Hilanderas, lavanderas y ‘mata-txerris’: el municipio navarro de Ochagavía vuelve a 1925
Los vecinos del pueblo recrean a final de cada verano las tradiciones y oficios del siglo pasado
Desde hace más de dos décadas, cuando llega el final de verano, el pueblo navarro de Ochagavía gira las hojas del calendario hacia atrás hasta llegar a principios de 1900. Las señales de tráfico, el cajero automático o los carte...
Desde hace más de dos décadas, cuando llega el final de verano, el pueblo navarro de Ochagavía gira las hojas del calendario hacia atrás hasta llegar a principios de 1900. Las señales de tráfico, el cajero automático o los carteles de las tiendas se esconden bajo telas recias. La llegada del siglo XXI solo se percibe en los datáfonos que tienen algunos de los puestos de productos artesanales y en los móviles de las casi 3.000 personas que visitan anualmente este municipio del Valle de Salazar para disfrutar de Orhipean (en euskera significa debajo de Ori, que es el monte que custodia el pueblo). Esta fiesta recrea y recupera del olvido los oficios y tradiciones de hace más de un siglo. En ella participan, justo antes de empezar septiembre, el casi medio millar de habitantes del pueblo y aquellos ochagavianos a los que la vida ha llevado a residir en otros lares y que vuelven a casa por este motivo.
Durante un fin de semana, se visten con los trajes de aquella época y se convierten en sus antecesores: en las lavanderas, que vuelven a la orilla del río; en las hilanderas; en las panaderas o, incluso, en el barbero, que también es dentista, y que vuelve a ofrecer sus servicios (10 céntimos por arreglar el bigote, 20 por la barba). También acepta pagos en especie y, si el problema es una muela mal avenida, los tiquismiquis que necesiten anestesia para arrancarla tendrán que pagar una peseta. Los valientes, gratis.
La idea de retroceder en el tiempo surgió hace más de dos décadas, cuando quienes organizaban Orhipean vieron que era necesario reinventar la fiesta. “Antes se hacían conciertos, pero eran demasiado costosos”, recuerda la investigadora local y una de las organizadoras, Jone Villanueva (Ochagavía, 68 años). No hubiera sido posible darle la vuelta a la fiesta, reconoce, sin los más longevos. “La gente mayor entendió perfectamente lo que queríamos hacer y metieron de lleno al pueblo”. Participaron como figurantes y fueron enseñando a los más jóvenes. “No, no, tienes que hilar así, y para lavar en el río, así”, cuenta Villanueva.
Esos jóvenes han crecido y siguen participando en la fiesta. Es el caso de Amaia, de 30 años. “Al principio estuve en el colegio, luego en el costurero y ahora en la panadería”. Lo bonito de la fiesta es que participan vecinos de todas las edades, apunta Villanueva: “Aunque no veas a la gente vestida, te han dejado su casa o el local de su tienda o cosas que tenían guardadas”. Por ejemplo, la consulta del médico se aloja en el vestíbulo de una casa privada del pueblo y el zapatero muestra calzados que pisaron las aceras pedregosas de Ochagavía hace ya unas cuantas décadas.
Para la ocasión se ha recreado incluso una antigua borda, “donde la gente reunía el ganado en verano” y son numerosas las casas del pueblo que dejan su puerta principal abierta para que el visitante pueda apreciar el empedrado típico del suelo que decoraba las entradas. Próxima al ayuntamiento, abre también sus puertas la Casa Koleto –antes llamada Casa Mancho–. Es una típica casona pirenaica que fue reconstruida en el siglo XVIII, después de que los franceses quemaran el pueblo en la Guerra de la Convención. La adquirió el ayuntamiento en 2021, explica Villanueva, y apenas restauró lo imprescindible. No hacía falta más porque su contenido es, expresa, “espectacular”. Es la única que todavía conserva los pesebres de madera hechos de una sola pieza y, ojo, porque el Nuncio Apostólico Ildebrando Antoniutti se alojó en ella en 1957. Ahí es nada. En uno de sus espacios se ha recreado la antigua escuela, con horarios diferenciados para niños y niñas. De la puerta cuelga una oferta de trabajo para encontrar maestra, con condiciones muy precisas: “No casarse”, “no andar en compañía de hombres”, “no teñirse el pelo” o “usar al menos dos enaguas”.
La escenografía está muy cuidada, también los ropajes de las y los figurantes. Sin embargo, lo que realmente suma realismo a la escena es la “espontaneidad de la gente”, cuenta Villanueva. Las lavanderas se arrodillan en el río para lavar las sábanas, el alguacil recorre el pueblo pregonando los últimos anuncios y las hilanderas, “sobre todo las mayores, son gente que sigue hilando porque lo aprendió de sus padres”. Tampoco falta el ganado. En la puerta del ayuntamiento, un pastor agarra a una de las ovejas que aguardan pacientes en un pequeño corral de madera y comienza a esquilarla. Lo hace como antes, “a tijera y sin atar a las ovejas”.
La lana se acumula después en la otra esquina de la plaza para el axotado. “Casi siempre, quien mejor hace las cosas es quien ha vivido ese oficio”, afirma Villanueva, así que son los pastores los que esquilan los animales y los que simulan el paso de la cañada por la calle principal del pueblo. Hay también ganaderos paseando a los burros y alimentando a las vacas y cabras que aguardan pacientes en pequeños corrales próximos al río. Hay un acto especial: el mata-txerri, la matanza del cerdo. Se sacrifica un animal en la calle y varios vecinos trituran la carne, rellenan las tripas para hacer chorizo y cocinan sus diferentes partes.
No todos los figurantes son profesionales. José Luis simula ser el dentista/barbero de la localidad, pero él, reconoce sonriendo, es electricista. Lleva participando en esta jornada desde el inicio y asegura que merece la pena, pese al gran trabajo que lleva detrás. “Todo [el material] sale de distintas casas del pueblo, del peluquero que había antes, de un dentista que había antes, y es mucho trabajo de montaje”. En ese momento, recibe una visita, la del cura, al que promete entre risas que todavía no le ha cortado el cuello a nadie. Lo que queda como incógnita es si ese párroco es el real o el figurante, porque los dos pasean por separado por las calles del pueblo.
La recreación también llega hasta la iglesia. Allí reza una vecina. Lo hace con mantilla y, frente a ella, hay un despliegue de antiguas ceras y velas que tenían que llevar a misa las familias de los difuntos. Guardan, además, un espacio a las angélicas, una tradición desaparecida, cuenta Villanueva. “Eran las niñas de primera comunión que durante el mes de mayo ofrecían las flores a la Virgen. Lo hacían en Ochagavía y en la Ermita de Muskilda, un domingo en cada sitio”.
Los años pasan, pero la ilusión continúa y la fiesta se perpetúa. Han decidido seguir recreando los primeros años del siglo XX. Con una excepción, el periódico, que se actualiza. En esta ocasión, es el de 1925. Gracias a él sabemos que aquel año nacieron 29 infantes, con nombres como Jacoba o Primitivo, y que fallecieron 16 vecinos. Sabemos también que tres quintos de aquel año se consideraron prófugos por no haberse presentado a los alistamientos para el servicio militar, pero que otros seis, entre los que estaban Gumersindo y Felipe, fueron considerados aptos. También, claro, se celebraron bodas. Algunas tempraneras, como la de Aquilino e Ignacia, que se dieron el sí quiero un 18 de febrero de 1925 a las seis de la mañana en la Parroquia de San Juan Evangelista de Ochagavía.