Tuteo al Estado
Gonzalo Urquijo, el arquitecto acusado de graves delitos fiscales, llama de usted al fiscal y apea el tratamiento a la abogada del Estado en el juicio de Bárcenas
El presidente del tribunal es un hombre de costumbres. A las doce en punto, pausa para el café. Y a las dos de la tarde, hora de almorzar. Luis Bárcenas, que ya ha declarado todo lo que tenía que declarar y ha pedido permiso para volver solo a las sesiones de postín —cuando venga M. Rajoy, por ejemplo—, se pone de pie a las 11.55 y sale rápido de la sala, como esos aficionados que no quieren pillar atasco y se pierden el típico go...
El presidente del tribunal es un hombre de costumbres. A las doce en punto, pausa para el café. Y a las dos de la tarde, hora de almorzar. Luis Bárcenas, que ya ha declarado todo lo que tenía que declarar y ha pedido permiso para volver solo a las sesiones de postín —cuando venga M. Rajoy, por ejemplo—, se pone de pie a las 11.55 y sale rápido de la sala, como esos aficionados que no quieren pillar atasco y se pierden el típico gol de Sergio Ramos en el descuento. Una pena, porque nada más irse —con dos policías cubriéndole la retirada hacia el furgón de la Guardia Civil— el fiscal Antonio Romeral termina su interrogatorio a Gonzalo Urquijo Fernández de Córdoba, el arquitecto que hizo la reforma de la sede del PP. La última pregunta del fiscal es si guardaba dinero en la caja fuerte que tenía en un banco. Urquijo responde:
—Yo le puedo decir que…
A continuación, la abogada del Estado María Fernández Cifuentes formula al arquitecto su primera pregunta:
—Señor Urquijo, ¿recuerda que entre los años 2006 y 2010 repartiera los beneficios con su socia?
El arquitecto responde:
—Yo ahora mismo no te lo puedo asegurar…
Gonzalo Urquijo ha tardado solo dos minutos en pasar del usted con el que trataba al fiscal Romeral, un señor maduro de pelo cano y grandes entradas, a tutear a la abogada del Estado Fernández, una mujer joven. Se produce un primer momento de extrañeza en la sala, que se confirma en la segunda, en la tercera, en la cuarta respuesta, en toda la declaración. La abogada del Estado lo somete —siempre con el “usted” y el “señor” por delante— a un interrogatorio mucho más preciso y documentado que el del fiscal, pero Gonzalo Urquijo, un hombre de 50 años, arquitecto de profesión, dueño de una empresa boyante que hasta le permite disponer de cuentas en Suiza, sigue tuteándola. No parece haber entendido, ni aun sentado en el banquillo de los acusados de la Audiencia Nacional justo al día siguiente al 8 de marzo, que esa forma desigual de tratamiento en función de quien sea el interlocutor, un hombre o una mujer, tiene un nombre muy feo que, precisamente, en días como el del lunes millones de mujeres de todo el mundo tratan de denunciar.
El juicio continúa. Tal vez por las mascarillas, el olor a rancio pasa inadvertido para el presidente del tribunal, que, o no se ha percatado del asunto o no ha considerado oportuno reconvenir al acusado. A las dos y media, 30 minutos más tarde del horario habitual, se levanta la sesión.
Hay quien cree todavía que los juicios son aburridos. Nada más lejos de la realidad. Incluso en las sesiones plúmbeas, o precisamente por eso, se aprende algo, cada detalle es una pista, si no de un comportamiento criminal, sí de la condición humana. En la del martes, además del lío de papeles que tenía la empresa de Urquijo y sus triquiñuelas contables —para él absolutamente legales, ya veremos lo que dice la sentencia—, se ha podido comprobar el esfuerzo de Bárcenas por levantarse del barro. Uno de los dos malos oficiales de los últimos años —el otro es el comisario José Manuel Villarejo y no parece que vaya a abandonar su nuevo perfil de pirata— ha querido dejar claro durante su extensa declaración que reconoce su parte de culpa, pero que es más valiente y más digno que todos los empresarios que le entregaron dinero negro y que aquellos políticos que lo recibieron de sus manos y que tantos años después siguen negándolo. Dice que sí, que esas grabaciones fantasma que implican a Javier Arenas y a Mariano Rajoy se hicieron, y que tal vez estén por ahí, pero en sus palabras y en su tono se nota que hace esfuerzos por alejarse del perfil de hombre vengativo que quiere morir matando.
Hace además una cosa a la que no todos se atrevieron en el banquillo de los acusados, y ahí está el ejemplo no tan lejano de Juan Ignacio Zoido durante el juicio a la intentona secesionista. Si el exministro del Interior eludió la responsabilidad de la actuación policial del 1 de octubre descargándola en sus subordinados, Bárcenas está haciendo justo lo contrario. Intenta por todos los medios salvar la cara de sus subordinados. Tal vez no sea suficiente, ni desde el punto de vista legal ni desde el moral, teniendo en cuenta que durante casi 20 años conoció y perpetró los tejemanejes de un partido que, a la misma hora que dirigía el Ministerio de Hacienda, recaudaba dinero negro de empresarios corruptos para pagar un sobresueldo a ministros aparentemente impolutos; pero cuando vuelve a su sitio en el banquillo después de declarar parece tranquilo. Mira a su abogado, cruza los brazos y estira las piernas.
Desde el fondo de la sala se ve a tres hombres que cruzan los brazos a la vez, pero de forma distinta. Bárcenas, el arquitecto y el juez. De los tres, el que va a dormir en la cárcel parece el más relajado.