Carne oculta con disfraz
El contenido cárnico se disimula o prestigia con el vestuario en la fritura, marcando la calidad del resultado
Es un bocado tradicional por su eficacia, el simple y austero bistec rebozado vale la pena y mantiene su interés gastronómico en su simplicidad y austeridad. Tiene la virtud de poder consumirse lejos de la cocina, frío, fuera de casa, horas después de su preparación, que no es compleja.
Es una fritura, sin salsas ni cremas, buena carne rebozada, la perfecta compañía en una comida sin rutinas, para las salidas al mar o las excursiones por tierra. Un plato simple preparado que resiste a las modas, las abstracciones y sofisticaciones de oportunidad. El ...
Es un bocado tradicional por su eficacia, el simple y austero bistec rebozado vale la pena y mantiene su interés gastronómico en su simplicidad y austeridad. Tiene la virtud de poder consumirse lejos de la cocina, frío, fuera de casa, horas después de su preparación, que no es compleja.
Es una fritura, sin salsas ni cremas, buena carne rebozada, la perfecta compañía en una comida sin rutinas, para las salidas al mar o las excursiones por tierra. Un plato simple preparado que resiste a las modas, las abstracciones y sofisticaciones de oportunidad. El bistec o el escalope resultan una idea exitosa, intemporal.
El velo del rebozado, las vestimentas al uso —pan rallado o galleta picada, harina y huevo— puede crear la duda sobre que se presenta, las características y la calidad del contenido oculto, pero las décadas de tradición, la extensión y la reiteración de su consumo, dan crédito a la fórmula, al bistec, al lomo, —a la pechuga de pollo— en sus diferentes acepciones.
Rebozar, empanar un bistec, crear un escalope (en el fondo un vestuario de camuflaje de la carne), supone un ejercicio de humildad gastronómica, un gesto eficaz y rutinario, pero de responsabilidad del cocinero y confianza del consumidor.
Hay leyendas culinarias internacionales o regionales, y restaurantes casi entregados a una causa única, así como vindicaciones particulares acerca de las credenciales de identidad de la presentación. Es indudable que hasta ahora imperaba el oficio, la devoción, maternal en su elaboración, quizás en el adobo de la carne.
El contenido cárnico (a veces con jamón y queso en un relleno) se disimula o prestigia con el vestuario en la fritura, que marca tanto como la carne la calidad del resultado. Pocas recetas privadas y universales tan distintas a todo el resto de los platos del común, con su libro de procedimiento, el estilo dictado en la memoria de la casa. Los rebozados son casi una norma en el menú que no una excepción festiva.
La milanesa, el vienés, el cachopo, cordón blue, el sanjacobo, el escalope, los libritos de lomo, ilustran las distintas ramas y versiones de las carnes vacunas, de cerdo o pollo, planas, con relleno y envueltas, protegidas para una cocción menos severa y directa y mantener sus cualidades.
El vestuario dorado del rebozado, desde el dorado trigo a la pátina de tonos más cobrizos, metálicos, puede que se pensase para dar confianza, vencer reticencias infantiles, no solo para ocultar las apariencias del sujeto cárnico, más allá de los detalles de su paso por los distintos platos y pasos para fijar el envoltorio.
La cobertura unifica el resultado, la apariencia, da unidad a las porciones de carne. Un buen rebozado inspira confianza, seguramente, fe en la calidad del producto y la honestidad de quien lo elabora.
Cocinar, posiblemente, tan solo es vestir, transformar, disfrazar los alimentos. Preparar la comida ya sea doméstica, rutinaria o de lujo, privada o como negocio, implica una responsabilidad directa de quien cocina, que tiene el compromiso —rutinario o excepcional— de seducir al consumidor al exhibir el resultado de sus platos, aunque sea un acto íntimo, cerrado. Este es un plato transversal, no solo infantil seguro.
Hay una exigencia de oficio, experiencia y honesta responsabilidad en las creaciones y recreaciones de los productos para convertirlos en bocados asequibles, en conserva fugaz o perdurable. No son precisos un ejercicio de diseño superior ni un arte supremo en los fogones, ni gestos sublimes aún en para la mera representación pública de los eventos y recitales los chefs y panaderos.
En el fondo y la forma, cocinar ni más ni menos que adecuar la comida, encaminar el uso de las materias. Se trata de una operación de simplificación y camuflaje en el sacrificio de los elementos centrales del menú. En el plato, con un gajo de limón al lado, las consabidas patatas si es consumido en la mesa y no al paso, seguramente en un bocadillo sublime entre rebanadas de pan o panecillo, llonguet.
No valen las trampas. Es evidente que nadie se escapa a las exigencias y responsabilidad en la presentación y elaboración de los productos, sea en el plano comercial o privado. Los rebozados de carne, pescado o verduras son un arte de habilidad, una vía de escape para disimular y asegurar la calidad final también.
El bistec rebozado y la tortilla de patata, quizás las panades, los cocarrois, el pan con sobrasada fueron y son menú de excursiones insulares, rutas por el litoral o navegaciones de corto recorrido.
El rebozado es anterior a las fiambreras de aluminio y los tuppers de plástico y un arte establecido antes de las tempuras orientales, a la japonización galopante del universo de la restauración y la vida en la mesa familiar.
Esa buena carne oculta y preservada, con una cocción moderada, es un seguro avalado por su actualidad sin pausa, eso es la tradición, la vía más concreta para demostrar la eficacia y vigencia de la fórmula sin olas de modernidades o experiencias arqueológicas. Simplemente una comida sin la necesidad de su consumición al momento, que sirve para llevar o tener a la espera, un bocado deseado y previsto.