Entre castillos y ríos por la Turena francesa
Una ruta por la antigua provincia de Francia de la animada ciudad de Tours a Gizeux, con visitas imprescindibles en Loches, Montrésor, Chédigny y Villandry
Si los reyes eligieron estos valles y ríos para asentar sus castillos, algo tendrá este corazón verde de la douce France. La Turena es la provincia de Tours, un territorio central y rico dentro del valle del Loira que tiene algo que ver con España. Allí se veneraba a San Martín de Tours, el soldado romano del siglo IV que partió su capa con la espada para abrigar a un mendigo; fue luego obispo de la ciudad y obró muchos milagros, siendo su tumba lugar de temprano peregrinaje. Por Tour...
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Si los reyes eligieron estos valles y ríos para asentar sus castillos, algo tendrá este corazón verde de la douce France. La Turena es la provincia de Tours, un territorio central y rico dentro del valle del Loira que tiene algo que ver con España. Allí se veneraba a San Martín de Tours, el soldado romano del siglo IV que partió su capa con la espada para abrigar a un mendigo; fue luego obispo de la ciudad y obró muchos milagros, siendo su tumba lugar de temprano peregrinaje. Por Tours pasaba el Camino Real que unía París con España. También el Camino de Santiago, que acabó por encauzar hacia Compostela a todos los peregrinos. Estos arrastraron hasta España la devoción a San Martín de Tours. ¿Cuántas parroquias y ermitas españolas le están dedicadas, cuántos paisanos se llaman todavía hoy Martín, cuántos se apellidan Martínez?
Tours, hay que decirlo de entrada, es una de las ciudades más jóvenes y dicharacheras de Francia. Por culpa, sin duda, del gran número de estudiantes que cobija. A orillas del Loira, junto al puente Wilson, al atardecer las guinguettes o chiringuitos bulliciosos recuerdan las escenas que pintaban los impresionistas de los muelles del Sena, con sus ristras de bujías, sus bailes y una pasión desenfrenada de vivir. El mismo ambiente se repite en las plazas Plumereau y del Mercado, a solo unas manzanas. Salta el amor a primera vista.
Trato de comprender a esta ciudad risueña a través de la que fue su calle mayor en la Edad Media, la actual Rue Colbert. Paralela al Loira, une lo que fue el núcleo que dio origen a la ciudad con el barrio de pescadores y comerciantes; después de todo, la riqueza navegaba por el río. Esta calle no conserva muchos rastros medievales ya que fue pasto de incendios. Pero puede verse en el número 39 la casa donde Juana de Arco recibió las armas de soldado; también el siniestro pasadizo que lleva a la Place Foire le Roi, campa ferial y patíbulo; o una delicada fachada del siglo XV, la del Hotel Goüin.
En el extremo oriental de esta vía se encuentran los vestigios del primitivo asentamiento galo-romano, y también el castillo medieval (reducido a sala de exposiciones); pero, sobre todo, la catedral. Esta es una de las mejores catedrales góticas de Francia, entre otras cosas por sus vitrales, que se salvaron de las bombas no tanto por milagro sino porque los desmontaron antes pieza a pieza. Junto al templo, el palacio del obispo, de una grandeur insultante, es ahora Museo de Bellas Artes (obras de Mantegna, Rubens, Rembrandt, Delacroix, Monet…). En los jardines, junto a un cedro del Líbano centenario, un poste recuerda a Honoré de Balzac, que nació en 1799 en Tours y evocó la ciudad de su infancia en varios de sus relatos (Le curé de Tours, Mâitre Cornelius, etcétera).
Por el extremo opuesto de la Rue Colbert se llega a lo que fue la tumba de San Martín, sepultado extramuros en su día. Ya en el siglo VI contaba con una basílica, rehecha en estilo románico en el siglo X. Fue destruida para abrir una calle y ahora solo quedan de ella dos torres, las llamadas del Reloj y de Carlomagno. En el siglo XIX se edificó al lado otra basílica orientalista del arquitecto Victor Laloux, el mismo que construyó en París la Gare d’Orsay (actual Museo d’Orsay). Laloux, oriundo de Tours, levantó también la estación de tren de su ciudad y el Ayuntamiento, que pretendía ser tan ampuloso como una catedral laica. Desde la plaza del Ayuntamiento se tiene una vista cabal de la antigua Rue Royale o Camino Real, ahora Rue Nationale, que corta perpendicularmente a la antigua calle mayor y al río, en una recta de más de 15 kilómetros. Peatonal en su tramo central, solo es surcada por un tranvía taciturno que va pasando lista a las tiendas principales de moda. En la intersección de esta Rue Nationale con la Colbert, el Centre de Création Contemporaine Olivier Debré (que está siendo ampliado) reúne una soberbia colección de pintores alemanes expresionistas, entre otras cosas.
