Misión imposible: poner un bote de lentejas en manos de un afectado de la dana
Oto y Laia, dos voluntarios, contactan con vecinos por medio de una aplicación para saber qué necesidades específicas precisan. Después cargan con ellas y se las llevan. Por el camino contemplan una ciudad inimaginable.
Entre los cientos de voluntarios que avanzan decididos cada mañana con escobones de barrendero, están Oto Sabater y Laia. Limpiarán lo que se ponga por delante, lo que las víctimas de la riada con la casa o la tienda boca arriba les indiquen o les pidan. Pero, además, ellos dos se han arrogado otra tarea, más particular, más concreta. Una minucia en el océano de necesidades de los cientos de miles de afectados por la dana, pero una minucia vital para un...
Entre los cientos de voluntarios que avanzan decididos cada mañana con escobones de barrendero, están Oto Sabater y Laia. Limpiarán lo que se ponga por delante, lo que las víctimas de la riada con la casa o la tienda boca arriba les indiquen o les pidan. Pero, además, ellos dos se han arrogado otra tarea, más particular, más concreta. Una minucia en el océano de necesidades de los cientos de miles de afectados por la dana, pero una minucia vital para un grupito de personas: los dos jóvenes llevarán, primero, comida preparada y litros de leche a un puñado de ancianos que vive en un bloque de pisos con el ascensor estropeado por la inundación y, después, unas botas a una mujer del centro de Alfafar que casi no puede salir de su casa porque no tiene —y no tiene dónde comprar— el calzado necesario para caminar encima de la sopa de barro en que se ha convertido su calle. Los dos estudiantes universitarios, venidos de dos pueblos de la provincia de Valencia, localizaron a estos vecinos gracias a una aplicación que pone en contacto a gentes necesitadas de algo determinado y voluntarios dispuestos a andar lo que haga falta para llevárselas. Necesitarán recorrer varios kilómetros por este territorio devastado para cumplir lo prometido.
Ninguno de los dos ha estado antes en la zona arrasada. No saben, pues, qué se van a encontrar. Por eso Oto, mientras cruza el puente que salva al Turia, murmura, con la vista puesta en la otra orilla: “Dicen que más allá es Mordor”, dice, en referencia al país desolado de El Señor de los anillos. De alguna forma es cierto. Basta llegar al otro lado del río para que una ciudad normal en la que luce este miércoles un sol deslumbrante y el tráfico circula y los semáforos funcionan se transforme en otra cosa. Nada más entrar en el barrio de La Torre hay una excavadora ocupada en acomodar una montaña de unos quince metros de alto de muebles y trastos embadurnados de barro pegajoso. Hay un coche del revés que parece una cucaracha gigante. En el aire flota el olor dulzón y acre del material orgánico en descomposición. Frente a cada casa y cada comercio hay un montón de muebles de madera reblandecidos por la humedad y aparatos eléctricos inservibles que antes del martes 29 de octubre eran muebles y aparatos de casas y de comercios. Muchas neveras. También juguetes, libros, ropa, tendederos, sillas, colchones o trozos de ventanas. Y lámparas, aparadores y hasta un violonchelo.
Los dos estudiantes llegan a la primera etapa del destino: el bloque alto de más de 20 pisos de los ancianos, incapaces de subir o bajar los escalones sin ascensor. Una mujer joven acude a por la comida: un bote de lentejas que solo hay que calentar (no hay agua, así que no se puede cocinar) y los litros de leche. Promete repartirlo entre sus vecinos más mayores y agradece sinceramente a los dos voluntarios el interés, el esfuerzo y la eficacia. Los dos jóvenes responden que no es nada, prometen volver si necesitan más cosas y se ponen después en marcha.
Al pasar por la calle Vicente Aleixandre de la localidad de Alfafar un señor con una camiseta del Real Madrid les pide que le ayuden a limpiar un local en la planta baja. Los dos voluntarios acceden. Para eso han venido. El hombre se llama Jesús González, está jubilado, es vicepresidente de la peña madridista de Alfafar y estuvo a punto de morir ahogado el día de la riada al tratar de sacar su coche del garaje. Pero renunció a hacerlo cuando el agua le llegaba a la cintura y ese buen juicio de última hora le salvó la vida. Agarrándose a los salientes de las paredes de su calle luchó contra la corriente que le arrastraba hacia una explanada y consiguió regresar exhausto a casa. La peña es el local destrozado por el agua que los dos voluntarios comienzan obedientemente a vaciar de sillas y mesas y cuadros y tablones llenos de barro.
—Solo se ha salvado esto— dice Jesús.
Lo único que se ha salvado es una foto de Florentino Pérez que milagrosamente no tiene ni una mancha. Contemplando el prodigio Jesús se anima un poco.
—Hay que ver. Este hombre ha nacido de pie. Ponga ahí lo de la foto, a ver si nos ayuda.
Pero a los pocos minutos vuelve a ensimismarse y a la pregunta de si cree que pondrá la peña de nuevo en marcha responde con tristeza un “no sé” y a la de si va a ver en algún sitio el partido del Real Madrid de esa tarde con el Milan vuelve a responder con otro “no sé” aún más triste porque parece abarcar muchas más cosas y más importantes que el partido. Su mujer, Inmaculada, cuenta que no lejos de ahí murieron más de seis personas en el aparcamiento de un piso. También que la primera noche unos desalmados reventaron la máquina de tabaco del bar de la esquina para hacerse con el dinero. Después se echa a llorar a ver a Oto y a Laia limpiando como pueden la peña de su marido y enseña el brazo con los pelos de punta: “Se me pone así cuando pienso en los voluntarios”.
De nuevo en marcha. Van por una calle que tiene una tienda de colchones arruinada, un bar sin nada, una farmacia que trata de ponerse a punto a toda prisa, la peluquería Mayzu que está llena de barro y un puesto de ayuda para la gente del barrio alimentado por donaciones: “Nos sobra ropa y agua embotellada y nos falta calzado y detergente para la lavadora y comida para gatos”, señala la mujer que está al frente. No hay un solo comercio indemne en esta calle. Por todas partes se ven bomberos, militares, policías y guardias civiles. Hay un ajetreo y un mareo de sirenas y excavadoras reconfortante. Pasa un tipo montado en una bicicleta que parece pintada en barro.
Es ya casi media mañana. Han pasado varias horas. Oto y Laia, tiznados, llegan por fin a la casa de María José Soler, que sale a recibirles en unas zapatillas de deporte también llenas de barro, destrozadas de tanto andar por el agua estancada. Oto le entrega las botas nuevas, la minucia, y ella le devuelve una sonrisa infinita.