La Barcelona neomudéjar, una perla oculta entre modernismos
La plaza de toros de las Arenas, el Edificio Alhambra o la sede de la junta municipal del distrito de Horta-Guinardó en una ruta por la arquitectura de la capital catalana de mediados del siglo XIX, impregnada por el estilo neomudéjar y el historicismo
Barcelona, como ocurre en toda gran ciudad europea, se ha preocupado mucho en los últimos tiempos para elaborar un relato oficial sobre su historia, reconocible en las calles mediante un sinfín de rastros urbanos. Pero un período inexistente en el recorrido de la capital catalana es el musulmán, comprendido entre el año 718 y el 801, cuando el rey franco Ludovico Pío derrotó al invasor árabe para recobrar ese enclave estratégico para los intereses carolingios. No hay huellas de la presencia ...
Barcelona, como ocurre en toda gran ciudad europea, se ha preocupado mucho en los últimos tiempos para elaborar un relato oficial sobre su historia, reconocible en las calles mediante un sinfín de rastros urbanos. Pero un período inexistente en el recorrido de la capital catalana es el musulmán, comprendido entre el año 718 y el 801, cuando el rey franco Ludovico Pío derrotó al invasor árabe para recobrar ese enclave estratégico para los intereses carolingios. No hay huellas de la presencia del Califato de Córdoba en las calles barcelonesas, destruidas a lo largo de los siglos. En cambio, la segunda mitad del siglo XIX propició un auge de la arquitectura neomudéjar por varios motivos. El principal fue las posibilidades de crecimiento derivadas del derribo de las murallas medievales en 1854, cuando la ciudad ganó para su expansión el inmenso llano entre su antiguo límite y los pueblos de la cercanía, más tarde conocido como el Eixample.
Esta refundación debía ser planificada y hasta Ildefons Cerdà, el ingeniero designado por Madrid para acometerla, fijó una serie de premisas estéticas para el Eixample, desoídas porque los nuevos ricos que lo ocuparon deseaban con todas sus fuerzas dejarse ver con viviendas vistosas y exóticas, tanto para resaltar como para equipararse a la burguesía francesa, muy embebida en modas orientales.
Este estilo neomudéjar surgió, más o menos, a principios de la década de 1870 y se reparte por distintos puntos de Barcelona desde movientes económicos. Los inmuebles con guiños arábigos en el centro fueron cuantiosos. Ahora solo podemos admirar la casa Pere Llibre, en el número 24 del paseo de Gracia, apenas mencionada en las guías pese a ser una excepción en ese tramo tan rico de estímulos. Fue erigida en 1872 por el arquitecto Domènec Balet i Nadal, y luce profusión de motivos geométricos, arcos polilobulados, barandillas de hierro forjado como preludio modernista y ventanales con arcos de herradura. Elementos visibles mucho más lejos, en la lejana periferia de Sant Gervasi, en aquel momento un suburbio siempre más poblado por señores barceloneses con ansias de tener villas de veraneo en la cercana periferia, solo agregada a la metrópolis el 20 de abril de 1897. La ubicación en esa zona de la popularmente conocida como la casa del alemán o Edificio Alhambra, también del arquitecto Domènec Balet, y el nombre de su calle, del Berlinés, han dado pie a un sinfín de leyendas. Construida en 1875, la fachada es alucinante, desmarcada de todo el conjunto urbanístico de la actualidad, superlativa junto a la ronda del General Mitre, encaramada a las alturas sin que poco importe su escalera de acceso.
El mito de esta construcción, protegida por el Ayuntamiento, deriva de su interior, inaccesible salvo si tienes mucha suerte y alguien te abre la puerta para poder admirar el vestíbulo: una copia a escala del Patio de los Leones de la Alhambra de Granada. La causa de esta afinidad es fantástica en el relato popular, según el cual un ciudadano de Berlín se casó con una granadina y quiso rendirle tributos de amor con esa réplica de la joya arquitectónica andaluza. En realidad, el alemán se llamaba Otto Streitberger, era un buscavidas en el mundo empresarial de finales del XIX y se conformó con regalar una villa a su esposa, gaditana, en el pueblo de Caldes de Malavella. La conservación de este bulo es comprensible por las escasas muestras supervivientes en Barcelona de esta inspiración islámica, asimismo teorizada desde los líderes del incipiente catalanismo, muchos de ellos arquitectos, como un modo de resucitar todas las formas medievales para desmarcarse de la hegemonía renacentista en suelo europeo. Esto situaría toda esta tendencia como anticipo del modernismo, solo cuajado en 1891, cuando una ley municipal permitió decorar con mayor profusión las fachadas.
Antes de ese año frontera, lo neoárabe se desplegó con soltura, sin ser tildado de excéntrico. Los márgenes se colmaron de algunas villas con estos atributos. Una de las más curiosas es la Torre Marsans, en el 41 del Passeig Mare de Déu del Coll. Engaña a simple vista porque su entrada asemeja a un castillo, antesala de una subida hacia el palacete de 1907, rubricado por Juli Marial Tey, de planta cuadrada y exuberantes decoraciones en su patio interior, un claustro arábigo deslumbrante por su policromía.
Si desde la Torre Marsans descendemos por el viaducto de Vallcarca podremos observar la idiosincrasia de este barrio, todavía con aroma de paz pese a su densificación durante el siglo XX. Desde el puente no es complicado fijarse en un arco de herradura mozárabe coronado con dos águilas. Es la única reminiscencia de la residencia familiar de Joan Batllori en Vallcarca, una antigua finca del siglo XIX conocida popularmente como la Casa de los Arabescos. Fue derribada entre 2009 y 2011, en el marco de una reforma urbanística que concluyó en 2017 y que convirtió el eje en una vía ajardinada.
Mejor suerte corrió la Casa de les Altures, un edificio proyectado en 1890 por Enric Figueras Ribas para la Compañía General de Aguas de Barcelona, que adoptó el palacete como sede junto a sus instalaciones, recuperadas para el vecindario como parque, mientras que esta perla neomudéjar es desde los años noventa la sede de la junta municipal del distrito de Horta-Guinardó.
El gusto por la arquitectura neoárabe declinó cuando la burguesía catalana encontró en el modernismo una forma de expresión unitaria como símbolo de su pujanza. Sin embargo, hasta 1900 aportó contribuciones amparadas desde un discurso oficial, no en vano el Arco de Triunfo diseñado por el arquitecto José Vilaseca como entrada principal a la Exposición Universal de Barcelona de 1888 bebe de esos aires moriscos. También la plaza de toros de las Arenas en la plaza de España, alzada, nada es casual, a instancias del empresario José Marsans. Funcionó desde 1900 como espacio polivalente al albergar mítines políticos y corridas de toros hasta 1977, cuando estuvo en peligro hasta su reconversión en centro comercial y excepcional mirador. Es aconsejable por sus vistas panorámicas de 360 grados, que muestran cómo los aledaños de Montjuïc son el kilómetro cero de la mezcla de estilos entre las Torres Venecianas, hacia la montaña, el Palacio Nacional en perspectiva y el parque del Escorxador, con su estatua Mujer y pájaro, de Joan Miró.
La capital catalana, como cualquier urbe de nuestra época, es una amalgama de estilos. La neoárabe se esparce con sigilo, y detectarla es un placer para el visitante reacio a lo normativo, que se mueve como pez en el agua si se aparta de un relato ortodoxo y camina para encontrar todas las Barcelonas ocultas entre los hitos del circuito turístico.
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