‘Stendhalazos’ veraniegos 2: un momento memorable en Machu Picchu
Mi hermana, que me acompañaba en ese viaje, y yo decidimos que tener semejante belleza delante e irse con prisas era de idiotas, así que cancelamos el tren de vuelta a Cuzco
Fui por primera vez a Machu Picchu en 1985. Perú estaba sumido en un tremendo caos económico y social. Faltaban años para que el turismo se hiciera masivo y saturara la ciudadela incaica hasta tener que limitarse su acceso. Fui, como todos, en el tren que sale muy temprano desde Cuzco, en una ...
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Fui por primera vez a Machu Picchu en 1985. Perú estaba sumido en un tremendo caos económico y social. Faltaban años para que el turismo se hiciera masivo y saturara la ciudadela incaica hasta tener que limitarse su acceso. Fui, como todos, en el tren que sale muy temprano desde Cuzco, en una excursión de día, con la idea de volver a dormir a mi hotel cuzqueño. Pero la visión de aquel lugar mágico me cautivó. Mi hermana, que me acompañaba en ese viaje, y yo decidimos que tener semejante belleza delante e irse con prisas era de idiotas. Así que renunciamos al tren de vuelta y una vez que cerraron el recinto nos quedamos dentro, sentados en la hierba entre las ruinas, nosotros solos (hoy sería algo impensable), paladeando cómo el sol se acostaba sobre las montañas verdes y picudas del valle del Urubamba, con todos los venerables muros de piedra seca pulida de Machu Picchu para nuestro solitario disfrute. Fue uno de los momentos más memorables de mi vida viajera.
He vuelto después muchas veces a Machu Picchu. Varias de ellas acompañando grupos de El País Viajes. Y siempre, en todos los grupos, sean de la edad que sean, varias personas se emocionan y lloran cuando, tras pasar la puerta de acceso y llevarlos por un sendero concreto, diciéndoles que no levanten la vista del suelo y que no miren para los lados, les digo que alcen por fin la cabeza en el mirador desde donde se tiene la mejor y más fotogénica visión de la ciudadela. No falla. Y es que es uno de los lugares más bellos del mundo; no tanto por las ruinas en sí, sino por su emplazamiento. Por el decorado de ceja de selva que envuelve un enclave lleno de energía y magia.
Hay más ciudadelas incas o preincaicas en los Andes (Choquequirao, Kuélap), pero esta, a los pies del Huayna Picchu, es, sin duda la más deseada, el más famoso yacimiento arqueológico de América Latina. También el que más misterios entraña aún. Los arqueólogos no terminan de concretar la función que tenía esta ciudad de enormes piedras de granito encajadas de forma imposible, levantada en uno de esos parajes más espectaculares e inaccesibles del valle del Urubamba.
Machu Picchu está dividido en dos sectores: el agrícola, con una vasta red de andenes o terrazas artificiales, y el urbano, con construcciones como el Templo del Sol. Debido a su estratégica ubicación en la cima de una alta montaña, existen diversas teorías sobre lo que pudo significar para los incas. De las más aceptadas es que fue un importante centro ceremonial y agrícola mandado construir por el inca Pachacútec, cuyas zonas de cultivo surtían a Cuzco de productos selváticos que no crecían bien en la capital, como las hojas de coca, tan importantes en la cultura andina.
Lo único que sabemos seguro es que los españoles nunca supieron de ella. Y que el primero que la documentó fue el arqueólogo y aventurero estadounidense Hiram Bingham, en 1911. Una guía que me acompañaba una vez me dio una teoría inapelable. “¿Le cuento por qué sabemos a ciencia cierta que los españoles no la conocieron? Porque no hay ninguna iglesia”. Una lógica aplastante.
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