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Por Paco Nadal

Skrei: pescando en el Ártico noruego el bacalao más viajero

Una travesía a bordo del ‘Keipnes’ siguiendo el periplo marino por el mar de Barents de este cotizado y exquisito pez cuyo nombre significa nómada

Barcos de pesca de skrei en aguas del mar de Barents, cerca de las costas de Noruega.piola666 (Getty Images)

Son las cuatro de la madrugada y las luces anaranjadas de las farolas de Husøy, una aldea de pescadores al norte, muy al norte, de Noruega, parecen cuentas de colores alineadas sobre el inmenso tapete negro azulado que cubre los 360 grados de la noche ártica. Un puntito de calidez en una gran circunferencia fría y oscura.

El Keipnes, el pesquero de 22 metros de eslora en el que me he enrolado como tripulante ocasional, larga amarras y en silencio, como si a nadie pareciera impo...

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Son las cuatro de la madrugada y las luces anaranjadas de las farolas de Husøy, una aldea de pescadores al norte, muy al norte, de Noruega, parecen cuentas de colores alineadas sobre el inmenso tapete negro azulado que cubre los 360 grados de la noche ártica. Un puntito de calidez en una gran circunferencia fría y oscura.

El Keipnes, el pesquero de 22 metros de eslora en el que me he enrolado como tripulante ocasional, larga amarras y en silencio, como si a nadie pareciera importarle su partida a estas horas intempestivas, abandona la pequeña rada de esta isla del condado noruego de Troms unida a tierra por un puente de hormigón en la que todos sus habitantes viven de un milagro: el milagro del skrei. Henrik Meland, 28 años, su jovencísimo capitán, coteja las cartas náuticas en la pantalla del puente y ajusta el rumbo mientras me explica las dependencias del barco y me aconseja que me relaje y descanse tras el madrugón. Quedan 30 millas náuticas de mar abierto, unas dos horas y media de travesía, para llegar al banco de lo que buscamos: el skrei, el pata negra de los bacalaos.

Esta no es una especie diferente de bacalao, es Gadus morhua, bacalao común, solo que nadie sabe por qué extraña razón los que nacen en el mar de Barents, cerca de las costas de Noruega y de Rusia, llevan incrustado en su ADN un gen viajero. Mientras que otros bacalaos comen y viven casi siempre en la misma zona, el skrei es el vagabundo del Ártico (de hecho, su nombre significa, en noruego antiguo, nómada). Viaja miles de kilómetros por el océano más frío del hemisferio norte alimentándose y, cuando llega a los seis o siete kilos de peso, vuelve a las mismas costas donde nació para desovar.

“Lo llamamos el milagro, el milagro del skrei”, explica Bjork Erik Stabell, director para España del Consejo de Productos del Mar de Noruega. “Si no fuera por el bacalao, nadie viviría en esta isla ni en estas costas. El bacalao es la base de la supervivencia de esta gente del norte. El invierno acá es muy duro, no hay granjas de animales, no hay huertos de frutas y verduras, solo tenemos el pescado. La razón fundamental por la que Noruega colonizó y sobrevivió en este extremo tan inhóspito del continente fue el skrei. Noruega no es perfecta para los humanos, pero si lo es para los peces”.

Vista de la isla de Husøy, en el condado de Troms (Noruega).Paco Nadal

Ese gen viajero, esa necesidad del continuo movimiento, es lo que lo convierte en un manjar exquisito y caro. “El bacalao es un pez vago”, añade Stabell. “Solo se tumba, come y engorda sin más. Pero el skrei nada tantos miles de kilómetros que gana musculatura y cuando se cocina tiene unas lascas fáciles de separar y un sabor especial y jugoso diferente por completo al resto de sus congéneres”, afirma.

El Keipnes sigue su rumbo aguas adentro por el mar de Barents. No hace un día especialmente malo para lo que se estila en estas latitudes, pero se balancea cual bola en un bombo de lotería. Llevamos a la vista por ambas bordas otra docena de barcos y un millón de gaviotas que, como nosotros, se dirigen a un mismo objetivo. El que cargue primero y regrese antes a puerto, gana. No dinero, pues el precio del pescado es el mismo, no está sujeto a subasta. Gana horas de sueño porque lo descargarán antes… y mañana habrá que zarpar a la misma hora.

Mantener el equilibrio a bordo es tarea de titanes y tienes que ir agarrándote a cualquier cosa antes de romperte la crisma contra esa cosa. Los tres marineros-pescadores del Keipnes, dos jóvenes noruegos y otro ruso, se mueven como astronautas en ingravidez por el barco. Yo, en cambio… obviaré describir aquí mis primeras ocho horas a bordo, tirado literalmente en un pasillo en la segunda cubierta, arrastrándome a la borda cada poco tiempo para vomitar (yo, que me creía inmune al mareo porque había atravesado el paso de Drake a la Antártida, doblado el cabo de Hornos a vela y cruzado más de 700 millas náuticas del Pacífico en un 45 pies: nada de eso me sirvió). Esto es la Champions de la marinería.

