Viaje a los tesoros de Chiclayo, la asombrosa diócesis de monseñor Prevost
En esta ciudad del noroeste de Perú, donde fue obispo el actual Papa, espera un bonito patrimonio arquitectónico y una deliciosa gastronomía. Y a su alrededor, importantes yacimientos de culturas prehispánicas e incluso preincaicas
Quizá sea exagerado decir que ha sido el Papa actual quien ha puesto a Chiclayo en el mapa. El nombre de esta ciudad del noroeste de Perú, y sobre todo el nombre del departamento del que es capital, Lambayeque, eran y son bien conocidos por arqueólogos, aventureros y amantes del arte. Aunque no tan célebres como Machu Picchu, Cuzco o las figuras de Nazca, los vestigios en esta parte del país de culturas muy anteriores al imperio inca son de extraordinario relieve.
La ciudad de Chiclayo, aunque importante (es la quinta en población de Perú, con todo lo que eso conlleva de mercados, bancos, hospitales, etcétera), a primera vista da la impresión de ser un lugar algo desangelado, por no decir anodino, con edificios modernos, sin apenas trazas del pasado. Y, sin embargo, era ya un poblado cuando franciscanos españoles la refundaron, en el siglo XVI, levantando una iglesia y un convento. En torno a esa iglesia matriz fueron creciendo calles y edificios, y en 1835, ya con la independencia de la nación, fue distinguida con el título de “ciudad heroica”. El motivo de la falta de vestigios antiguos, aparte de incendios y catástrofes, es el fenómeno climático del Niño, que cada 7, 10 o 15 años arrasa con lluvias torrenciales, y el aumento del caudal de ríos. Especialmente poderosas y dañinas fueron las tormentas de 1998, que marcaron un doloroso récord en los registros históricos. También en 2017 el entonces obispo Prevost tuvo que pechar con las calamidades del Niño.
Lo más destacado del patrimonio chiclayano se concentra en torno a esa especie de ombligo que es el Parque Principal y su robusta vegetación. Al lado se levantan la catedral neoclásica (1869); el elegante Palacio Municipal (1919), que funciona como museo; el antiguo Hotel Royal; el ex Cine Teatro Tropical —declarado patrimonio cultural de la nación el pasado 17 de septiembre—, y algunos edificios etiquetados como de estilo “republicano”. Aunque escasa en piedras vetustas, Chiclayo posee un patrimonio inmaterial del que puede sentirse orgullosa: su gastronomía.
Tan pronto como se conoció la elección como Papa del que fuera su obispo, entre 2015 y 2023, salieron en tromba locales ufanos de que monseñor frecuentara sus mesas (piensan incluso en crear una “ruta gastronómica del papa”, o algo así). Que si era fanático del caldo de gallina, que si le gustaba el cabrito, el arroz con pato, el pastel de peras del pueblo de Pimentel… El restaurante El Trébol, frente a la catedral, hoy destaca en su biografía de Instagram ser “el restaurante del papa León XIV” y muestra la mesa donde siempre tomaba su desayuno favorito: jugo de papaya y frito chiclayano (cerdo sancochado con camote, yuca y zarza criolla). El restaurante Las Américas, fundado en 1978, confirma su fervor por los ceviches (varios), el arroz con pato, el cabrito con loche o frejoles, el chirimpico, el relleno, el migado… Cada fogón arrima el ascua a su cabrito; falta saber qué dice al respecto el propio interesado.
Por yacimientos prehispánicos y preincaicos
Además de su opulencia gastronómica y las tentaciones de sus playas —la de Pimentel, a unos 14 kilómetros, es una golosina para surfistas—, el mayor tesoro de la región son sus yacimientos prehispánicos. Y preincaicos, habría que añadir. No fueron los españoles quienes acabaron con la cultura moche o mochica que se desarrolló en esa zona entre los siglos I y VII. Hasta que fue devorada por el reino Sicán (con ayuda posiblemente del Niño). La cultura sicán asimiló muchos conocimientos de los mochicas, floreció entre los años 700 a 1300, sufrió también la estocada fatal de algún Niño y fue reemplazada por el reino chimú. Hasta que este fue invadido por los incas, hacia 1470. El imperio inca (el llamado Tahuantinsuyo) duró apenas un siglo, hasta que en 1532 lo sometió Francisco Pizarro.
