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De aquí o de allá, pero todos con los mismos problemas

Familias venezolanas, colombianas y retornadas viven codo a codo en barrios vulnerables de La Guajira y Cartagena de Indias. Estas son las historias de sus luchas cotidianas

María del Carmen Benavides Oliver tiene 11 años y llegó de Colombia a Venezuela hace cinco meses. Desde entonces, vive con su familia en la Comunidad Simón Bolívar, un barrio en las afueras de Maicao (La Guajira), en el que comparte espacio con otros migrantes, pero también oriundos y colombianos retornados desde Venezuela. La frontera entre ambos países dista apenas una decena de kilómetros de este barrio informal. Unas 300 familias viven desde hace ocho años entre las callejuelas de arena flanqueadas por basura y chabolas del asentamiento. Una de las hermanas de María del Carmen tuvo que quedarse con una tía en Villa Baralt (Venezuela). "No hay 'cobre' para traerla", resume la niña, encogida entre hombros. Ahora que no va a la escuela, ocupa el tiempo haciendo "tartas de arena" y bordando mantas. Sin embargo, le gustaría volver a las aulas y sueña con llegar a ser doctora de mayor.Daniel Castaño / Aldeas Infantiles SOS
Dianela Fernández, de 13 años, también vive en el barrio Simón Bolívar. Desde toda la vida. En la casa de lámina en la que habita con su familia, pasa calor por la mañana y frío por la noche. Le gusta estudiar lengua, informática y educación física, pero por encima de todo le atraen las ciencias, porque quiere ser doctora.Daniel Castaño / Aldeas Infantiles SOS
Mauro Fernández [a la derecha en la foto] es el primo de Dianela. Echa de menos su país natal, Venezuela, y lamenta que en el barrio Simón Bolívar no cuenta con muchos amigos. “En mi casa pasaba el tiempo después de clase viendo la tele, jugando al fútbol y, de vez en cuando, salía con mi hermano a vender hierro”. Hace un año su familia se vio golpeada por la crisis económica y tuvieron que marcharse a pie. En Colombia, la vida de Mauro es muy distinta, así como la casa en la que vive con una docena de personas. Solo una cosa no cambia: su pasión por la pelota. De mayor espera ganarse la vida como futbolista.Daniel Castaño / Aldeas Infantiles SOS
"En el cole me pegan porque creen que soy de Venezuela", se queja Yermahill Barrios Colón. Este niño de nueve años, sin embargo, nació en Cartagena de India, aunque ya lleve muchos años en Simón Bolívar. El barrio no le parece tan mal: "Es muy divertido vivir aquí". Pero no todos los niños de la zona pueden decir lo mismo. Organizaciones como Aldeas Infantiles SOS, que trabaja para proteger a la infancia vulnerable del asentamiento, alertan de que los más pequeños están expuestos a riesgos como abusos, malos tratos o trabajo infantil.Daniel Castaño / Aldeas Infantiles SOS

Sullín Casto (35 años) no está muy segura de cuántas personas viven en su casa, en el barrio Tres de Abril, en Uribia (La Guajira). Puede que 14. O quizás 16. Sobre el número de niños no duda: son nueve. Llegaron de Maracaibo (Venezuela) en marzo del año pasado. "Con la crisis, empezaron a escasear los bienes y, los que había, eran muy caros", asegura. "Ya no había trabajo y comíamos una o dos veces al día. Me preocupaba que los niños pudieran enfermar".

Pasó la frontera por uno de los más de 130 cruces ilegales que existen en la región. "Había hombres armados que nos trataban mal y nos cobraban a cada rato. Pero, una vez al otro lado, quedé impresionada por la cantidad de cosas disponibles".

La casa de barro en la que viven no tiene electricidad, ni agua corriente. Tampoco un retrete. "Echo de menos las comodidades de mi hogar en Venezuela", confiesa. "Pero tengo miedo a que me devuelvan a mi país. A veces me da miedo salir, me pongo de los nervios si me cruzo con un policía".

Laura Prados / Aldeas Infantiles SOS

Estela Sierra, 30 años, posa con sus hijos delante de la casa que comparten en Villa del Sur, en Riohacha (La Guajira). Viven en un asentamiento informal entre colombianos, venezolanos y retornados. La constante amenaza de desalojo pesa como una losa encima de ellos. Ante la falta de trabajo, Sierra se vio obligada a ocupar el terreno junto con otras familias que tampoco tenían dónde vivir. "Esto era puro monte", dice señalando su alrededor bajo un sol que abrasa. "Había árboles muy grandes, culebras, insectos... incluso un día encontramos el cadáver de un hombre. Me daba miedo, pero no había alternativa. No conocía a nadie. Era horrible, sin luz, sin agua".

Su vivienda está construida con materiales precarios. El techo está a medias, porque no había dinero para más. "¿Cómo consigo el dinero? No quisiera ni acordarme", lamenta. "Vivimos con la incertidumbre del desalojo. Si eso pasa, ¿adónde vamos?".

T. Trotta

Jessica Paola Blanco Ruiz (28 años) regresó con su pareja de Caracas a Cartagena de Indias cuando se quedó embarazada por segunda vez, hace menos de dos años. Su hijo mayor tiene tres años y nació en Venezuela. "Durante la primera gestación, no me alimenté bien. No paraba de vomitar y el niño nació ya con predisposición a la malnutrición. No quería que volviera a pasar", explica sentada en su casa.

"Con la crisis era cada vez más difícil conseguir bienes básicos. El niño no cogía peso. Tardó mucho en caminar y en desarrollar bien el habla". Ahora pesa algo más de 10 kilos.

El niño estuvo seis meses en un hogar de acogida para dar a sus padres el tiempo de recuperarse, pero ya ha podido regresar con su familia. "Cuando me dijeron que se lo llevaban, fue como una ducha de agua fría, pero entendí que era para su bien".

T. Trotta

Es domingo, pero Marcelina Sandón ya ha planeado con todo detalle la cena del miércoles: pollo agridulce, arroz con coco y jugo de tomate. Solo quedan tres días, pero para esta mujer de 56 años la espera será eterna. Está impaciente por volver a acoger en casa a sus nietos, María Valentina Barrios De La Cruz y David, respectivamente de seis años y un año.

Sandón es una retornada. Regresó de Venezuela a Colombia para ayudar a su hijo, con problemas de consumo de droga, y a sus pequeños. Ahora vive en Nelson Mandela, uno de los barrios más vulnerables de Cartagena de Indias. Hace seis meses, tuvo que renunciar a la custodia de sus nietos porque ya no podía más, entre los dolores causados por las varices y un piso considerado por los servicios sociales inadecuado para unos niños. "He acondicionado el piso de manera muy rápida y sin ninguna ayuda, con el dinero que gano dando masajes y haciendo trenzas en la playa", cuenta. "No me compraba ni una galletita".

"Para mí fue muy duro cuando se llevaron los niños a un piso de acogida. Vine de Venezuela buscando otra cosa, no esto. Pero sabía que mis nietos estaban en buenas manos y que era lo mejor para ellos".

T. Trotta