¿Demasiado poco peligrosos?

La Andalucía del siglo XXI ha dado a luz a un movimiento cultural vibrante: lo que nos toca ahora es construir un correlato social y político a su altura

El Metrocentro de Sevilla con publicidad institucional del 28-F.Alejandro Ruesga

Decía Gata Cattana “que ahora que nos dejan decir que somos quien somos (y tampoco mucho) es porque no somos nadie, porque vamos a la nada entusiasmados y en fila de a uno, porque somos demasiado poco peligrosos”. Cabría preguntarse si sus palabras no estaban anticipando la deriva de lo que ha venido denominándose el “nuevo andalucismo”. Me refiero concretamente a la corriente artísticocultural que, en los últimos años, ha tenido un éxito no...

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Decía Gata Cattana “que ahora que nos dejan decir que somos quien somos (y tampoco mucho) es porque no somos nadie, porque vamos a la nada entusiasmados y en fila de a uno, porque somos demasiado poco peligrosos”. Cabría preguntarse si sus palabras no estaban anticipando la deriva de lo que ha venido denominándose el “nuevo andalucismo”. Me refiero concretamente a la corriente artísticocultural que, en los últimos años, ha tenido un éxito notable a la hora de actualizar las señas de identidad de Andalucía, tanto hacia dentro como hacia afuera de la comunidad, ya sea a través de la música, las artes plásticas y escénicas, la reflexión académica o la creación de contenidos en redes sociales.

El nuevo andalucismo es un movimiento tan ambicioso como paradójico. Su obsesión, un tanto naíf, con los referentes de la infancia —Curro, los programas de Canal Sur, el desayuno de molletes con aceite cada 28F― es nostálgica, pero no conservadora. No refleja tanto una añoranza de la realidad pasada sino de un estado de ánimo en el que el futuro era motivo de esperanza y no fuente de ansiedad o pánico. Ese imaginario vintage compartido nos demuestra que no sólo compartimos una situación de mierda —lo que conduciría al escapismo individual del sálvese quien pueda― sino también una tradición, unos referentes y unos valores comunes que nos inducen, al menos, a imaginar salidas colectivas.

Su estética es vanguardista, pero va más allá de lo contracultural. La apropiación y subversión de todos los iconos andaluces —de la Macarena a Blas Infante pasando por Lola Flores― ha desatado no pocas críticas a izquierda y derecha. Sin embargo, la voluntad de emplear con extrema libertad, hasta su completa resignificación, los símbolos propios de Andalucía no es una mera pose punk para provocar al público en pos de algún tipo de distinción soberbia. Los iconos, mitos y rituales ligados a lo andaluz se desacralizan precisamente para ensancharlos, para depurarlos de lo reaccionario y hacerlos, de ese modo, compatibles con nuestro ser generacional y la cada vez más diversa sociedad andaluza de hoy. Apuesta por las tradiciones sin ser tradicionalista: reivindica la Semana Santa, el Rocío, los verdiales o la receta del puchero no para mantener intacta una Andalucía ideal, sino por cuanto tienen de necesario para cohesionar a las mayorías sociales que tienen en su mano transformarla.

¿Qué tienen en común estas aparentes paradojas? Una permanente tensión entre la voluntad de identificarse con la comunidad andaluza y el deseo de cambiarla; un malestar con el conjunto que no se articula, sin embargo, desde la marginación y el rechazo de parte, sino que pretende disputar el todo, el centro, la propia idea de Andalucía: lo que algunos denominarían una vocación hegemónica.

Un proyecto con tales ambiciones no está exento, claro está, de fuertes riesgos. La audacia neoandalucista, sin miedo de llevar al mainstream lo que había nacido en lo underground, constituye sin duda una oportunidad de dar la batalla cultural en un momento de reacción neoconservadora y revival nacionalcatólico. Pero al mismo tiempo, abre la puerta a su asimilación por parte de lo que cabe ya denominar el “andalucismo juanmista”: una desviación neoliberal de la identidad y el autonomismo andaluces.

El “andalucismo” de Juanma Moreno resulta preocupante no ya por su apropiación del 4 de diciembre —toda efemérides oficial es, en el fondo, una forma de reescribir el pasado―, sino por su constante perversión de los valores centrales que han dado sentido a la idea moderna de Andalucía. El “pedid tierra y libertad” se está convirtiendo en una demanda de terrenos para construir o establecer regadíos sin control alguno por parte de grandes fondos de inversión. La autonomía, que alguna vez significó un autogobierno democrático dirigido a construir el desarrollo y el bienestar que siglos de centralismo político, dependencia económica e inferiorización cultural habían negado a Andalucía, se traduce hoy solo como el derecho del Gobierno andaluz a eludir la obligación de regular los precios de los alquileres, reducir los impuestos a los más ricos mientras los servicios públicos perecen por inanición y desafiar los mecanismos estatales y supranacionales que protegen Doñana.

Pocas piezas condensan ese riesgo de asimilación tan claramente como la campaña Andalusian Crush, cuyos autores reconocen haberse inspirado en la “agitación cultural de la juventud andaluza” y la forma que tiene de relacionarse con su patrimonio cultural reventando los viejos clichés. Sin duda han sabido captar la idea, al igual que hicieron anteriormente para Cruzcampo. El problema no lo tienen los publicistas, que hacen su trabajo de manera magistral. El problema lo tenemos —me incluyo― en el nuevo andalucismo.

Nuestra reivindicación de la identidad y las tradiciones, la apuesta por referentes olvidados de nuestro pasado y la defensa de las costumbres y modos de vida andaluces siempre partió de una constatación, más o menos consciente, de que la precarización laboral, la emergencia climática, la emigración forzada, la gentrificación y el turismo desbocado amenazaban no ya lo que somos sino, sobre todo, lo que queríamos ser en el futuro. Y aquí se presenta la peor de las paradojas: que toda esa creatividad acaba siendo empleada como inspiración y banda sonora de una campaña millonaria dirigida a fomentar más aún el monocultivo turístico, el monstruo que destruye a marchas forzadas todo lo bello que queríamos proteger y conservar.

Pero nada está escrito. El nuevo andalucismo nació de la necesidad de afrontar la crisis de identidad y de expectativas de una generación millennial perdida y vapuleada por sucesivas crisis. La habilidad que ha demostrado de movilizar el deseo generando imágenes más atractivas de lo que somos y queremos ser también puede impulsar ―y de hecho ya impulsa― al feminismo andaluz, a los sindicatos de inquilinas, a movimientos ecologistas, a centros sociales y medios de comunicación pegados al territorio. La Andalucía del siglo XXI ha dado a luz a un movimiento cultural vibrante: lo que nos toca ahora es construir un correlato social y político a su altura.

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