Este complejo tapiz de culturas se despliega en un área de escasos 20 o 30 kilómetros en torno a Chiclayo. Serán precisas varias jornadas para visitar los sitios principales. Para empezar, habría que dirigirse a Huaca Rajada, en la aldea de Sipán, al este de Chiclayo. De allí procedían algunas piezas muy valiosas que empezaron a moverse en el mercado negro en los años ochenta del pasado siglo. Alertados por ello, el arqueólogo peruano Walter Alva y la policía siguieron el rastro de aquel tráfico, que los llevó al pueblito de Sipán. Y a lo que parecían dos montes descarnados: en realidad, dos pirámides de adobe. De esas huacas, así llamaban a esos montículos los huaqueros o salteadores, extraían los huacos o piezas de cerámica, además de valiosísimos objetos de oro.
En esas primeras huacas (hay una veintena más de montículos, algunos sin excavar) Alva encontró, en 1987, la tumba del que llamaron “Señor de Sipán”, materialmente forrado en oro, acompañado por dos mujeres, dos edecanes y su perro, posiblemente sacrificados para acompañar a este antiguo gobernante mochica del siglo III. El grupo había sido cubierto con un techo de ramas y capas de adobe, sobre el cual se encontró a vigilantes con los pies cortados, para que no abandonaran su guardia. Y todo el hoyo colmatado con tierra. Después apareció una tumba anterior, que llamaron “el Viejo Señor de Sipán”, y otra de un sacerdote o dignatario. Este descubrimiento fue, según algunos, tan crucial para la arqueología como el hallazgo de la tumba de Tutankamón. En Huaca Rajada hay ahora un museo de sitio, donde se puede ver una réplica exacta de lo que hallaron los arqueólogos.
Porque todo el material original fue llevado al flamante Museo de las Tumbas Reales de Sipán, inaugurado en 2001 en el pueblo de Lambayeque, a unos 12 kilómetros al norte de Chiclayo. La auténtica joya de la corona. Su arquitectura, en forma de pirámides entrecortadas de color sanguina, es ya muy llamativa. Pero lo más impresionante es descender a su interior. En lo más profundo reposan tal cual fueron descubiertos el Señor y sus acompañantes. En estancias y vitrinas alrededor se muestran las delicadas piezas de oro que cubrían a los nobles enterrados: coronas en forma de hacha o puñal (el tumi ceremonial), bigoteras, narigueras, orejeras, ojeras, tapanalgas, todo en oro. Y una espléndida colección de huacos que reproducen con realismo detallado los gestos y manías de aquella sociedad sofisticada. Los moches fueron expertos ingenieros hidráulicos, con sus canales lograron cultivos y excedentes que hicieron posible su prosperidad, y su asombrosa maestría en la confección de cerámica y labrado de metales.
Casi enfrente de este complejo, pero al otro lado de la carretera 1N, el Museo Arqueológico Nacional Brüning, que comenzó sus colecciones en 1966, aloja los objetos que este peruanista fue adquiriendo a lo largo de décadas, pertenecientes no solo a la cultura mochica, también a las cupinisque y vicú (anteriores a la era cristiana), y a la lambayaque o sicán. Esta última civilización, heredera de los mochicas, asimiló muchos de sus conocimientos y se desarrolló entre los años 700 y 1300.
Un poco más al norte, siguiendo la carretera 1N, a las afueras de la aldea de Ferreñafe, se encuentra el Museo Nacional Sicán, inaugurado también en 2001, muy didáctico, y especialmente dedicado a esa cultura que acabó, posiblemente, golpeada por un Niño, y por los dos últimos reinos prehispánicos de la zona, el chimú y luego el inca. Gracias al comercio, los sicán extendieron su prestigio por la región, pero no pudieron evitar tensiones sociales que les obligaron a trasladar la capital a Túcume, algo más al norte.
Hoy, las llamadas “pirámides de Túcume” son uno de los sitios arqueológicos más sorprendentes. Se trata de una metrópoli de adobe que contiene no menos de 26 pirámides y otros muchos edificios auxiliares. Se puede visitar el museo de sitio para hacerse una idea, frente al aspecto de pura desolación. Y se puede también recorrer parte de las excavaciones, como Huaca Larga, El Mirador o el Cerro Purgatorio, una colina sagrada que dominaba la antigua ciudad amurallada.
Cerro sagrado que siguen venerando, por cierto, los chamanes locales. Si uno pregunta con discreción a los aldeanos de la zona, no será difícil que le confíen el nombre de alguno de estos santeros que, por unos pocos dólares, le harán una “limpieza”, escupiéndole chicha y sahumándolo con copal, frente a un batiburrillo de objetos abstrusos, donde se mezclan crucifijos y figuritas de santos con estrafalarios chismes de baratillo. Puede que monseñor Prevost, cuando salía con su furgón por los caminos embarrados de sus dominios, tuviera que vérselas, cara a cara, con alguno de estos modestos competidores.