Tribuna

Piedras de tropiezo

Los micromonumentos en recuerdo de las víctimas del nazismo nos transportan al oscuro reverso de la historia europea

La 'stolpersteine' de Nella Montefiori en Roma.M. R.

Junto al antiguo gueto de Roma, andaba con los ojos entrecerrados a causa de la cegadora luz de mayo cuando tropecé con una pequeña losa dorada puesta en la acera. Entre el gris del asfalto y el trasiego de viandantes, en su superficie de latón refulgían los rayos del mediodía, como una estrella fija en el suelo. Enseguida llamó mi atención sobre la suerte que corrió una antigua inquilina, Nella Montefiori, con un laconismo extremo: “Nacida en 1905· Detenida el 16.10.1943· Deportada a Auschwitz· Asesinada el 23.10.1943”. La diferencia de fechas entre el arresto y su muerte —una semana— sinteti...

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Junto al antiguo gueto de Roma, andaba con los ojos entrecerrados a causa de la cegadora luz de mayo cuando tropecé con una pequeña losa dorada puesta en la acera. Entre el gris del asfalto y el trasiego de viandantes, en su superficie de latón refulgían los rayos del mediodía, como una estrella fija en el suelo. Enseguida llamó mi atención sobre la suerte que corrió una antigua inquilina, Nella Montefiori, con un laconismo extremo: “Nacida en 1905· Detenida el 16.10.1943· Deportada a Auschwitz· Asesinada el 23.10.1943”. La diferencia de fechas entre el arresto y su muerte —una semana— sintetiza la eficaz maquinaria de la brutalidad: en un puñado de días, una joven maestra de Ancona pasó de caminar por la ciudad eterna a encontrar una muerte vil en un horno crematorio. Su hermana logró escapar. El azar quiso que se separaran en la huida, cuando se percataron de la presencia de un furgón alemán.

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Al pasar frente al portal de la última vivienda de Nella Montefiori, habría podido estar absorta en el móvil o disfrutando sin más de la grande bellezza de una urbe inagotable, pero bajé la mirada y allí estaba esa señal de oro, obra del artista Gunter Demnig: una stolperstein (piedra de tropiezo). En España estos micromonumentos en recuerdo de las víctimas del nazismo se empezaron a instalar en 2015. No lejos de allí, en la Fontana di Trevi, los turistas lanzaban monedas, pedían deseos y colgaban sus autofotos en las redes sociales, mientras me dirigía, junto con los otros miembros del jurado del Premio Formentor, a una hostaria para celebrar la proclamación de Annie Ernaux como vencedora. Todo a mi alrededor rebosaba vida. Pero, desde la mudez de la acera, surgió la historia de Nella. Las stolpersteine causan ese efecto inopinado: topamos con el oscuro reverso de la historia europea y, de pronto, un día liviano se vuelve más pesado.

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Recordé los versos de Campo dei Fiori, de Czeslaw Milosz, sobre la coexistencia de normalidad y barbarie, cuando la gente “mercadea, se divierte, ama, mientras pasa frente a la pira de los mártires”. En este poema que data de 1943 —el mismo año en el que Nella Montefiori fue detenida junto a mil judíos más en la gran redada del 16 de octubre—, el Nobel polaco trazó un paralelismo entre la animada plaza de Roma y el gueto de Varsovia. En Campo dei Fiori quemaron en la hoguera a Giordano Bruno en 1600, acusado de herejía tras haberse negado a retractarse de sus puntos de vista, que definió como filosóficos más que teológicos, y para los que reclamó libertad de expresión, pero, antes de que se extinguieran las llamas, las tabernas volvieron a llenarse, mientras en los puestos se despachaban aceitunas y limones. Y en Varsovia, al mismo tiempo que arrasaban el gueto, el resto de la ciudad disfrutaba de un día primaveral, con sus tiovivos al aire libre, al son de la música alegre. Cuánta soledad, subrayó Milosz, debieron de sentir los moribundos de esas épocas y lugares respectivos ante ese banal tropel de espectadores.

La memoria evoluciona y se transforma con el tiempo, pero los objetos no pierden su esencia, portadores de emociones y entendimiento

No hay ideas sino en las cosas, dijo otro poeta, William Carlos Williams; esto es, en lo preciso y concreto. Las ideas se quedan sin argumentos cuando se las coloca frente a la evidencia física, el nombre particular, unos restos mortales que desvelan las circunstancias de un trágico final, así como los objetos personales que acompañaron a los represaliados y que los individualizan. La memoria evoluciona y se transforma con el tiempo, pero los objetos no pierden su esencia, portadores como son de emociones y de entendimiento. En 2011, como se ha recordado en estos días, un grupo de arqueólogos, al cargo de la exhumación de una fosa común en Palencia, dio con los restos de, entre otros, Catalina Muñoz Arranz, una mujer fusilada en 1936, durante los primeros días de la guerra. Cuando la apresaron, el menor de sus hijos no había cumplido un año. En sus últimos instantes la madre llevaba consigo su sonajero. Que 83 años después se recupere ese colorido juguete en forma de flor, mudo, inservible ya para emitir sonidos, da cuenta del arco temporal que dista de esa herida colectiva. ¿La resistencia a facilitar la tarea de recuperación se debe a que, al abrir cada una de esas fosas, todos nos convertimos en testigos? Si se es testigo, ya no se puede negar lo sucedido en el pasado, así como tampoco las vidas presentes condicionadas por aquellos episodios.

En Contra los absolutos (Fragmenta) el filósofo Joan-Carles Mèlich reivindica la mala conciencia o, en otras palabras, la conveniencia de no poder dormir por la noche a pierna suelta, algo así como una ética del insomnio. La buena conciencia, argumenta, imposibilita el diálogo —si tan seguro estoy de mi verdad, trataré de imponerla sin escuchar las razones del otro, porque no puedo estar equivocado— y rehúye la culpa y la responsabilidad, lo cual nos evita sentir vergüenza por lo que pasa a nuestro lado. Que en este mundo queden personas que valoren cada vida, cada dolor, cada existencia humana, como escribió Danilo Kiš en Enciclopedia de los muertos, no deja de ser un consuelo, por flaco que sea.

Marta Rebón es traductora y escritora.

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