Dicen que la distancia...

Una peligrosa secta creciente aprovecha para etiquetar a los contagiados – apestados—a quisieran señalar con una estrella amarilla en las mangas

Jorge F. Hernández

Yo no concibo esa razón, pero hay quien dice que la distancia es el olvido. Había olvido a un milímetro de los labios que negaron un beso o la mínima palabra de respuesta a una verdad contundente y hay distancia infinita en el viajero cuyo codo estorba la salida del Metro sin importarle la prisa del prójimo y mucha distancia en el resignado obnubilado que evita leer las desgracias en el prensa para no mancharse con dolores ajenos y no hay distancia alguna en la mirada de la anciana que intenta acariciarnos desde el más allá con las hermosas manos arrugadas en lunares de una vejez que ha sido f...

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Yo no concibo esa razón, pero hay quien dice que la distancia es el olvido. Había olvido a un milímetro de los labios que negaron un beso o la mínima palabra de respuesta a una verdad contundente y hay distancia infinita en el viajero cuyo codo estorba la salida del Metro sin importarle la prisa del prójimo y mucha distancia en el resignado obnubilado que evita leer las desgracias en el prensa para no mancharse con dolores ajenos y no hay distancia alguna en la mirada de la anciana que intenta acariciarnos desde el más allá con las hermosas manos arrugadas en lunares de una vejez que ha sido feliz.

Se ha decretado un distanciamiento por decreto en aras de la salud de todos, lo cual ha derivado peligrosamente en un pretexto para algunos: mientras una inmensa mayoría se ha literalmente pegado a la humanidad con gestos y heroicidades que abaten todo el miedo a los contagios, una peligrosa secta creciente aprovecha para etiquetar a los contagiados – apestados—a quisieran señalar con una estrella amarilla en las mangas, apartarlos del agua potable y confinarlos en concentraciones infrahumanas. Hay un nefando desdén por obviar a los muertos y hablar de cifras sin considerar que cada uno de los difuntos tuvo una vida anónima con apellidos y nombres propias, circunstancias infinitas y cada quien su atardecer; hay una somera separación de los demás en quien soslaya el saludo de lejos, el que evita responder a los mensajes que se lanzan como botellas al mar o el que se cruza al otro lado de la calle si acaso ve que se ha tropezado un anciano por travesura de su perrito.

Hay una emocionante solidaridad creciente, pero también un planetario olvido que va más allá de lo geográfico. ¿Realmente quién sabe en dónde queda Guayaquil? ¿Quién llora por los muertos que quedan tirados en las calles del Ecuador y quién ha hecho un silencio ante los cientos de ataúdes sin número ni nombre que han enterrado en un baldío aledaño a Manhattan? Decían que la distancia es el olvido, pero son días en que no pocos tenemos la obligación callada de demostrarnos por lo menos ante el espejo todo lo que recordamos a la distancia, la memoria que rompe con amnesias, la cercanía palpable de nuestros pretéritos y la posibilidad palpable de volver a tocar el rostro propio no en el vidrio de un reflejo sino en la cara del Otro, la amada mujer que sonríe en silencio, el niño que no se ha enterado aún de que unos metros más allá no son eternidad o al revés, que toda la distancia que se extiende sobre los mares se salva como espuma con extender la yema de los dedos sobre el aire que nos une.

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