Columna

Un problema democrático

El apoyo al Gobierno no colisiona con la crítica constructiva y la libertad de expresión, pero Casado insiste en un relato apocalíptico que invalida su función institucional

DEL HAMBRE

La historia es caprichosa. Hace unos meses, nuestra preocupación por la fragilidad de las democracias provenía de su contestación desde las calles de Argel, Teherán o Bagdad, pero también del París de los chalecos amarillos o en ese “otoño del descontento” que agitó las capitales latinoamericanas. Pero ha llegado un virus y la percepción del riesgo ha girado 180 grados: hoy, nos preocupa la amenaza de los excesos del poder frente a la democracia, el peligro de su concentración en manos de los Gobiernos como respuesta a la vulnerabilidad expuesta por la pandemia. Autoritarismo o caos, ...

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La historia es caprichosa. Hace unos meses, nuestra preocupación por la fragilidad de las democracias provenía de su contestación desde las calles de Argel, Teherán o Bagdad, pero también del París de los chalecos amarillos o en ese “otoño del descontento” que agitó las capitales latinoamericanas. Pero ha llegado un virus y la percepción del riesgo ha girado 180 grados: hoy, nos preocupa la amenaza de los excesos del poder frente a la democracia, el peligro de su concentración en manos de los Gobiernos como respuesta a la vulnerabilidad expuesta por la pandemia. Autoritarismo o caos, al decir de Andrés Malamud, serían los extremos del péndulo en el que oscila la nueva geopolítica del coronavirus. Pero los márgenes dejan siempre un espacio central, un lugar donde buscar ese equilibrio que evite que nuestras democracias se ahoguen en un nuevo momento hobbesiano.

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Nuestra inquietud la define esa porción de libertad que estamos dispuestos a ceder a cambio del resguardo del Leviatán. Preocupan el recrudecimiento de los discursos nacionalistas, el abuso de poder que llegaría de la mano de los nuevos mecanismos digitales de vigilancia, la suspensión de nuestros derechos y las formas explícitas o implícitas de censura. En circunstancias excepcionales, lo sabemos, el interés nacional puede instrumentalizarse para estigmatizar cualquier discurso crítico con la actuación del Gobierno. Pero esa búsqueda del lugar intermedio del péndulo democrático no está solo en cómo fiscalizar al Ejecutivo, sino en cómo hacerlo para que la oposición no se desdibuje mientras mantiene un imprescindible rol constructivo en tiempos de emergencia sanitaria. ¿Qué papel le toca, entonces, jugar a la oposición?

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Lo decía Jan-Werner Müller: “A menudo se olvida lo crucial que resulta para el funcionamiento adecuado de las democracias la institucionalización del papel de la oposición”. En tiempos de alarma, decía, aquella debe apoyar al Gobierno, pero también ofrecer alternativas. Aquí, sin embargo, el PP no parece brindar ni una cosa ni la otra. La creciente cayetanización del partido de Casado le ha hecho perder la noción de lo que es una oposición de Estado, esa búsqueda del delicado equilibrio entre fiscalización, alternativa y acuerdo en pos del interés general. El apoyo al Gobierno no colisiona con la crítica constructiva y la libertad de expresión, pero Casado insiste en un relato apocalíptico que invalida su función institucional. Su sobreteatralización, incluidas sus dolientes fotos frente al espejo, resulta frívola, caricaturesca y peligrosa. Si en Hungría es el Gobierno quien silencia a la oposición, resulta pasmoso que, en España, sea esta oposición que ve golpes de Estado por doquier la que haya decidido convertirse en un actor inquietante. Y eso sí es un problema democrático.

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