado sin trabajo: periodistas, del mundo digital, del espectáculo, el comercio… Son una pobreza de paso, pero al lado, la pobreza severa lo es más que nunca”, detalla. El Banco de Alimentos ha repartido 12,8 millones de kilos, un 33% más que el año antes de la pandemia.

La productora de conciertos y festivales, y dj, Lydia Alonso, en su casa.Albert Garcia (EL PAÍS)

Una de las personas que han tenido que pedir alimentos es Lydia Alonso, de 42 años. Después de 15 años trabajando en el sector de la cultura como productora de conciertos y festivales y como dj, Lydia se quedó sin trabajo de un día para otro con el cierre del ocio nocturno, que todavía persiste. “Me quedé solo con el paro de los autónomos, que es 700 euros, y el alquiler ya son 750. Al principio vas tirando de ahorros y de la ayuda de familiares y amigos, pero llega un punto que se acaba. Ahí es cuando, aunque me daba vergüenza y me costó, fui a pedir alimentos”, explica. Lo hizo a través de la fundación Actúa Ayuda Alimenta, una plataforma creada expresamente con la pandemia para asistir a los profesionales de la cultura. “Los gobiernos han dejado de lado a los autónomos, hemos tenido que ayudarnos entre nosotros. Tengo esperanza en que cuando todo reabra vuelva el trabajo, pero ¿quién aguantará hasta entonces? Estamos sufriendo mucho emocionalmente”, dice.

Algunos volverán a tener trabajo, pero hay un segmento de la población para la cual la pobreza es persistente. “Está claro que no saldremos fácilmente de esta cronificación de la pobreza. Con la covid 19, las personas que tenían pocos ingresos, normalemente con trabajos irregulares asociados a las curas, lo han perdido todo y ahora son aún más pobres. Los que tenían algunos ingresos, se lo han gastado”, señala Anna Sabaté, miembro del observatorio de la vulnerabilidad de la Cruz Roja. Sabaté destaca que la pandemia ha sido el escenario perfecto para evidenciar muchas formas de vulnerabilidad que pensábamos ya superadas: “La soledad de las personas mayores, la brecha digital que impide hacer trámites con la administración, la violencia de género que afloró con el confinamiento… no todo tiene que ver con la pobreza, sino con una falta de tejido social”. Desde el inicio de la pandemia, 600.000 personas han pasado por algún servicio de la Cruz Roja en Cataluña, y ha aumentado especialmente la demanda de alimentos: el 44% de los que acudieron a la entidad nunca antes había pedido ayuda. La perspectiva no es mucho mejor: “La vacunación ha ido muy bien, pero si los indicadores sanitarios no bajan, no llegarán las buenas noticias económicas. La gente ahora no se muere tanto, pero a nivel social seguimos en la UCI, y como más se alargue la situación, más vulnerabilidad se sumará”, explica Sabaté.

Precariedad laboral, vivienda y caída de ingresos

También en Cáritas han visto aumentar la demanda como nunca. Desde que empezó la pandemia se han doblado las personas atendidas en la entidad, y durante el confinamiento se multiplicaron por tres. Las causas de esta pobreza, avisan, no han cambiado. “Están relacionadas con nuestro modelo económico, y son básicamente dos: que tener trabajo ya no es garantía de cubrir las necesidades más básicas, y que en las ciudades existe un gravísimo problema de acceso a la vivienda. Las soluciones a estos problemas estructurales son a largo plazo, y cuesta que los políticos se pongan a ello”, analiza Míriam Feu, coordinadora de análisis social de la entidad. El precio del alquiler en Cataluña ha crecido un 36% en seis años, según el último informe del Ctesc, y un 39,6% en el área de Barcelona.

La covid 19, explica, ha amplificado estos problemas: “El mercado laboral informal se interrumpió de golpe, y muchas de estas personas, especialmente gente con una situación administrativa irregular, no pudieron ni optar a prestaciones. Y en vivienda, la gente que ya vivía en lugares precarios se ha encontrado con un confinamiento muy difícil”. Esto, asegura, ha llevado a un empeoramiento de la salud mental. “Ha sido una etapa de mucho estrés y ansiedad, nuestros servicios de apoyo psicológico han trabajado mucho”, explica Feu.

