Columna

Vacunas y antivacunas

Mientras esperamos la de la covid-19, nos olvidamos de que ya hay muchas muy eficaces contra otras infecciones y que hay quien rechaza usarlas en sus hijos

Estamos todos esperando la vacuna del coronavirus como agua de mayo.Getty Images

Nací en 1960 y llegué a conocer la tradición de meter juntos en la cama a los niños para que se pegaran el sarampión o cualquier otra porquería, en una especie de campaña de vacunación casera que seguramente se remonta a la noche de los tiempos. Las culturas asiáticas antiguas dieron una vuelta de tuerca al tomar las pústulas de un niño afectado de viruela, secarlas y suministrárselas a los niños sanos por una variedad de procedimientos. En este sentido, las vacunas son tan viejas como la civilización, aunque en una versión a menudo fallida —niño muerto— o causante de un nuevo foco de infecció...

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Nací en 1960 y llegué a conocer la tradición de meter juntos en la cama a los niños para que se pegaran el sarampión o cualquier otra porquería, en una especie de campaña de vacunación casera que seguramente se remonta a la noche de los tiempos. Las culturas asiáticas antiguas dieron una vuelta de tuerca al tomar las pústulas de un niño afectado de viruela, secarlas y suministrárselas a los niños sanos por una variedad de procedimientos. En este sentido, las vacunas son tan viejas como la civilización, aunque en una versión a menudo fallida —niño muerto— o causante de un nuevo foco de infección imprevisto. El gran avance del cirujano, naturalista, poeta y violinista inglés Edward Jenner, a finales del siglo XVIII, fue idear una forma de aprovechar los beneficios de aquella estrategia tradicional al tiempo que aminoraba sus efectos indeseables.

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Jenner reparó con perplejidad en que los ganaderos que habían sufrido una infección de “vacuna” o viruela de las vacas —una enfermedad grave para el ganado pero banal para las personas— quedaban protegidos contra la viruela humana, así les inyectaras un gramo de pústulas secas. Eran otros tiempos, y el médico pudo hacer el experimento crítico en unos meses. Fue a ver a una lechera del pueblo, Sarah Nelmes, que tenía la mano de ordeñar afectada de la viruela de las vacas. Tomó muestras de sus pústulas y se las inoculó a James Phipps, un niño de ocho años. Jim pasó una semana un poco tocado, pero luego se le pasó.

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Un mes y pico después, el cirujano agarró otra vez al niño y le inyectó material de la viruela humana. El niño ni se enteró: estaba completamente protegido contra ella. Jenner publicó ese y otros resultados similares en un librito de 1798, fundando así la rompedora biotecnología de la vacunación. Ochenta años después, Pasteur mejoró su técnica y la utilizó contra el ántrax y la rabia. Grandes cerebros. La vacuna de Jenner se basaba en un virus parecido al que causa la enfermedad humana, pero mermado para enfermar a las personas al estar adaptado a otra especie. La mayoría de las vacunas posteriores se han fundamentado en “atenuar” el virus humano, de modo que generen inmunidad pero no enfermedad.

Ahora estamos todos esperando la vacuna del coronavirus como agua de mayo, aunque sea de mayo del año que viene. La mayoría de los analistas coinciden en que solo entonces podremos recuperar la actividad económica y una vida normal, o posnormal. Pero quizá se nos está escapando una cosa: los antivacunas, una especie de secta tan vieja como Jenner, pero que ha llegado a nuestros días con notable resiliencia e impermeabilidad a la razón. Por los pocos datos que tenemos en España, esta corriente de pensamiento no supone un grave problema aquí (tal vez un 6% de padres antivacunas), pero hay otros países donde sí lo supone, empezando por Estados Unidos. Mientras esperamos sentados la vacuna de la covid-19, nos olvidamos de que ya hay un montón de vacunas eficaces contra otras infecciones que una fracción sustancial de la población occidental rechaza usar en sus hijos. Si el virus no respeta fronteras, como estamos hartos de repetir, el boicot a las vacunas tampoco lo hará. ¿Qué haremos entonces?

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