El auto del Supremo, repleto de agujeros
El Supremo encausa al fiscal general y a la fiscala jefa de Madrid, pero no a la docena de funcionarios que conocían los correos. ¿Justicia a la carta?
El auto del Tribunal Supremo que abre causa contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, está salpicado de agujeros. Y de inferencias sin contraste. Faltan elementos básicos y sobra un exceso de celo perturbador.
El primer vacío es la ausencia total de referencia a lo que causó la reacción de la Fiscalía General. El desencadenante fue una falsa deposición de ...
El auto del Tribunal Supremo que abre causa contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, está salpicado de agujeros. Y de inferencias sin contraste. Faltan elementos básicos y sobra un exceso de celo perturbador.
El primer vacío es la ausencia total de referencia a lo que causó la reacción de la Fiscalía General. El desencadenante fue una falsa deposición de Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso, a varios periodistas, que la publicaron tal cual el 13 de marzo: les explicó que la fiscalía proponía y la cúpula fiscal (“órdenes de arriba”) impidió un acuerdo de conformidad con Alberto González Amador (novio de Ayuso) para minorar las peticiones de pena. Era falso. Quien lo proponía no era la fiscalía, sino González Amador, autodeclarado culpable de tres delitos. Y desacreditaba sin pruebas a la jefatura del ministerio público por abortar actuaciones de su personal.
Este vacío, voluntario o descuidado, es esencial, pues sin ese desencadenante no había caso. No habría habido mentís público del fiscal por escrito explicando la confesión de Amador, para desmentir el bulo original. Tan poco caso había en la nota que el Tribunal Supremo la valida: “Aparentemente no hay [en ella] información indebidamente revelada”. Y por eso retrotrae el caso a otra filtración previa, contraria a la de Miguel Ángel Rodríguez, el verdadero “revelador” de un pacto (que quedó inconcluso). Fue Rodríguez el primero en desvelar datos, aunque manipulados.
La fiscalía no solo tenía derecho a desmentir, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal la empujaba a ello: “Para el ejercicio de sus funciones, podrá informar a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan siempre en el ámbito de su competencia”, pero con respeto al deber de reserva y sigilo. Esta autorización del artículo 4.5 –el auto la menciona de refilón–, deviene cuasi-obligación de transparencia. Lo es si la cúpula debe defender la tarea de los fiscales de base: la “causa pública”, el prestigio, el “buen funcionamiento de las Administraciones públicas”. La jurisprudencia subraya como básica esa tarea de los funcionarios en caso de violación de secretos del artículo 417 del Código Penal (Sentencia del Tribunal Supremo de 30/9/2003); así como los derechos de defensa del justiciable. Los jueces deben atender a ambos bienes jurídicos contrapuestos.
Ahí llega otro gran agujero. El auto cita torpe o torticeramente una sentencia propia, la 509/2016, que versa sobre ambos. Y olvida su clave de bóveda (recogida de la Sentencia del Tribunal Supremo 114/2009), que gradúa la prioridad entre ambos intereses: “Bien protegido por la norma es con carácter general el buen funcionamiento de las Administraciones públicas”, o sea, “el bien común” al que deben atender como “prioritario” los funcionarios. Solo “junto a ello”, pero después, se predica que la revelación no cause “un perjuicio de mayor… relevancia” al “servicio que la Administración presta”. En aquel caso, una funcionaria reveló un dato a un contribuyente, que podía obtenerlo de otro modo: el daño “no fue relevante para el interés de la Administración”. En el caso actual, el del bulo contra la Fiscalía buscaba desacreditarla, y a la labor de sus servidores, de cuajo. ¡Ay, lecturas sesgadas sobre los propios textos!
La tercera gran distorsión del auto estriba en que parece teledirigido. Reconoce que “resulta difícil de fijar y deslindar” el carácter dañino de la presunta filtración, aunque “estimamos” —afirman los togados— ”que al menos indiciariamente, en este supuesto, sí existe una carga de lesividad”. Es una inferencia enana y no argumentada. Sobre todo, inversa a la exigencia de que “existan sólidos indicios de responsabilidad”, que el mismo texto postula: ¿acaso la ponente no se lee a sí misma?
Encausa al fiscal general y a la fiscal jefa de Madrid, pero no abre investigación —ni la encomienda a un tribunal inferior— a todos quienes conocieron los correos antes de ser elevados a la nota oficial, más de una docena de funcionarios: ¿Justicia a la carta?
Y sucumbe al despropósito de primar los derechos (¡que por supuesto existen!) de un criminal confeso, carente de credibilidad, aunque beneficiado por la generosa presunción de inocencia; por encima de los de una institución del Estado. Un auto automático.