Columna

Después del huracán

La destitución de Bolton es una de las mejores noticias de una presidencia que nos tiene acostumbrados a fabricarlas malas y en abundancia

El exasesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, John Bolton, en una imagen de archivo.Cliff Owen (AP)

Nadie va a lamentar que este huracán se haya ido. El dolor es que llegara. Su paso durante 17 meses por la Casa Blanca ha añadido el riesgo máximo a una presidencia que es ella misma un riesgo permanente e insuperable. Allí donde había leña, en Venezuela, en el golfo Pérsico, en Corea del Norte o en Afganistán, el huracán Bolton alentó el incendio. La inseguridad mundial se incrementó desde que Trump le nombró consejero de Seguridad Nacional y se mantuvo en niveles alarmantes hasta este pasado martes, cuando le destituyó de malas maneras.

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Nadie va a lamentar que este huracán se haya ido. El dolor es que llegara. Su paso durante 17 meses por la Casa Blanca ha añadido el riesgo máximo a una presidencia que es ella misma un riesgo permanente e insuperable. Allí donde había leña, en Venezuela, en el golfo Pérsico, en Corea del Norte o en Afganistán, el huracán Bolton alentó el incendio. La inseguridad mundial se incrementó desde que Trump le nombró consejero de Seguridad Nacional y se mantuvo en niveles alarmantes hasta este pasado martes, cuando le destituyó de malas maneras.

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Esta destitución es una de las mejores noticias de una presidencia que nos tiene acostumbrados a fabricarlas malas y en abundancia. Su nombramiento fue fruto del caótico estilo de Trump y de una decisión tomada en uno de sus momentos estelares frente al televisor, Twitter en mano. Le gustaban las opiniones rompedoras y belicistas del tertuliano Bolton en su cadena preferida, la Fox, y le eligió para sustituir al racional y ordenado general McMaster.

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Trump es especialmente peligroso cuando se halla fuera de control. Con un discurso leído en el teleprónter y siguiendo el guión ceremonial es como muchos de sus predecesores, pero suelto por las noches en el sofá o en conversación con mandatarios extranjeros en solitario, como ha sucedido con Putin, hace temblar a la entera Administración y especialmente a los servicios secretos.

Bolton fue un huracán belicista con Bush y lo ha sido con Trump. Con una diferencia que ha determinado su destino. Hace 20 años, tras los atentados del 11-S, el presidente quería guerra y ahora en cambio la elude, especialmente en cuanto piensa en su relección. El destituido es amigo de las guerras preventivas y, sobre todo, de los cambios de régimen: nada le produciría mayor satisfacción que los derrocamientos de Maduro, Jamenei o Kim Jong-un. El estilo de Bolton le convino a Trump cuando quiso echar a los adultos de la Casa Blanca, que querían organización y previsibilidad. Su consejero de Seguridad de los últimos 17 meses desmanteló el Consejo Nacional de Seguridad para dedicarse a susurrarle al presidente las ideas belicistas que tanto le gustaban cuando las proclamaba en la Fox. Esta ha sido su contribución a la destrucción de las instituciones propugnada por Steve Bannon, el asesor electoral y apóstol de la disrupción trumpista.

Ahora, encarando las segundas elecciones, Trump quiere resultados: algún acuerdo de desarme como el que buscaba con Corea del Norte, una retirada de tropas como la que negociaba con los talibanes o una negociación directa con Irán. Bolton era un estorbo para cualquiera de estos triunfos, mientras que Mike Pompeo, con ideas e instintos semejantes, es un leal servidor de Trump, dispuesto a darle la razón por encima de sus convicciones. Bolton ha caído y sube la cotización de Mike sí señor.

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