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Noche en Quinta da Casa Branca, el cobijo del buen paisajismo en Funchal

Con una historia que se remonta a mediados del siglo XIX, este hotel en la isla de Madeira se ha convertido en un destino en sí mismo. Un cuidado jardín, una arquitectura fusionada con el paisaje, silencio y gastronomía son un plan imbatible

Durante el siglo XIX, Funchal se consolidó como un importante destino para la élite europea. Su clima subtropical, benigno durante todo el año, convirtió la isla de Madeira en un lugar ideal para el descanso, la convalecencia y el disfrute de la naturaleza. La rivalidad por poseer el jardín más exótico y admirado tenía raíces sociales y también culturales. La considerable presencia de residentes británicos introdujo una estética paisajística influenciada por el modelo inglés, que valoraba la naturalidad, la espontaneidad, la variedad de especies y un cuidado ornamental sin formalismos. Madeira, en medio del Atlántico, era un punto crucial en las rutas del comercio marítimo, lo que facilitó la llegada de plantas exóticas provenientes de África, Asia y América.

Fue la época en que proliferaron las quintas (residencias señoriales) con jardines de niveles superlativos. Ejemplos emblemáticos son los que rodeaban Quinta Vigia, Quinta do Bom Sucesso (que propiciaron el posterior jardín botánico) y el clásico Monte Palace Tropical Garden, que aún hoy conservan el espíritu de esa época dorada de esplendor botánico.

Una de las quintas en las que se vivió el desarrollo del jardín como algo decisivo fue la Quinta da Casa Branca, cuya historia comienza a mediados del siglo XIX, cuando la familia británica Leacock transformó la propiedad en una explotación agrícola. Plantaron viñas y bananos en una extensión de seis hectáreas.

Hasta 1925, fueron una de las familias productoras de vino de Madeira más importantes, y prueba de ello es que la marca Leacock se mantiene al alza. En los años cuarenta, el propietario Edmund Erskine Leacock encargó al arquitecto Leonardo de Castro Freire el proyecto de una nueva Casa Mãe y al paisajista Evelyn N. Cowell la creación del jardín actual. Ambos se terminaron en 1947.

Un arboreto en el extremo norte, una zona plantada de plataneros y la granja completaron la estructura de la finca. Con el paso del tiempo, los descendientes reconocieron el potencial del lugar y decidieron convertirlo en un hotel boutique añadiendo un nuevo edificio.

El proyecto arquitectónico recayó en manos del madeirense João Favila Menezes quien, influenciado por el estilo de Frank Lloyd Wright, por una arquitectura moderna en armonía con la naturaleza y por el uso extensivo del cristal de las Case Study Houses, apostó por una ruptura radical con la arquitectura tradicional de la isla, utilizando vidrio, acero y pizarra volcánica para crear una construcción que “cayese suavemente” sobre el entorno natural.

Una propuesta audaz y luminosa que recibió el Premio de Arquitectura de la Ciudad de Funchal y que fue nominada para los galardones Secil y Mies van der Rohe. Hoy, esta planta fluida que reinterpreta el legado humanista de movimiento moderno adaptado a la realidad portuguesa e insular, que difumina los límites entre interior y exterior creando espacios abiertos sin jerarquías visuales rígidas y que permite la penetración de la luz natural y la vegetación, se presenta decorada con muebles clásicos de la historia del diseño del siglo XX, como los sillones Egg de Arne Jacobsen, y ha devenido una recepción elegante y mesurada.

360 especies de plantas

En 2002 se ampliaron las instalaciones con 43 nuevas habitaciones con terraza privada que en planta formaron una estructura en forma de ele alrededor de los jardines, y que se sumaron a las seis suites de la casa madre. Al año siguiente, Quinta da Casa Branca ingresó en el grupo Small Luxury Hotels of the World.

