Las diseñadoras que la historia quiso borrar
La gran mayoría de ellas idearon productos todavía vigentes, pero se les negó el reconocimiento que merecían. Un libro trata de reparar ese error.
La historia del diseño industrial ha sido fundamentalmente, y durante un siglo, el recuento del buen hacer occidental hecho por hombres. La disciplina entró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York a principios de la década de 1930, cuando el centro no había cumplido todavía un lustro. Fruto de la revolución industrial, el diseño unía ingenio y cálculo, tecnología y pragmatismo. Esa vertiente más organizativa que maquinal fue campo abonado para la invención femenina, que le añadió sensatez y practici...
La historia del diseño industrial ha sido fundamentalmente, y durante un siglo, el recuento del buen hacer occidental hecho por hombres. La disciplina entró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York a principios de la década de 1930, cuando el centro no había cumplido todavía un lustro. Fruto de la revolución industrial, el diseño unía ingenio y cálculo, tecnología y pragmatismo. Esa vertiente más organizativa que maquinal fue campo abonado para la invención femenina, que le añadió sensatez y practicidad. Aun así, la entrada de las autoras en el templo del arte contemporáneo fue accidentada. Cuando en 1938 el finlandés Alvar Aalto recibió el reconocimiento de la institución, su socia, la arquitecta Aino Marsio, quedó borrada. Ni Aalto ni la propia Marsio protestaron.
Sucedió así: aunque Finlandia fue uno de los pocos países donde las mujeres pudieron estudiar Arquitectura en el siglo XIX, y Aino Marsio se graduó en la Universidad de Helsinki en 1920 —antes de que lo hiciera Alvar Aalto—, la arquitecta no consiguió abrir estudio propio por las restricciones sociales del momento (recordemos que en España una mujer no pudo tener cuenta bancaria propia hasta entrados los años setenta). Alvar sí lo hizo. Y le dio trabajo a la compañera de estudios con la que terminaría asociándose. Y casándose. Si uno visita la que fue su casa-estudio en la calle Riihitie de Helsinki (diseñada por ambos en 1934), comprueba que Aino tenía la mejor ubicación, al lado de la ventana. Juntos fundaron la empresa Artek (arte y técnica) para producir el mobiliario de madera de abedul con el que quisieron caldear la modernidad. Ella dirigió esa empresa hasta que murió prematuramente, de cáncer, en 1949.
Ya en 1932 Aino Aalto había conseguido el segundo puesto en el concurso convocado por la empresa Karhula —hoy Iittala— para idear una vajilla funcional y decorativa. Se inspiró en el efecto de una piedra al caer sobre el agua. Los círculos concéntricos dibujan platos de tacto y aspecto artesanal que, sin embargo, son de producción industrial. Todavía hoy se fabrican. Seis años después de aquel concurso, el MoMA homenajeó sus proyectos sin incluir a Aino ni en el título de la muestra, ni en las cartelas, ni en los créditos. Únicamente en la cronología, al final del catálogo, aparece su nombre junto a una fecha “1925: Se casa con Aino Marsio. Desde entonces realizan todos los proyectos juntos”. Otros seis años más tarde, muerta Aino, el museo rectificó y en la exposición Design for Use firmó algunos de los muebles anteriormente atribuidos a Alvar Aalto a su ya desaparecida socia Aino.
A pesar de que en las primeras muestras de diseño industrial del MoMA el fabricante obtuvo más crédito que el autor del producto, en la exposición sobre la Bauhaus celebrada un año después de que descuidaran a Aino Aalto, el museo expuso a varias diseñadoras. Más allá de algunas de esas creadoras, como Anni Albers o Marianne Brandt —que logró entrar, y destacar, en el departamento de metales firmando lámparas y su famosa tetera (1925)—, la historiadora Jane Hall destaca en su libro Woman Made, Great Women Designers (Phaidon) a otras bauhasianas, como la ceramista Margarete Heymann-Löbestein —que fundó su propio taller para producir vajillas— o la ebanista Friedl Dicker-Brandeis, que dio clases a los niños checos en el campo de concentración de Theresienstadt y terminó muriendo en Auschwitz. A pesar de que, como consecuencia de la I Guerra Mundial, en la escuela alemana había casi tantas mujeres como hombres, también allí se animaba a las alumnas a estudiar textiles por encima de Arquitectura. Y solo Gunta Stölzl consiguió ser profesora.
Durante décadas no hemos sabido ver la injusticia que acallaba, también en el diseño, el trabajo no reconocido de tantas mujeres. Como le sucediera a Aino Aalto, también la estadounidense Ray Eames se quedó fuera del reconocimiento del MoMA cuando en 1946 el museo tituló, inequívocamente, Nuevos muebles diseñados por Charles Eames. Hoy el legado de aquella exposición ha quedado corregido en los archivos del museo. Solo la copia facsímil del documento de prensa y el propio título, claro, delatan el error.