De repente, el capitán cree haber localizado un banco. Los tres marineros se enfundan en monos impermeables, accionan unos grandes tornos y largan dos kilómetros de cuerda doble, al final de la cual va una red transversal de 200 metros. Con ella peinan a media agua el océano en busca de recompensa. Y hoy la ha habido: en la primera lanzada sacan 10 toneladas de pescado. Luego nos movemos y tras un par de intentos fallidos vuelven a calar la red y aparecen…. ¡15 toneladas más! El copo sale a reventar de un pescado valiosísimo que se paga entre seis y nueve euros el kilo en puerto. A Henrik y sus tres compañeros se les ve felices, hoy ha sido un buen día. Y eso que el trabajo es extenuante. Conforme va cayendo el pescado de la red a la bañera del barco tienen que coger uno a uno cada bacalao (y los hay que pesan 10 y 12 kilos), cortarle las agallas a mano con un cuchillo y empujarlos a la bodega. Y eso, repetido uno a uno con todos los individuos que caben en 25 toneladas, merecería ser incluido entre los 12 trabajos mitológicos de Hércules.

Partiendo skrei a bordo del ‘Keipnes’.Paco Nadal

Cae el sol sobre el horizonte cuando están aún los cuatro (aquí el capitán, si tiene que enfundarse el mono y ponerse a ayudar, lo hace) rebanando cabezas de bacalao a destajo. Van a llegar de los últimos a Husøy y la descarga se les va a eternizar hasta bien entrada la madrugada, pero ha merecido la pena porque la comisión va a ser buena. Ser pescador de skrei en Noruega es una profesión dura pero muy bien remunerada. Trabajan unos 120 días al año, lo que dura la temporada (entre febrero y abril), a razón de 18 o 20 horas diarias; apenas tienen tiempo para dormir o para ver a la familia; salir de fiesta o pillar un par de días de descanso es misión imposible (a no ser que un temporal obligue a amarrar la flota). Pero el que menos se levanta un sueldo de un millón de coronas anuales (100.000 euros), muchas veces incluso más: hasta 140.000 euros en años buenos.

Llegamos bien entrada la noche a Husøy; solo quedan por detrás de nosotros dos de la casi treintena de naves que operan en este puerto. Henrik y sus colegas se van en una furgoneta blanca que les espera para gestionar la descarga. Yo me despido de ellos mareado y aturdido aún, jurando para mis adentros que nunca mais; que si me vuelven a ver, será en un bar. En el barco, ni harto de vino.

Al día siguiente me acerco a visitar la factoría que tiene aquí la empresa Karlsen, la que procesa todo el pescado que llega a Husøy. Ellos solos comercializan 1.000 toneladas de bacalao a la semana. Un ejército de operarios limpia y despieza el skrei, del que, como el cerdo en nuestras latitudes, se aprovecha hasta el rabo. Varios de ellos son jóvenes españoles que vienen a hacer la temporada. Como María Lastra, una santanderina que pese a haber estudiado Administración de Empresas repite este año experiencia porque la pagan muy bien: 19,8 euros la hora y 40 euros las extras.

Pese a manufacturar pescado, la factoría está más limpia que el baño de una gasolinera. Hay una skrei patrol: una pareja de inspectores de la organización independiente Norges Råfisklag, que controla la calidad del pescado y certifica qué ejemplares son merecedores de la etiqueta skrei, que no son todos. Esos son envasados en cajas de poliespan y enviados en fresco a medio mundo. Ni se congelan ni se salan, su calidad es para ser apreciada en fresco. Y me juran que dura así 12 días sin ningún problema.

Ejemplares de skrei en el puerto.piola666 (Getty Images)

En una esquina de la factoría veo una imagen que llamaría la atención a cualquiera: una fila de niños y adolescentes limpiado pescado. ¿Explotación infantil en la muy civilizada y garantista Noruega? No. Es que la tradición no escrita, pero siempre respetada de estas costas, es que los niños del pueblo tienen derecho a quedarse con las lenguas del bacalao, lo que nosotros llamamos cocochas, que luego venden a tiendas y supermercados. Es una forma de sacarse un dinerillo aprendiendo de paso lo duro que resulta ganarlo. Basta con que lo soliciten ellos o sus padres y la empresa les deja ir una hora al día a cortar lenguas, siempre fuera de horario lectivo. Una niña de unos 12 años, la más espabilada del grupo de ocho que veo cortando, me confiesa que en una hora pueden hacer 15 kilos de lenguas, pero que ella, que es mejor que los otros (por eso lo de espabilada, apuntaba maneras de lideresa), corta hasta 20 kilos. Si se las pagan a 35 coronas el kilo (unos 3,2 euros) y echan cinco o seis horas semanales … ¡Calcule lo que se sacan los angelitos!

El milagro del skrei (con la no menos inestimable colaboración de otro milagro: la corriente del Golfo) ha hecho que estas costas septentrionales de Europa —a una latitud en la que en cualquier otro lugar del globo terráqueo está todo congelado— alberguen una calidad de vida —y unos sueldazos— que ya quisieran los ciudadanos de latitudes más bonancibles. Pero es que Noruega es así. Salvaje y rica.

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