Rumbo al sur
Si seguimos el antiguo Camino Real hacia el sur, hacia España, se llega a otro valle, otro río y una ciudad medieval: Loches, a orillas del Indre. Una gran sorpresa, porque se trata de un pueblo medieval fortificado, y no solo un castillo. Tras atravesar la puerta amurallada y subir por callejas empedradas, se llega a la acrópolis real, en la cima. Cuenta con dos conjuntos separados: el donjon o Torre del Homenaje del antiguo alcázar, del siglo XI; y el palacio gótico, del siglo XIII. A lo que habría que sumar la colegiata románica, discretamente apartada. La torre quedó convertida en prisión y allí estuvo encarcelado hasta su muerte Ludovico Sforza, El Moro, gran mecenas de Leonardo da Vinci. En el palacio se evocan las sombras de Carlos VII y Juana de Arco, fraguando la campaña contra los ingleses; y también la de Agnès Sorel, la amante oficial del rey, retratada por el mayor artista francés de la época, Jean Fouquet —eso sí, bajo la máscara de una santa Madonna—. El sepulcro de Agnès hace honor a su belleza y se encuentra en la colegiata.
Un bosque comunal y unos 20 kilómetros separan Loches de Montrésor, otra grata sorpresa para el foráneo que no para los franceses, que lo incluyen en el club de los pueblos más bonitos de Francia. La postal del castillo desde las riberas del Indre es imbatible. Es renacentista, pero solo por fuera; porque en 1849 lo compró un exiliado polaco, el conde Branicki, amigo de Napoleón III, y renovó su interior en estilo Imperio. Sigue perteneciendo a la familia del conde y está lleno de obras y objetos que remiten a su origen polaco; entre otros, guarda en una urna el corazón del gran poeta romántico Adam Mickiewicz. En el pueblo, además de una colegiata gótica, se mantiene en pie una Halle aux Cardeux o lonja de cardadores, que recuerda el comercio de lana trajinado bajo su urdimbre de madera hasta bien entrado el siglo XIX.
De regreso a Tours, sale al paso Chédigny, único pueblo de Francia con el título de Jardin Remarquable (jardín notable). La cosa empezó con un alcalde apasionado por las rosas, quien promovió el fervor floral. Pronto esa afición fue creciendo hasta alcanzar lo de hoy. Y lo de hoy es un pueblo diminuto que se inunda de curiosos, con vecinos que se lo toman muy a pecho, llenando las cuatro calles de merchandising, talleres de cerámica o artesanía, galerías de pintura o fotografía; hasta la chef Armelle Krause ha abierto un restaurante citado por la Guía Michelin, llamado, claro está, Le Clos aux Roses. El Jardin du Curé, pegado a la parroquia, es un muestrario de plantas medicinales, algunos frutales y un pequeño viñedo.
Aguas abajo del Loira, a solo 17 kilómetros de Tours, Villandry es un lugar muy concurrido, demasiado casi. Y no solo por la cercanía, sino por el entorno forestal y su castillo: el último de los grandes palacios renacentistas del Loira, que llegó al siglo XX en estado lamentable. Pero lo compró un extremeño de Don Benito, llamado Joaquín Carballo, casado con una norteamericana rica. Convirtieron el castillo en un hogar amable, llenando sus salones con pinturas de irregular valía, pero que delatan la querencia patria y zurbaranesca del propietario. Y un guiño más, el soberbio artesonado mudéjar procedente del palacio toledano de los duques de Maqueda, que Carballo se trajo en 1905. Lo más notable del lugar, sin embargo, son sus jardines de estilo francés, o sea, naturaleza sometida a geometría cartesiana de forma implacable, con algún estanque o fuente para dar respiro. El bisnieto de Carballo, Henri y su familia, siguen viviendo en un pabellón al margen de los jardines.
Descendiendo en paralelo al río, a unos pocos kilómetros más, espera el castillo de Langeais, construido en el siglo XV. Presenta dos caras: la fachada que da al pueblo es una fortaleza medieval, con foso y puente levadizo, mientras que la fachada opuesta, que mira a los jardines, es una filigrana renacentista. Aquí sucedió uno de los culebrones más rocambolescos de la historia de Francia: el matrimonio secreto de Ana de Bretaña (de 14 años y casada a la sazón con el futuro emperador Maximiliano de Austria) con Carlos VIII (quien a su vez estaba prometido con la hija del propio Maximiliano). Un montaje audiovisual con figurines revive el embrollo en el salón mismo en el que tuvo lugar aquel sindiós histórico.
Siguiendo el curso del Loira, en La Chapelle-sur-Loire, un rústico embarcadero es muelle de salida para breves cruceros a bordo de toues o barcas tradicionales a vela, para paseos acompañados de quesos, patés y vinos de la tierra como los que se producen al otro lado del río, en San Nicolás de Bourgueil. Allí se puede visitar una bodega troglodita, a 25 metros bajo tierra, aprovechando un tramo de la cantera que surtía de piedra a los constructores de castillos. Uno de ellos, aislado en el parque natural Loire-Anjou-Touraine, es el de Gizeux. Un castillo enorme que extiende sus alas como haría un animal para asustar o impresionar. Pero está casi todo vacío, solo la parte central sigue habitada por los propietarios, que alquilan unas pocas habitaciones a huéspedes que quieran dormir como reyes. La propia dueña, Stéphanie de Laffon, atiende con entusiasmo a los clientes, les prepara cena y desayuno. Pero los hijos, de momento, no quieren saber nada del negocio. Lástima.
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