Pero la manera de leer el diseño que eligió su historiografía no solo apartaba a las mujeres. Aunque los muebles tubulares de la Bauhaus tenían un aspecto industrial, eran de fabricación artesana. Y la artesanía también fue marginalizada por la historia. Como si el diseño se equiparara al pensamiento. En casa de Luis Barragán ni siquiera los guías hablan de la diseñadora cubana Clara Porset, que ideó casi todo el mobiliario del arquitecto y ciertamente amuebló su casa. En Filipinas, Mercedes Ched Berenguer-Topacio —que fundaría en su país la primera Asociación de Interioristas— estudió Arquitectura “porque en la cola para inscribirse en arte había demasiadas mujeres”, cuenta Hall. Formada en Manila y en Estados Unidos, repensó la aportación artesana local en un mundo global. “La destreza de la artesanía obliga a regresar a una manera de trabajar que rechaza la velocidad e incluso la globalización en que derivó la modernidad”, explica Hall. La francesa Charlotte Perriand lo supo ver. Fue pionera a la hora de buscar la inspiración en la artesanía japonesa. Hoy Rossana Hu con su sofá Lan y Nada Debs con su biombo Summerland rescatan esa mirada más amplia.
Hall interpela al sistema de inclusión/exclusión de la historia del diseño industrial con una pregunta: ¿cuántos diseñadores reconocerían a la escritora de cuentos infantiles Beatrix Potter como fuente de inspiración? Para la arquitecta británica Alison Smithson, la casa del ratón Peter Rabbit, y su cocina llena de cacharros, representaba la apropiación del diseño, la verdad de su uso en la vida familiar. El diseño debe ser práctico y estético, pero también construye un lugar que muestra la vida.
En 1926, tres décadas antes de que Smithson cuestionara la limpieza moderna, la primera arquitecta austriaca, Margarete Schütte-Lihotzky, racionalizó el trabajo en la cocina Frankfurt. No era una experta cocinera —Hall cuenta que obtuvo la información preguntando a amigas qué facilitaría su vida en la cocina—, pero elaboró un método para organizar las labores de lavado, preparación, cocción o almacenaje sin perder espacio ni desperdiciar tiempo. Hoy su cocina Frankfurt es considerada feminista porque mejora la vida de todos: hombres y mujeres. En los años treinta, más de 10.000 viviendas públicas alemanas tuvieron cocinas Frankfurt. Shütte terminó huyendo del nazismo y rechazó ser condecorada por su ciudad para no borrar ese pasado.
Los diseños que no desperdician ni un centímetro de almacén firmados por mujeres han sido una constante. Con un solo producto, el muro de almacenaje Uten.Silo (hoy distribuido por la marca Vitra), Dorothee Becker fundó una empresa que dirigió hasta 1989. Su hazaña quedó ensombrecida por el brillo de las lámparas ideadas por su famoso marido, Ingo Maurer. También la italiana Anna Castelli Ferrieri ideó algunos objetos míticos, como el sistema modular de almacenaje Componibili Modular Storage System. Casada con el ingeniero químico Giulio Castelli, ambos fundaron Kartell, una compañía pionera en la innovación con plásticos ABS. Corría 1967 cuando, al presentar su sistema, ella lo dijo: “El futuro pertenece al plástico”. Eran otros tiempos; el brillo, el colorido y el diseño hablaban entonces de una modernidad irreverente. Y las mujeres no se han preocupado solo de ordenar: la holandesa Hella Jongerius, por ejemplo, convirtió su sofá Polder en una estancia transformable.
A pesar de su capacidad para unir pragmatismo e imaginación, muchas diseñadoras vivieron el hecho de ser mujer como una desventaja profesional. Es difícil haber escuchado hablar de Franca Helg, Luisa Aiani o Emma Schweinberger. Sin embargo, sus maridos pueden sonar más familiares: Franco Albini, Ico Parisi o Ernesto Gismondi. Hall considera que las mujeres diseñadoras tuvieron mayor reconocimiento cuando su pareja no trabajaba en ese ámbito. Tal vez por eso, las que llegaron a triunfar en la arquitectura lo hicieron radicalmente. Tras trabajar con Gio Ponti y Marco Zanuso, la arquitecta Cini Boeri diseñó viviendas con habitaciones separadas. Fue acusada de promover el divorcio. Como Boeri, también la arquitecta española Patricia Urquiola tardó en abrir estudio en solitario. Tenía 40 años cuando se decidió. En menos de una década, alcanzó fama mundial y hoy es la única mujer en el grupo de diseño que asesora a Apple.
Pero la autoría femenina no siempre resultaba radical. Hall explica que, trabajando para la compañía de vidrio Libbey, la norteamericana Freda Diamond consiguió igualar su sueldo al de los hombres. ¿Cómo? Fue una superventas. La revista Life la presentó como una “diseñadora para todos, capaz de suavizar la vanguardia, de dotar los diseños de un aspecto más cercano” y, por tanto, más conservador y comercial.
Como sucedió con la gran historia, también la del diseño es una crónica de exclusión, no solo de las autoras, también de la artesanía y de los creadores no occidentales. Una historia feminista —es decir, igualitaria— pondría lo que ha sido considerado menor, incluso marginal, en perspectiva; reconsideraría valores y otras prioridades, y ampliaría el potencial, los logros y la ambición del diseño.