El usuario de Arrels Constantin Radu, en un taller ocupacional de la fundación.Joan Sanchez (EL PAÍS)

Algunos lo han perdido todo, hasta la vivienda. Constantin Radu, de 60 años y originario de Rumanía, lleva en España dos años y ocho meses, seis de los cuales los pasó viviendo en la calle. “Alquilábamos una habitación con mis hermanos, pero nos quedamos sin dinero. Dormía en los parques de Montjuïc, el invierno fue muy duro”, dice. Le ofrecieron una cama en las instalaciones de Fira de Barcelona, que se covirtió en un refugio para personas sin hogar. “Pero no estaba bien ahí, algunos no, pero había trabajadores que me trataban como a un delincuente. Volví a la calle”, explica. Ya vacunado y en un piso de Cáritas, pasa muchas horas en el taller ocupacional de Arrels. Esta fundación ha cifrado en 1.064 las personas que no tienen hogar en Barcelona, de las cuales se estima que la mitad sufren agresiones físicas o verbales. Casi un tercio ha empezado, como Constantin, a vivir en la calle a partir de la pandemia. “No tengo mucho miedo al virus, porque hay cosas mucho peores. He visto mucha gente que nunca ha tenido problemas y ha terminado en la calle”, expresa.

Faltan medidas de calado

“Ya veníamos de una pobreza muy cronificada y estructural. Necesitamos medidas profundas y que toquen hueso, porque el modelo productivo que tenemos no da respuesta a las necesidades de todos”, dice Sira Vilardell, vicepresidenta de la federación catalana de entidades de acción social (ECAS). Las medidas estrella para combatir la pobreza —en Cataluña la renta garantizada de ciudadanía y en el conjunto de España el ingreso mínimo vital— “son importantes, pero están condicionadas en los ingresos de las personas. Esto genera un proceso muy estigmatizador porque la persona pobre tiene que justificar que es pobre y que lo sigue siendo, cosa que aumenta la dependencia con la administración. Además han generado muchas dificultades de acceso”, afirma Vilardell. La renta garantizada de ciudadanía, cuya implantación desde 2017 ha sido muy lenta, llegó de media a 135.416 personas en 2020, muy lejos del conjunto de personas que según la encuesta del Idescat están en riesgo de pobreza. “No cubre ni de largo a todo el mundo que lo necesita. Además, resulta que no hay coordinación con el ingreso mínimo vital, que solo llega a 46.000 personas y no llega al millón de ciudadanos en pobreza severa. Todavía no se ha hecho un convenio con el Estado y hace meses que no nos reunimos con el Govern para hablar sobre ello”, explica Francina Alsina, presidenta de la Mesa del Tercer Sector.

Tanto desde ECAS como desde la mesa destacan el papel clave de las entidades durante la pandemia. “Hemos estado a pie de calle y ahí donde no llegaba la administración, hemos demostrado ser rápidas y adaptativas: desde el inicio de la pandemia se han atendido a más de 800.000 personas. Es un servicio público básico y lo seguirá siendo, porque aunque acabe la crisis sanitaria, la crisis social seguirá”, dice Alsina. El sector reclama reconocimiento y que se apruebe la ley del Tercer Sector para tener más estabilidad económica en las entidades y para participar de las decisiones. También piden que se desarrolle la renta básica universal, que está en el acuerdo de gobierno entre ERC y Junts.

El director general de servicios sociales de la Generalitat, Josep Maria Forné, lamenta que la pobreza está adquiriendo un carácter permanente, pero destaca que no es una situación ajena al contexto español o europeo. “Tenemos que trabajar en dos direcciones, dar cobertura a las necesidades y romper el círculo vicioso”, dice. Forné explica que el Govern trabaja para reforzar las dotaciones económicas a las entidades y evitar que en la rotación de profesionales de la atención social. También admite que hay que aumentar los recursos y la agilidad de la renta garantizada de ciudadanía. Y defiende los servicios sociales como la administración de trinchera. No obstante, durante la pandemia se han sucedido las quejas y reclamaciones de los trabajadores de este ámbito, especialmente en Barcelona, donde piden más personal y recursos.

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