Columna

Última oportunidad para la nueva generación de políticos

La gente no quiere que se la movilice en contra de nadie, quiere que se le resuelvan sus problemas

Pablo Casado, Pedro Sánchez, Santiago Abascal, Pablo Iglesias y Albert Rivera al inicio del debate de candidatos el pasado lunes. ULY MARTIN (EL PAÍS)

Hoy toca cumplir con el deber de votar. Costará, porque hemos sido arrastrados a unas elecciones que casi nadie deseaba. Nos queda el vano consuelo de que quienes nos han llevado hasta aquí ya deben de estar arrepentidos de no haber hecho más por evitarlo. Siempre según las encuestas, ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias obtendrán el resultado esperado, y Albert Rivera se enfrenta a un escenario que puede arruinar su fulgurante carrera política. Incluso Pablo Casado, quien parecía que sí iba a tener motivos para la alegría, al final acabará maldiciendo la frivolidad con la que apoyó la normaliza...

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Hoy toca cumplir con el deber de votar. Costará, porque hemos sido arrastrados a unas elecciones que casi nadie deseaba. Nos queda el vano consuelo de que quienes nos han llevado hasta aquí ya deben de estar arrepentidos de no haber hecho más por evitarlo. Siempre según las encuestas, ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias obtendrán el resultado esperado, y Albert Rivera se enfrenta a un escenario que puede arruinar su fulgurante carrera política. Incluso Pablo Casado, quien parecía que sí iba a tener motivos para la alegría, al final acabará maldiciendo la frivolidad con la que apoyó la normalización de Vox. Porque, muy probablemente, en el único lugar en el que esta noche se celebrará el resultado electoral será en los cuarteles de este partido. Volver a las urnas para que el vencedor relativo acabe siendo la extrema derecha es hacer un pan como unas tortas.

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El hecho objetivo es que la regeneración de los liderazgos políticos de la España poscrisis presenta un balance en claros números rojos. Y no lo digo solo por su incapacidad para facilitar la gobernabilidad. No recuerdo ningún otro momento desde la Transición en el que la polarización entre facciones políticas haya copado de tal manera la esfera pública. Desde mi percepción como ciudadano de a pie, y dejando de lado el conflicto catalán, esto no se traslada para nada a la gente corriente. En la calle, en los grupos de amigos o en los centros de trabajo se podrá debatir con más o menos ahínco, pero no hay esa confrontación guerracivilista que nos escenifican los actores políticos. Con la excepción, claro está, de las redes sociales, donde hay verdaderos profesionales de la confrontación.

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Puede ser una percepción falsa, pero la gente no quiere que se la movilice en contra de nadie, quiere que se le resuelvan sus problemas; o sea, que se gobierne. Lo que obtiene, por el contrario, es un manual de guerra cotidiano sobre cómo encontrar motivos para odiar al adversario.

Perseguir el interés general, eso que debería incumbir a todos, ha quedado como una aspiración anacrónica. Parece como si la política no consistiera en eso, en buscar el adecuado ajuste entre intereses contrapuestos. Se trata más bien de que las opciones de unos machaquen a las de los otros; que no se respete a quienes no compartan nuestras opiniones; que, en suma, no haya victoria sin derrota. El problema es que nadie, ningún bloque, va a conseguir la mayoría suficiente para poder aplastar al contrario. Y esto es lo que volverá a sacarles de quicio, en un sentido literal: esta generación de políticos no sabe hacer política que no sea adversaria. Si no son capaces de aprenderlo, que hagan mutis por el foro, pero que no vuelvan a delegar en nosotros su propia incompetencia.

Pero yo no soy nadie para pronunciarme en nombre de los ciudadanos. Son ellos a los que hoy habremos de escuchar. Uno de esos raros momentos en los que les toca ser protagonistas, no a quienes se arrogan el hablar en su nombre. Razón de más para no quedarse en casa. ¡Vote!

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