Pura Gran Vía

Antes de penetrar en las tripas histórico-arquitectónicas de este hotel, emplazado en el número 11 de la Gran Vía madrileña, circundemos el edificio hasta la confluencia de las calles de Clavel y Caballero de Gracia. Porque ese chaflán acristalado adquiere un doble protagonismo: ser la principal novedad del establecimiento este año y dar alojamiento al último proyecto gastronómico del chef Paco Morales: Al Trapo, un restaurante de alta cocina informal, como él mismo l...

Antes de penetrar en las tripas histórico-arquitectónicas de este hotel, emplazado en el número 11 de la Gran Vía madrileña, circundemos el edificio hasta la confluencia de las calles de Clavel y Caballero de Gracia. Porque ese chaflán acristalado adquiere un doble protagonismo: ser la principal novedad del establecimiento este año y dar alojamiento al último proyecto gastronómico del chef Paco Morales: Al Trapo, un restaurante de alta cocina informal, como él mismo la ha bautizado. La carta se divide en ocho bloques: "Para comer con la mano y chuparse los dedos", "Suaves y elegantes", "Pícaros y picantes", "Mar de meseta", "Tan lejos, tan cerca", y un etcétera de poesía entre 7 y 14 euros.

El ambiente es informal, quizá bullicioso, neoyorquino, con mesas sin manteles y una pantalla en el fondo que proyecta las suculentas imágenes de los platos.Desde el portalón interior acristalado se accede al hotel, previa escala en una diminuta recepción que resume el rápido tránsito hacia el descanso o la farándula, pues ambas cosas están aquí aseguradas de noche. Las salas de reuniones, en la entreplanta. La biblioteca, amuebladas con cómodos sofás de lectura. El centro wellness,con camillas de masajes y aparatos de gimnasia. Y el ático, que se puede alquilar para celebraciones al aire libre con vistas a los tejados de Madrid.

Como no podía ser de otro modo, la tradición literaria del barrio encuentra su espejo en las paredes, serigrafiadas con frases y párrafos enteros de conocidos escritores. Los abriga una decoración íntima de alfombras nepalíes, parqués de madera a la antigua, cortinas de lino y edredones de algodón egipcio. Cada planta de habitaciones se reconoce por una tonalidad sin hipérboles, un estilo ornamental clásico con guiños contemporáneos.

El lugar impone sus condiciones. Originalmente fue la residencia del conde de Aranda, encargada al arquitecto Cesáreo Iradier en 1917, sobre el solar que antaño ocupó el Hotel de Roma. Enseguida obtuvo una mención especial del Ayuntamiento madrileño por la calidad de su construcción y el diseño neoplateresco de su fachada, el mismo con el que se reconocen los edificios vecinos. Tras varias décadas destinado a uso comercial, en 2005 se encargó a los arquitectos Franco Corada y Virginia Figueras su adaptación como el hotel de lujo que es hoy.

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