La estancia en este hotel destino se basa, pues, en el equilibrio entre historia, naturaleza y modernidad. Los 28.150 metros cuadrados de jardín botánico incluyen más de 360 especies, algunas exóticas, como manda la tradición de Funchal: magnolias, jacarandas, árbol de alcanfor, árbol de la salchicha, la palmera azul de Brasil, el árbol del fuego, la Grevillea robusta (opino de oro) o el árbol de China.

Este parque de árboles y plantas notables dotado de un delicado urbanismo paisajista es, ciertamente, y aunque suene a tópico, un vergel en mitad de la jungla de cemento en la que ha devenido esta parte de Funchal.

Un oasis de discreción que acaba resultando adictivo porque transmite una calma que se instala en el temperamento de quien lo habita. No se ve a nadie atribulado corriendo por un pasillo ni mucho menos discutiendo por el móvil. El lujo debe ser eso.

Hay gente con suerte. Además del bar Casa da Quinta (donde se sirven comidas y cenas informales) y del Pavilhão de Jardim (donde se sirven los desayunos), la casa madre cuenta con un restaurante gastronómico llamado The Dining Room, a cargo del chef Carlos Magno, con cocina fusión sin descuidar especialidades de la gastronomía madeirense.

La piscina principal (hay otra para familias con niños), abierta todo el año (y climatizada, claro), es uno de los lugares en los que sentir aún más profundamente esa agradable sensación de bienestar similar a la que siente un niño tras haberse agotado con sus amigos por construir la mejor cabaña junto al río, haber recorrido en bicicleta todos los campos del pueblo y sentarse a merendar a la sombra.

En Funchal hay cosas que hacer, pero todo lo que haya quehacer se convierte en nada en cuanto se pisa este rincón de Casa Branca y se prueba el placer de leer acompañado de un silencio tan puro, por lo que a fin de cuentas lo único que se puede pedir es que el día dure todo el tiempo que quiera la palabra siempre.

Qué hacer más allá del paraíso

Cuando uno se siente acogido por el buen paisajismo y la buena arquitectura, nadie siente necesidad de escapar. No obstante, como al ser como al ser humano no hay quien lo entienda, si uno busca tropezar con la insensatez hay actividades en Madeira por las que vale la pena ausentarse de la Quinta da Casa Branca.

La primera es hacer un Sunrise Jeep Tour organizado por la compañía Green Devil. Hay que despertarse a las cinco de la madrugada; un sacrilegio en esta quinta, pero, en fin, la recompensa son palabras mayores: ver amanecer por encima de las nubes desde el mirador de Pico Bica da Cana, un espectáculo natural de una belleza literalmente abismal. La segunda es recorrer una levada del norte de la isla (El Folhadal, por ejemplo, menos frecuentada que las clásicas).

La tercera consiste en aprovechar las vistas del mirador de San Vicente y del mirador de San Cristóbal y la cuarta, una comida y una degustación de vinos en la bodega Quinta do Barbusano, una experiencia que conecta con la esencia de la isla a través de sus vinos y, sobre todo, de la espetada madeirense:trozos de carne ensartados enramas de laurel a la parrilla.

De vuelta al alojamiento, hay una parada obligatoria en la Taberna da Poncha, en Serra de Agua, en la misma Estrada Regional (la carretera que une el norte y el sur). Es probable que no exista en el mundo un bar más popular que este, en el que todo gira en torno a la bebida más identitaria de Madeira y probable precursora de la famosa caipiriña.

Solo después de comprobar la hospitalidad del lugar, de la poncha à pescador (ron, miel, limón) y de los pescadores de Câmara de Lobos que la inventaron como calefacción para las frías noches de invierno, se puede regresar a Quintada Casa Branca. Y así, parapetados en la terraza, asistir una vez más al armonioso diálogo que establecen el jardín y el diseño arquitectónico dela recepción, recordar a figuras como Charles y Ray Eames, Pierre Koenigo Richard Neutra y entender por qué el paisajista Frederick Law Olmsted (creador de Central Park) decía: “El diseño del paisaje no es solo embellecimiento; es una herramienta poderosa para moldear el comportamiento y la experiencia humana”.

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